El mundo sentido como 'implenitud'
La línea de separación ante las maneras poéticas establecidas por la primera posguerra civil fue la de los autores incluidos hoy en el grupo poético de los años cincuenta, aparte naturalmente de referencias tan decisivas como las que suponen un Blas de Otero, un Celaya o el mismo José Hierro. Pero el cambio decidido de atmósfera formal y anímica respecto a moldes anteriores es logro del grupo. De Ángel González a Claudio Rodríguez, pasando por los poetas barceloneses, aquellos títulos de los años cincuenta (Áspero mundo, Las horas muertas, Metropolitano, A modo de esperanza, Según sentencia del tiempo, Salmos al viento) expresaban un rechazo existencial -aún adolescente en algunos de sus presupuestos- que el tiempo transformaría en una especie de reconocimiento crítico ante las gentes y el propio oficio de escribir. De escribir poesía. Hoy, junto a memorias o evocaciones de componentes del grupo, el acopio de estudios a su respecto ofrece una imagen consolidada de su valor e influencia. Y permite destacar algunas de las aportaciones fundamentales: denunciar el patetismo provinciano, librar la palabra amorosa con su clara sensualidad constitutiva y disolver la voz única y el tono levantado en la asunción irónica de la existencia.Retorno de un acento
Hay quien recela de los poetas (un Gombrowicz o un Canetti se han manifestado en tal sentido) por el papel de críptico simulador torturado que en ocasiones adoptan, apoyados en un lenguaje cuya excelencia no hace a menudo sino remedar un laberinto de convenciones establecidas. Se diría que descifrarlo es contribuir a un narcísismo del que artificiosamente se alimentan. Pero bajo la película formal de la composición o de la secuencia poemática, alienta inconfundible el pulso de una confesión personal irreductible.
Precisamente este fue el don de Alfonso Costafreda, el retorno de un acento que, al releerle, nos lleva a pensar en esa mínima pero insustituible dimensión que el poeta auténtico ofrece de manera puntual y recurrente. El poeta define y delimita un mundo, y con ello se define y compromete en una suerte de vínculo interior que le obliga más allá de las convenciones y de los derechos y deberes usuales, porque sabe que a las palabras de la tribu ha de añadir -o restar- las pobrezas o adherencias del desgaste y el almacenamiento indiscriminados. Por eso opera dentro de la emulación de sus modelos, con las complicaciones que semejante empresa entraña, y por ello también la crítica ha de atender al delicado mecanismo del proceso de superación incesante de una época a la siguiente.
Alfonso Costafreda fue uno de los primeros del grupo en publicar, y tempranamente reconocido. La simpatía e inteligente bondad apreciativa de Vicente Aleixandre cristalizaron en la relación epistolar que el autor de Tárrega mantuvo con él. Los libros de Costafreda, Nuestra elegía, Compañera de hoy y Suicidios y otras muertes, vienen a conformar una secuencia reiterada de preocupaciones insistentes como si -da por lo menos esa impresión- el autor se supiera poseído por una misión que cumplir. Peligrosa palabra, o excesiva, puede parecer sin duda la de misión, pero difícilmente encontraríamos otra que deslindara la proyección poética de Costafreda en el concierto de voces de los años cincuenta. (Tal vez algún eco o resonancia de Valente, a quien cita.) La situación de soledad en la que se ve sumido un poeta como Costafreda trasunta en los poemas una actitud de ausencia entendida como si el mundo fuera la falsilla de otra realidad.
El mundo sentido como implenitud. A las deficiencias de la vida, procurar las palabras como rescate para reparar, casi a renglón seguido, que tampoco las palabas bastan. Es curioso un poema de sus inicios, Hombre elemental, que articula un heroísmo disidente y armado al revés. El poeta (retrotraído a una situación elemental también) habla de cómo siente el calor de los otros junto a él, de cómo le duele cuando un compañero le falta. Y concluye: "Pero pienso, y, esto me alegra, / que existe un hombre menos que participa / en la lucha". Una especie de spleen adusto y agresivo, en forma de implosiva resignación.
Jaime Gil de Biedma iba alquitarando las posibilidades de una mentalidad pragmática y sabiamente analítica (como le decía Gabriel Ferrater) en una cadencia poética de discurso que se transformaría en el tono más significativo de la historia áfona de aquellos años. Carlos Barral imponía una elementalidad de subterráneos antropológicos casi (casi exagero) en su Metropolitano, y José Agustín Goytisolo trenzaba y apostrofaba los mores y la cháchara ambientales. Es decir, en todos ellos una preocupación manifiesta de carácter teórico o de diseño intencional mínimo era fácil de advertir. No así Costafreda, el más puro tal vez, pero sin duda también el más vulnerable. ¿El más poético? Candorosa nostalgia la de un interrogante que ineludiblemente retorna a un tiempo en el que Jaime Ferran traducía y prologaba una selección mínima (máxima para entonces) de William. Butler Yeats, en el que Gil de Biedma se periodizaba mientras seguía con su estudio sobre Guillén (don Jorge, evidentemente) y en el que todos se tomaban el pulso, según las reacciones positivas de don Vicente Aleixandre a sus poemas así lo recomendaran.
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