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'Pizza' a la napolitana

Juan Arias

Ayer, en la pequeña localidad de Dutch Harbor, perdida en los glaciares de Alaska, se celebró un curioso banquete. Sentados en la misma mesa estuvieron 46 científicos, de ellos 30 soviéticos y 16 norteamericanos, junto con 150 marineros de una nave de la URSS con la que estos personajes de las dos mayores potencias mundiales han llevado a cabo, en paz y armonía, una investigación oceanográfica conjunta. Será un banquete con sabor italiano porque, interrogados por los americanos, los soviéticos quisieron comer pizza napolitana.El estupor de los americanos fue grande. Nunca hubiesen pensado tener que improvisar en el corazón de Alaska un horno de leña y llevar allí, como lo han hecho, 12 pizzettari italianos, que así se llaman los cocineros especializados en hacer la pizza napolitana, con harina doble cero, aceite de oliva virgen, tomates frescos, mozzarella, orégano y anchoas. En Italia, donde la fantasía no falta, a esa empanada redonda y rojiza se la ha apellidado ya pizza pacifista, y están seguros de que puede contribuir más a la distensión mundial, a la paz y a la concordia, al desapego por los misiles y las guerras una buena cocina que mil congresos o debates.

Se dice que en Italia lo último que morirá será la cocina, y de ésta la pizza, porque mientras los spaghetti son de origen chino, la pizza es napolitana, italianísima. Hasta el punto que acaba de crearse una asociación para la protección de la pizza verdadera, porque los napolitanos no pueden sufrir, cuando corretean por el mundo, que se hagan pizzas que son abortos, falsificaciones, indigeribles para un italiano.

Estos italianos, que son tan acogedores, tan amigos de ser amigos de todos, tan conciliadores, tan enemigos de tener a nadie en contra, tan orgullosos de no poseer enemigos, hay una cosa que no soportan de los norteamericanos: que estén haciendo incluso desaparecer las cocinas de las casas, que hayan podido hasta concebir que un día se pueda sustituir la pizza o los canelones por unas pildoritas de colores para distinguir mejor las vitaminas de las proteínas. El italiano sigue hoy gastándose en comer cuatro veces más que un holandés o un inglés. Pero, sobre todo, conserva aún la cocina como rito, como liturgia. Y hay quien piensa que en este país se mantiene aún sólida la estructura familiar porque al italiano no le gusta comer solo.

O comer, o trabajar

Por eso hubo una anécdota del nuevo secretario comunista, Alessandro Natta, sucesor de Enrico Berlinguer, que ha saltado enseguida a las crónicas y que ha despertado infinita simpatía. Natta es un político que odia las llamadas comidas de trabajo de la gente importante del poder o de la intelectualidad. Dice que o se come o se trabaja, que si se trabaja es mejor no comer y si se come no se debe en ese momento pensar en trabajar. Y le gusta comer en su casa, con su mujer y su hija. Los sociólogos están analizando esa creciente desafección de los italianos hacia los partidos políticos. Y hay quien empieza a pensar que todo cambiaría si dichos políticos: ministros, diputados, senadores, sindicalistas, en vez de multiplicar sus comidas o cenas de trabajo, generadoras de desasosiego, malhumores y acideces de estómago, comieran ,como los cristianos. Y no es éste un adagio tonto, porque fueron los primeros grupos partidarios de Jesús de Nazaret quienes dieron increíble dignidad al ágape fraterno convirtiéndolo hasta en sacramento de salvación y símbolo de felicidad eterna.

Y fue el fundador de los cristianos quien fue acusado hasta de comilón porque más que las comidas de trabajo le gustaban los banquetes y las bodas y las comidas íntimas con los amigos. Aquí se le escapó una vez a un diputado decir que desde hacía casi 20 años no sabía lo que comía, porque todas sus comidas eran de trabajo y "trago lo que me ponen delante sin enterarme".

Un político así nunca tendrá éxito en este país, donde aún la salud mental se mide por la capacidad de gustarse juntos una spaghettata, de beberse un buen vino y de hablar mal precisamente de los políticos, aunque después acaban, como nadie en Europa, corriento a votarles a las urnas.

Los soviéticos que en Alaska han querido comer pizza napolitana han ganado muchos puntos en Italia. Este país se fía de quienes aprecian las cosas gustosas y de quienes saben olvidarse, como los científicos de la nave rusa, de sus complicados cálculos matemáticos y de su severa disciplina de estudio para soñar en saborear una pizza napolitana.

No hay que olvidar que fueron los romanos los inventores del triclinio, esa especie de butaca-cama para comer, no digo ya de pie, que eso es horroroso e indecoroso, ni siquiera sentados, que es de plebeyos, sino retumbados, casi acostados, como dioses terrenos. ¿No hay quien asegura que la pizza la inventó un dios de paso por la tierra encantada de Nápoles?

Algo se han debido oler los científicos rusos y los italianos están felices de haber podido ofrecerles esa pizza pacifista, porque, como salió de un sondeo hecho en un diario de Londres, los italianos son el pueblo que menos ama la guerra.

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