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Tribuna:El asno de Buridán
Tribuna
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Prometeo 1984

Los hombres estamos acostumbrados, o ya nos vamos acostumbrando poco a poco, a explicar las suertes y las desgracias que se nos echan encima ahuyentando toda sospecha de arbitrariedad azarosa y husmeando causas y culpas y culpables. Quizá de esa forma se exorcice el miedo a la nada, al conocimiento y confirmación del vacío, que siempre es peor y más amargo que cualquier posible amenaza. También pudiera ser que se trataré no más que de una tendencia genética hacia la literatura expresada como ciencia de lo conocido y mera mitología de lo sospechado. Sea como fuere, lo cierto es que rara vez aceptamos el conformarnos con la simple ignorancia y el gesto indiferente y displicente.En uno de los diálogos platónicos, el Protágoras, está plasmado el mito por excelencia -y también la gran clave- que pudo dar hace más de dos mil años una explicación coherente de la existencia del hombre. Un titán, Epimeteo, hijo de Clímene y Jápeto, recibió de los dioses el encargo de dotar a las criaturas terrenales ya en trance de creación de todas aquellas cualidades que debían poseer para su buen gobierno. Epimeteo se afanó en la distribución equitativa de la fuerza, la ligereza, la fecundidad, el abrigo y todo el amplio fardo de las condiciones que permitieran dotar a los animales el sobrevivir. Pero se olvidó de dotar al hombre, y entonces apareció sobre la faz del mundo un animal desnudo, inerme, torpe en la carrera y en la huida, e incapaz de alimentarse sin muy violento esfuerzo en un mundo hostil. Epimeteo había gastado ya todas las facultades disponibles, y fue su hermano Prometeo quien se espantó ante la situación a la que se condenaba al hombre. Quizá Epimeteo fuera indeciso y débil de espíritu, pero es bien cierto que su hermano no hubo de heredar tales entorpecedoras rémoras. Prometeo se deslizó a hurtadillas en el taller de fundición de los dioses Hefesto y Atenea y robó la sabiduría artística, al tiempo que el fuego necesario, para poderla usar y ejercitar. Y así, el hombre se encontró dueño de la imaginación y de la capacidad para las invenciones, y pudo hablar y honrar a los dioses, y usar el fuego en su defensa y provecho.

Pero Protágoras, en su audacia punto menos que heroica, no se atrevió a entrar en la misma Acrópolis y expoliar a Zeus, con lo que al hombre no le correspondió ni una sola brizna de las artes políticas, que eran patrimonio del dios de todos los dioses. Y en consecuencia, las criaturas humanas tuvieron que sobrevivir en un mundo de guerras y de odios e injusticias.

La historia de Prometeo se recuerda asociada al castigo que sufrió por su robo y por su imprudencia. El trágico destino del titán encadenado a la roca y eternamente asediado por el ave rapaz que le desgarra a picotazos un hígado interminable ha sido tema literario de la mayor trascendencia. Nadie guarda memoria, sin embargo, de la chapuza final de los dioses para restituir la paz y la armonía entre los humanos, quizá porque ni los mismos mitos fueron capaces de imponer una historia lejana a la cruel y diaria realidad. El destino del titán es tan terrible como hermoso, y tanto puede interpretarse en clave heroica, como loa de la grandeza y el peligro del desafío a la divinidad, como reducirse a sociologizantes tesis acerca de la preponderancia de la técnica sobre la prudencia y la razón. El artesano final que intenta poner orden en el mundo humano, Hermes, ni siquiera interesa, ya que su historia es un tanto banal y académica; es una historia que quizá no valga para mejor cosa que para uso de maestrillos dados al diagnóstico moral. Sin duda fue un dios práctico, dedicado a tutelar mercaderes y viajeros y dispuesto siempre a echar una mano en los conflictos planteados entre los hombres y los dioses; pero tan utilitarios menesteres tienen muy difícil cabida en las artes dramáticas, en las artes nobles.

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Las moralejas que pueden sacarse del mito de Prometeo son incontables como las arenas de la mar, ya que nada hay tan atrayente como la especulación sobre el destino del ser que cuenta con medios para hacer la guerra e ignora -o desprecia cualquier suerte de freno moral o de habilidad política. De hecho -y tal como se nos enseña hoy el mundo- podría pensarse que la segunda parte de la historia, la del afanoso empeño de Hermes por ordenar las cosas, constituye en realidad una caritativa pincelada, por otra parte incapaz de disimular la evidencia de los males causados por la osadía de Prometeo. Con el paso de los siglos, los hombres han multiplicado con afán las artes técnicas que manipulaba Hefesto, pero no han avanzado gran cosa hacia el talento político de Zeus.

También con el paso de los siglos se ha ido perdiendo la capacidad de conmoverse ante los mitos y de pulir y repasar sus historias. La mitología de hoy no es sino un mísero sucedáneo de la grandiosidad helénica, algo así como el subproducto de los talentos que Hermes quiso regalar al hombre. Los mitos actuales se narran asociándolos a turbios negocios de millones de dólares que van de un club de fútbol a otro, y que agitan las más ínfimas y mágicas pasiones de las ciudades. El esqueleto es parecido, con sus víctimas propiciatorias, sus héroes arrojados y sus villanos capaces de atemorizar a la humanidad; pero hoy los dioses son los ejecutivos capaces de hacer juegos malabares con los sentimientos de los hombre asociados -y amparados- en el amor al club. De otra parte, el águila en acecho y a la caza del resto que pueda quedar de las vísceras no debe sino traducirse en términos del Ministerio de Hacienda, atento siempre a sacar opima tajada. Las masas siguen rugiendo y llorando ante el destino del héroe; pero todo el espectáculo da finalmente la sensación de un spaguetti-western de tercera fila, de un híbrido de mito y chapuza incapaz de asomarse a más ilustre escaparate que la sección deportiva de los diarios. Es, probablemente, un signo más de los tiempos que corren y que padecemos. Y es lástima que Prometeo no hubiera sido un poco más arriesgado.

COPYRIGHT Camilo José Cela1984.

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