Utopía médica y demanda sanitaria
En toda conversación sobre el vidrioso asunto de la sanidad puede darse por seguro el desacuerdo en torno a una serie de tópicos de discusión: medicina privada o medicina pública, planificación estricta o libre elección de médico, régimen salarial o pago por acto médico, medicina humanizada o altamente tecnificada, atención prioritaria a la prevención, a la asistencia primaria o a la medicina hospitalaria, educación sanitaria de la población o fomento de la farmacoadicción, etcétera.Sin embargo, suele subyacer a esas divergencias, con frecuencia enconadas, un curioso acuerdo, informulado o implícito, acerca de algo que, desde la perspectiva y la experiencia de un enfermo vocacional y farmacoadicto convicto, se me antoja altamente problemático: la equiparación entre la salud de los individuos y poblaciones, entendida como algo objetivamente definible, y la satisfacción de la demanda de los usuarios del aparato sanitario. La habitual confusión entre ambas cosas -en mi opinión, bien distintas- se apoya en una larga cadena de prejuicios y evidencias que convendría revisar: se da por supuesto que el único deseo del enfermo y la exclusiva finalidad de la medicina es la eliminación de la enfermedad y el retraso de la muerte; que la supresión de los males fisicos y la obtención de la salud es un objetivo consecuentemente perseguido por las sociedades modernas; que la salud es algo científicamente definible con objetividad, por encima de diferencias culturales y criterios individuales; que es la persecución de ese bien objetivo llamado salud el único y exclusivo motivo de la demanda sanitaria del enfermo; que es salud y sólo salud lo que vende a su usuario el aparato sanitario; etcétera. Se encierra en estos supuestos más de una gruesa paradoja.
Imperialismo médico
Sin entrar en la problemática posibilidad de definir objetivamente la salud, y dando provisionalmente por buenos los criterios imperantes al respecto en la comunidad sanitaria, es ya un lugar común de la sociología médica que los presuntos índices objetivos de la salud pública de un país o colectividad cualquiera dependen de modo directo, en mucha mayor medida que de la eficacia del aparato asistencial, de factores socioeconómicos varios totalmente ajenos al control de las instituciones sanitarias, como el grado de desarrollo, el nivel de renta, la calidad de la vivienda y de los servicios urbanos, el régimen alimenticio, las costumbres, la higiene pública y doméstica, la educación y la información cultural, etcétera. Conscientes de este hecho; los médicos "con conciencia social", que se decía en tiempos, en lugar de concluir, como parecería lógico, que la salud es algo demasiado serio y completo como para dejarlo en las exclusivas manos del gremio sanitario, y propugnar en consecuencia la responsabilización común en el asunto de arquitectos, urbanistas, sociólogos, economistas, educadores y simples ciudadanos, parecen inclinarse más bien por una ampliación del ámbito social de incidencia del aparato sanitario especializado, que sueña con asignar al Ministerio de Sanidad e instituciones dependientes las competencias de todo un Gobierno (ya que el aumento del paro ha incrementado el índice de tuberculosis, ¿no convendría asignar a un médico la cartera de Economía?, contribuyendo así a la conversión de la sociedad en un inmenso hospital de preventivos controlado por una casta profesional de expertos en salud. ¡Más de un platónico anónimo sueña ya con el médico-rey como nueva cabeza rectora de la ciudad idea!
Quizá lo que falle en el razonamiento subyacente a esta abusiva aspiración (la función social del aparato sanitario es lograr la salud pública, la salud pública depende de múltiples factores sociales; luego el personal sanitario debe intervenir sobre esos factores) sea la premisa básica: lafunción que realmente cumplen las. instituciones sanitarias y el gremio médico, ¿es obtener la salud o simplemente satisfacer la demanda de bienes y servicios sanitarios de la población? ¿Qué relación existe entre estos dos últimos factores? Por una parte, el papel del aparato asistencial en el logro de la salud pública parece no ser excesivo en comparación con otros factores, y por otro lado, las estadísticas constatan que en los países desarrollados la elevación del nivel de salud 'objetiva'de la colectividad no disminuye, sino que aumenta la demanda de bienes y servicios médicos, paradójicamente, cuanto más sana está la gente, más acude al médico, más fármacos consume y más visita los hospitales. Esto obliga a pensar que los motivos de la demanda sanitaria (lo que nos lleva al médico y lo que nos lleva a enfermar) son más complejos de lo que parecen y que bajo el concepto de salud se esconden muchos equívocos.
Derecho a enfermar
Cuando se contempla la total insensibilidad y la suicida parálisis de nuestra sociedad ante una de sus primeras causas de mortandad, los accidentes de automóvil (¡de solución tan fácil como utópica!), o la sociogénesis de un buen número de enfermedades actuales por las modernas condiciones de vida e incluso por la práctica médica y la industria farmacéutica, se empieza a sospechar que cada tipo de sociedad y cultura no sólo define y categoriza a su particular modo lo que es sano o enfermo, sino que produce realmente sus propias enfermedades como inevitable acompañamiento de la conquista de su propia y específica modalidad de salud, y que quizá nuestra progresista creencia en que la modernidad ha avanzado una barbaridad en la rectilínea vía hacia la salud objetiva y camina por la buena senda hacia el objeti-
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vo final de la eliminación total de la enfermedad (con la muerte del progresismo ya se muestra más perplejo) no sea sino burda ideología, falsa conciencia: ciertamente, la religión de la salud, la promesa de una vida por fin sana, la blanca ilusión de un paraíso sin enfermos, se parece mucho a una degenerada versión laica de las religiones de salvaci0n (ambigüedad de la palabra salus), y es quizá la única utopía que aún moviliza esfuerzos y esperanzas (piénsese, por ejemplo, en lo muchísimo que por lo general se valora la presuntamente modélica sanidad cubana, en comparación con otras conquistas sociales ausentes, a la hora de contrapesar pros y contras en la balanza del juicio político).
No está muy claro que nuestro aparato sanitario produzca efectivamente salud, pero sí es claro que a su través nuestra sociedad vende promesa de salud, un producto ideológico que se parece mucho a una forma sanitarizada, médicamente envasada y científicamente garantizada, de bienestar y felicidad. Este continuum "salud-bienestar-felicidad" carece de fronteras claras y sobre todo de límite por arriba, como tampoco lo tiene por abajo el continuum contrario y complementario, "enfermedad-malestar-infelicidad". Al situar las expectativas de salus a un nivel utópico que nunca podrá ser satisfecho, se estimula la demanda sanitaria subjetiva, sea cual sea el nivel de salud objetiva alcanzado, al tiempo que se garantiza la frustración del iluso y esperanzado enfermo. La religión progresista de la salud hace imposible la satisfacción de los usuarios del aparato sanitario, que promete lo que no está en su mano lograr.
Pero quizá haya también otro factor importante desde el paradójico crecimiento de la demanda sanitaria en las sociedades más sanas: la inconsciente negativa a renunciar al derecho a enfermar. Como todo bien imaginario, la eliminación total de la enfermedad encierra muchos males reales, pues, al ser la enfermedad la única posibilidad de deserción completa -socialmente reconocida- de todo deber y obligacion (sólo a un enfermo se le exime del servicio militar, de la condéna al trabajo, del débito sexual y hasta de la educación y las buenas maneras), no hay psique medianamente sensible. que no necesite de cuando en cuando hacer enfermar su soma para tomarse unas completas vacaciones en esta perra vida: bajo los males psicosomáticos y a veces imaginarios de tanto enfermo vocacional como hay late una sanísima reacción contra el totalitarismo sanitario de nuestra sociedad.
Se genera en estos casos una radical incomprensión en la relación médico-enfermo: confusa e inconscientemente, el enfermo ha provocado o animado su enfermedad y quiere utilizarla (para protestar, para desertar, para molestar, para sentirse interesante y objeto de atención, etcétera), aspira oscuramente a vivir su enfermedad, a darle un sentido, y eso es algo para lo que no está preparado y que descarta por completo el gremio médico y el aparato sanítario, cuyo único y cerril objetivo es eliminar la enfermedad, curar al enfermo, cerrándose a la oscura y compleja demanda de una relación interhumana en cuyo marco vivir la deserción, la enfermedad y la muerte. Y ya en el colmo de la crueldad, hay filántropos que reclaman que se prive al enfermo del único,sucedáneo de autonomía y libertad de enfermar que aún le queda: la automedicación y el dulce bálsamo de la farmacoadicción.
El aparato sanitario no sólo no puede dar lo que promete, la salud, sino que se niega a ofertar lo que el enfermo demanda, incrementando así más aún una insatisfacción que él mismo promueve.
Más allá de divergentes modelos y políticas sanitarias, tengo la impresión de que en el centro de la crisis actual de la sanidad hay un profundo desconcierto de médicos y -enfermos acerca de los respectivos papeles que efectivamente desempeñan y desean desempeñar: los usuarios del aparato sanitario no saben muy bien qué es lo que acuden a comprar, y los médicos intuyen confusamente que no hay ajuste entre lo que se les demanda, lo que efectívamente venden y la ideología con que encubren un fraude del que son, como los enfermos, a un tiempo beneficiarios y víctimas.
Afortunadamente, el asunto parece tener poco que ver con la salud.
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