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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Ceuta y el banquillo

EL ANUNCIO de que el grupo de concejales socialistas de Ceuta, mayoritarios en su Ayuntamiento, se dispone a presentar una querella contra Pablo Castellano, diputado del PSOE, por sus declaraciones radiofánicas referidas a esa ciudad norteafricana de soberanía española constituye un síntoma de la tendencia de diversos sectores de, nuestra vida pública -en el Gobierno o en la oposición- a recortar la libre expresión de las opiniones políticas mediante el recurso a los procedimientos penales. La contradictoria personalidad del parlamentario cacereño, cuyas usuales sobreactuaciones en la tribuna de oradores o en los medios de comunicación son compatibles con un excelente sentido de la orientación en situaciones que requieren salidas pragmáticas, es demasiado conocida por todos como para admitir que la acción penal de sus compañeros de partido pueda esgrimir en su defensa la más minima justificación razonable.Dentro del ámbito puramente procesal, los concejales socialistas de Ceuta se meterían en un absurdo embrollo si persistieran en su querella. El artículo 71 de la Constitución garantiza a los diputados la inviolabilidad -es decir, la irresponsabilidad penal- por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones, supuesto en el que parecen cuadrar ajustadamente las declaraciones de Pablo Castellano sobre las plazas norteafricanas. Pero, incluso en el inverosímil caso de que se pusiera en duda que el parlamentario socialista actuó en su condición de representante de la soberanía popular, sería preciso, en función de la prerrogativa de la inmunidad que ampara a diputados y senadores, la previa autorización del Congreso para inculparle ante los tribunales. Dada la desahogada mayoría socialista en la Cámara Baja, la pretensión de que los diputados concedieran el suplicatorio para el procesamiento de Pablo Castellano podría llevar, alternativamente, a dos situaciones igualmente malas para el Gobierno. Si los representantes del PSOE votaran a favor de la inculpación de su compañero, abrirían una brecha insalvable dentro del PSOE y causarían un perjuicio irreparable a la imagen de los socialistas. Pero si los diputados no concediesen el suplicatorio pedido por los tribunales, dejarían a sus correligionarios de Ceuta a los pies de los caballos.

El hecho mismo de que a las autoridades locales de Ceuta se les haya pasado por la cabeza la idea de interponer una querella contra Pablo Castellano indica la preocupante inclinación de las personas revestidas de poder a sustituir el debate político por la represión penal y el intercambio de razones y argumentos por la imposición coactiva de sus propios dictados. Pablo Castellano ha expresado opiniones incómodas sobre la actual situación de la población no española en las dos plazas de soberanía. Pero sus afirmaciones de que a los trabajadores marroquíes se les discrimina, no se les paga el salario mínimo y se les mantiene, al margen de la Seguridad Social deben ser desmentidas por informaciones y documentaciones fehacientes, en vez de ser asfixiadas mediante una querella criminal. El diputado socialista también ha sugerido, en términos discretos, una pregunta que, al comienzo de la transición, incluso Manuel Fraga se atrevía a plantear ante la opinión pública. ¿Cuál puede ser el futuro de Ceuta y Melilla y qué formulas cabría arbitrar para proteger a la población española de ambas ciudades ante cualquier alteración de su estatuto de soberanía? Al igual que los laboristas británicos durante el régimen franquista, Pablo Castellano sostiene que el problema de Ceuta y Melilla podría aplazarse, en cualquier caso, hasta que Marruecos gozara de un régimen de libertades. No parece, sin embargo, que la historia avale con ejemplos la buena disposición de los países ocupantes a ceder la soberanía de un territorio reclamado por naciones democráticas (como sucede hoy con el Reino Unido y el Peñón) ni que el derecho internacional justifique el dominio de otros suelos (como hizo el colonialismo) por el atraso político de los regímenes políticos que los reivindican.

Resulta evidente que Ceuta y Melilla no son espacios territoriales en los que una población indígena mayoritaria permanezca sometida a una minoría colonizadora. Se trata en ambos casos de ciudades habitadas predominantemente, y desde hace varios siglos, por españoles. Ahora bien, también resulta indiscutible que Ceuta y Melilla son, a efectos geopolíticos, dos enclaves situados en el ámbito territorial de Marruecos y separados de España por el Estrecho, sin un hábitat rural lo suficientemente extenso como para hacer olvidar su condición exclusivamente urbana y sin parentescos culturales, políticos e idiomáticos con el entorno físico que les rodea y del que viven. El eventual retorno de Gibraltar a la soberanía española, mediante fórmulas que garantizasen su autonomía político-administrativa y los derechos de los habitantes del Peñón de nacionalidad extranjera, podría promover, aunque nos disguste, una simétrica reivindicación del Reino de Marruecos sobre dos ciudades enclavadas en su suelo. Enunciar esa posibilidad no significa en modo alguno desear tal eventualidad sino simplemente preverla. En un sistema de relaciones internacionales regido por la salvaguarda de la paz y la defensa de los derechos humanos, el principio de la territorialidad no puede imponerse sobre los intereses de las poblaciones. Las libertades y los derechos de los españoles de Ceuta y de Melilla deben ser amparados y protegidos frente a cualquier amenaza. Al tiempo, sin embargo, resultaría injusto y egoísta permitir que a nuestros hijos o a nuestros nietos les explotase violentamente en las manos un problema que no va a desaparecer por el hecho de negar verbalmente su existencia.

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