Bienvenido el Diccionario
DESDE HACE 14 años, la Real Academia Española no publicaba ninguna edición de su Diccionario. Lanza ahora una nueva -la vigésima-; puede considerarse como un acontecimiento. El idioma está pasando por una crisis (también) que se puede definir como un conjunto de agresiones a unas viejas estructuras, la mayor parte de las cuales son acciones o reacciones al sistema de sociedad al cual daba forma y pensamiento. Parece, por tanto, muy inteligente la reacción académica al ser bastante más generosa que en épocas anteriores y aceptar que los cambios de sociedad requieren no solamente la aceptación de vocablos que, con mayor rigidez, se hubiesen considerado como espúreos, sino, también nuevas definiciones menos militantes en algunos casos, más atentas en otros a la evolución del sentido que les ha dado el uso popular y hasta el de los escritores cultos. Las 8.000 voces nuevas de la vigésima edición no indican únicamente un enriquecimiento del vocabulario, sino también la apertura de diques a otras palabras estancadas durante decenios por el pudor académico. Algunas quedan, no obstante, estigmatizadas por la anotación de malsonantes para señalar esta última reserva. Algunos millares duermen también en la forma larvada de papeletas, esperando momentos todavía más liberales.Las agresiones que sufre el idioma son mucho más graves de las que pueda reparar la publicación del Diccionario. Hay un empobrecimiento colectivo del vocabulario de uso común que no corresponde a la nueva riqueza académica. Procede de la disminución en la educación, en la cultura y, sobre todo, en la lectura. Muchas veces, los periódicos colaboran a ese empobrecimiento al tratar de apartar vocablos o formas sintácticas más complicadas con la ansiedad de hacerse comprensibles por el mayor número de personas, aunque vaya en detrimento de los matices. Hay una acción inversa en otros diarios que consiste en la acumulación pedante de neologismos o de tecnicismos procedentes de la clase política que busca disimular las realidades mediante el uso del hermetismo. Dentro de estas agresiones está también, paradójicamente, la de los grupos de barriada que repudian el lenguaje del sistema y que inventan su propia germanía; en esta forma hay que advertir la existencia de una cierta gracia inocente que muchos grandes escritores no desdeñan. Otra forma política es la que ejercen los usos regionales que introducen en el castellano, cuando lo usan, la sintaxis y la prosodia de sus lenguas originales, y hasta un uso solamente aproximado en la acepción de los vocablos. Se trata de una situación nueva. Antes, las clases cultas ponían un prurito especial en la pronunciación y en la utilización del castellano, como en la de cualquier otro idioma que utilizasen sin ser el materno; ahora reservan ese cuidado para los idiomas extranjeros, como si fuese de buen tono despreciar las reglas y el sonido del castellano. Una de las agresiones más violentas y más irreprimibles, probablemente la más grave, es la oral por la radio y la televisión, por parte de algunos locutores y presentadores de programa que se consideran a sí mismos profesionales porque tienen una capacidad de comunicación, de simpatía, que no corresponde con la profesionalidad del idioma que manejan. La creación de los programas de radio viva, con toda la importancia -y el equívoco monumental- que supone la incorporación de una supuesta opinión pública, añade malos usos del lenguaje, con la importancia que el intermediario de un medio profesional tiene en la aceptación y el contagio por parte de quien escucha esos malos usos.
Todo esto no lo va a evitar el Diccionario. Pero su nueva permeabilidad demuestra que la Academia, hoy rejuvenecida y tal vez no tanto en la media de edad, sino en la incorporación de mentalidades modernizadoras, tiene una capacidad de renovación en el seguimiento del idioma al margen de su fijación y del eventual esplendor que sea capaz de darle.
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