El Mito de la sociedad posindustrial
Los sobresaltos que nos ha venido dando la economía mundial desde 1968 han conseguido despertar los siempre dispuestos sentimientos humanos de resignación y sublimación. No sólo nos hemos adaptado a la crisis, sino que empezamos a considerarla como un fruto de la fatalidad. Tampoco han tardado en aparecer en el horizonte hipótesis pretendidamente justificadoras y a un tiempo reconfortantes. Por ejemplo, se suele afirmar que el período que atravesamos no es únicamente el resultado merecido por quebrantar las prescripciones económicas sino que también es el camino necesario para aproximamos a un nuevo tipo de sociedad, sobre cuyas características el habitual torrente de ideas no ha conseguido todavía esbozar su auténtico significado.Me resisto a entrar en este juego porque no acabo de estar convencido de que las cosas puedan ser interpretadas mediante un ingenuo rito de iniciación. Hay motivos -que me parecen razonables- para dudar de que los ajustes provocados por el doble ejercicio de la austeridad y la consecución de la competitividad nos vayan a introducir en la abstracta sociedad postindustrial.Hay que advertir, ante todo, que la industria no es un término para sustituir a la antigua artesanía; por industria se designa, más bien, una realidad compleja que incluye la creación de mercados, los procedimientos de financiación y la organización de procesos de producción. En este sentido, su modo de operar ha incorporado en su seno una parte ya apreciable de las llamadas actividades primarias y está haciéndolo a marchas forzadas con las actividades terciarias, o sea, con los servicios.
Sin embargo, en el interior de este complejo industrial que ha conseguido ampliar progresivamente el ámbito de las actividades productivas, conviene destacar aquellas ramas o sectores que aseguran técnicamente la continuidad de su expansión. En primer lugar, habrá que citar la industria de máquinas-herramienta; después habrá que destacar las ramas que proveen de materiales cada vez más remotamente dependientes de los recursos naturales (como la química o la biotecnología) o aquéllas que proporcionan fuentes de energía o acaso de mejor aplicación de la fuerza de trabajo (como las comunicaciones).
Evidentemente, cuando nos ha llamos ante transformaciones técnicas que hacen prever aumentos en la productividad del trabajo, una primera y legítima reacción consiste en pronosticar cambios sustanciales de la vida social y como hizo primeramente Ricardo- prometérnoslas muy felices sobre cuanto nos depara el futuro. Pero ello no debería ser una excusa para analizar si lo que ahora ocurre representa algo enteramente nuevo o bien ha ocurrido ya -aunque, claro está, no de la misma manera, por pura tras posición mecánica- en la, en definitiva, breve historia de la economía moderna. Omitir este paso podría hacernos culpables de no haber sabido aprovechar una ocasión interesante para plantearnos cuestiones decisivas para el futuro de nuestras sociedades. Experiencias históricas como la introducción de la electricidad o el desarrollo de la química moderna ponen de manifiesto transformaciones parecidas ocurridas tanto en la sustitución de antiguas industrias -de máquinas-herramienta y de materiales- como en la aplicación de los nuevos outputs eléctricos y químicos al resto de las actividades económicas. Intentar, sin más, alcanzar los frutos de dicha tecnología sin cuestionar si se dispone de los instrumentos adecuados podría tener un coste futuro elevado: si algo se discute a la economía de mercado es precisamente su aptitud para disponer de las herramienta adecuadas en el presente para tomar decisiones que afectan el futuro, especialmente en momentos de incertidumbre. Por otra parte, hay que prevenir sobre la opción de lanzarse rápidamente en brazos de tales transformaciones sin atender a nuestra actual realidad industrial y a las exigencias de su conservación. La expansión económica que se realice al final de la crisis -de imprevisible duración- o durante las fases al alza del movimiento cíclico que también se da durante las crisis, pondrá de relieve que los nuevos empleos no procederán tanto de la participación en las industrias de nueva tecnología, como de la nnovación del proceso que resulte de la aplicación de los nuevos productos a ramas industriales tradicionales.Hechos acaecidos en Estados Unidos, por ejemplo, permiten asegurarlo: desde la década pasa da, la creación allí de puestos de trabajo es imputable sólo en un 3% a ramas de tecnología nueva; el resto proceden del sector de bienes de consumo y de la reintroducción en Norteamérica de actividades que antes se habían efectuado fuera. Asismismo conviene recordar que la tecnología más sofisticada no implica una mayor utilización de trabajo cualificado, y el trabajo no cualificado es abundante en muchos países a bajo precio.
También puede afirmarse que dicha incorporación va a permitir aumentos de productividad del trabajo que dejarán a un lado los ingenuos mecanismos de disminución de costes mediante políticas de racionalización de producción.
Lógica del desarrollo
Será aconsejable contemplar las transformaciones industriales que se están efectuando en el interior de las economías industrializadas como una fase de su desarrollo lógico. Es preciso prestar atención a algunos de los elementos de este desarrollo, especialmente a aquéllos que conciernen al mercado y a la financiación: la acumulación de capital en actividades productivas se mueve en paralelo a la demarcación que impone el tamaño del mercado. De otra parte, en la actualidad esta acumulación de capital procede por vía del crédito. No es sorprendente, por tanto, que las perturbaciones duraderas de este proceso de formación de capital aparecen íntimamente conectadas con problemas de mercado -y por tanto, de demanda- y con problemas que afectan el comportamiento de las variables monetarias y financieras. Estudios recientes han aportado evidencia suficiente sobre lo acaecido en las economías occidentales a finales de los sesenta.
La relación entre inversión no residencial en capital fijo y producto neto en valores constantes comenzó a aumentar en Norteamérica en los sesenta y se aceleró este aumento en la segunda mitad de aquella década. No es díficil concluir en torno a los efectos de dicho fenómeno sobre la relativa estrechez del mercado y sobre el tipo de beneficio, aún con independencia de la creciente participación de los salarios en la renta, cosa que por lo demás ocurrió en la mayor parte de las economías industriales en los últimos años- sesenta. Tampoco es arriesgado deducir de ahí el aumento de la competencia, la introducción de nueva tecnología y una serie de transformaciones industriales.
De entre estas últimas, debemos citar algunas. Ciertas ramas industriales han sido reemplazadas; particularmente, como es natural, se renuevan aquellas ramas que antes se han citado caracterizándolas como constitutivas del propio núcleo de la actividad industrial (máquinas-herramienta; energía; nuevos materiales; nuevos productos que inciden sobre la organización y comunicación de la actividad humana). La acrecida competitividad estimula la oligopolización de la economía, haciendo de la transnacionalización de la producción un fenómeno irreversible y dominante. También, en fin, la relativa desaceleración de la productividad en los países industriales busca formas de compensación del posible aumento de coste unitario del trabajo en el desarrollo de la industria en regiones donde es posible disponer de mano de obra a bajo precio.
No se trata de ser exhaustivos; sin embargo, esta relación invita a considerar estos fenómenos como algo interno al actual desarrollo económico, condicionado a su vez por las propias características de la inversión en una economía de mercado. También la difusión de políticas conocidas como de austeridad y de rigor aparece más como el resultado ideológico de la creencia en la fatalidad y permanencia de las crisis que como un instrumento eficaz para salirse de ella.
Junto a estos hechos que atañen a la industria, los últimos años de la década de los sesenta muestran que en las economías occidentales aumentó la propensión al ahorro de las familias. Su colocación se ha convertido desde entonces en un tema de gran interés para la economía. El paralelo desarrollo de los bancos de alcance internacional y de los excedentes comerciales derivados de la exportación del petróleo durante los setenta han acentuado la importancia de los fenómenos financieros proyectados a través de una gran variedad de activos.
Este medio también se ha visto afectado por las actuales perturbaciones, afectado de una coloración propia los consiguientes acontecimientos del período. Así, por ejemplo, la grave situación por la que atraviesan los países industriales ha hecho dificil la solución del consiguiente endeudamiento exterior de ciertos países. Asimismo, la incertidumbre ante el futuro ha incidido muy especialmente en el delicado mundo de los movimientos financieros, aportando nuevos elementos al comportamiento internacional de las variables monetarias, más allá de los problemas de financiación del sector público americano.
En el mundo de la política financiera se vuelve a aconsejar la práctica de "virtudes sociales" hace tiempo olvidadas. Se acude a ellas para combatir la inflación, primer peligro que amenaza la rentabilidad de ciertos activos: es lo que un economista ha denominado recientemente "the return of the Bourbons".
Nuestras sociedades están constituidas por diversos elementos; el análisis de cada uno de ellos no nos autoriza a descuidar el conjunto y la inevitable coherencia que este conjunto impone. Por tanto, no se pueden tomar algunos de estos elementos -la tecnología, la inversión, las relaciones humanas, etcétera-, despreciando el resto; el riesgo que nos acecha es el de proceder al análisis de la realidad a través de fantasías, acaso de gran calidad.
En lo que llevamos de siglo, en los países industriales el número total de horas trabajadas por una persona durante su existencia se ha reducido a la mitad: así se manifiesta una tendencia propia de la actual etapa de formación de capital. Esta tendencia discurre a través de los cambios técnicos que incorpora dicha formación. Las transformaciones industria les acaecidas durante un período de crisis enfatizan la introducción de dichos cambios. Sería dificil -pero no recomendable- con fundir el menor uso relativo de trabajo -y por tanto el desempleo- producido durante dicho período por tal circunstancia con aquel que es consecuencia del es tancamiento general de la econo mía en la crisis, ya sea a causa de la debilidad de la demanda como de la consiguiente ralentización de la productividad. Estas observaciones tienen el propósito de moderar el alborozo de que algunos participan ante la inminente llegada de la sociedad llamada postindustrial y de la civilización del ocio. Sin embargo, me atrevo a complementarlas con una consideración final.
En la introducción de nueva tecnología juega un.papel decisivo la inversión. La incertidumbre que aguarda en la actualidad a los resultados de dicha inversión en contraste con la certeza de su dificil financiación, debería ser un motivo para reflexiones serenas, donde el necesario rigor debería extenderse al tratamiento de la naturaleza de esta inversión, particularmente su desasimiento del ahorro previo.
Se tiene que garantizar además la difusión sobre toda la población de las ventajas conseguidas con la reducción de la fuerza de trabajo a emplear en el proceso de producción. Se hace dificil imaginar que un tal mecanismo de transferencia pueda funcionar totalmente al margen del sector público. No hay que olvidar con ofuscación que las organizaciones políticas ofrecen una posibüidad de organizar racionalmente lavida social y no sería correcto renunciar a ellas mediante simplificaciones triviales o dogmáticas. Además tampoco se debe ignorar que la masa de estas ventajas ha de bastar para hacer frente a las necesidades de toda una población. La cantidad de recursos necesarios para atenderlas son más dificiles de -conseguir si se confia únicamente en los aumentos de productividad conseguidos por la sustitución de trabajo sin contar con los incrementos de producción que podrían alcanzarse con la propia expansión de la producción. La renuncia a esta exigencia abriría serios interrogantes sobre la fundamentación racional de nuestras sociedades.
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