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ÓPERA

Ponelle presenta en Londres una 'Aida' para tiempos de crisis

No cabe duda de que Jean Pierre Ponelle, el director escénico de ópera elevado a mito de estos últimos tiempos gracias al renacimiento de la ópera de París y, sobre todo, a la magia de los festivales de Salzburgo, abordó la nueva producción de Aida que le encargó el Covent Garden con un objetivo encomiable: rescatar el drama de Verdi del concepto de espectáculo turístico-circense que la Arena de Verona, las Termas de Caracalla y otros teatros al aire libre propagan con dudoso gusto y escasa musicalidad durante el verano italiano.En París se acaba de montar el no va más en esa línea iniciada desde que esta ópera se estrenó en El Cairo, el año 1872, y no con motivo de la inauguración del canal de Suez, aunque la leyenda lo dice. La nueva Aida francesa parece ser, en efecto, un gran show supertecnificado con el que no hubiera soñado ni el propio Cecil B. de Mille. Y ha tenido éxito. En cambio, durante este mismo mes de junio, la producción de Ponelle ha fracasado en Londres -ante la crítica y el público- y ello a pesar del indudable atractivo que ofrece el Radamés de Luciano Pavarotti, el único tenor con morbo (morbidezza, dicen los italianos) entre los grandes divos actuales.

Las dificultades del empeño de Ponelle son patentes desde el comienzo de su espectáculo, cuando presenta a los protagonistas de la obra, a medida que descienden por escaleras semi-circulares, mientras la orquesta ataca el preludio del acto primero. ¿Tiene el conflicto de la esclava etíope, hija de reyes y enamorada de un capitán egipcio que a su vez es amado por otra hija de faraones, suficiente entidad propia para ser tratado como drama estricto? Es un hecho que el esquema argumental de Aida constituye un tópico literario retomado por muchos operistas italianos del XIX, como Vicenzo Bellini en Norma, e incluso por el propio Verdi en otras de sus óperas, con escasas variantes. Sigue, sin embargo, abierta la cuestión de cuáles son sus posibilidades dramáticas teatrales, porque el montaje de Ponelle adolece de otros defectos marcados.

No se le puede acusar al francés de falta de rigor en su trabajo. La música apasionada de Verdi no consigue romper la continuidad de un escenario perfectamente estático y adecuado, por ello, a la enorme anatomía del gran Pavarotti. La célebre marcha triunfal no se representa en esta nueva producción del Covent Garden, donde tampoco se bailan los ballets del primero y el segundo acto. En su lugar, Ponelle ha ideado unos recursos teatrales que fueron abucheados por el público: dos cuartetos de clarines, orientados hacia la sala y apostados entre dos telones transparentes, interpretan la música del desfile. En cuanto a los bailarines, han sido sustituidos por niños orientales que ejecutan algunas tablas gimnásticas de colegio.

Toda la ópera se desarrolla en torno al único decorado de una gran esfinge poco ortodoxa en su estilo, que, con algunos añadidos manuales, ampliaciones mecánicas o recortes, sirve lo mismo para representar las habitaciones de Amneris, la tumba fatal o el templo junto al Nilo. Es normal que los directores de. escena se amolden a las dificultades económicas que los grandes teatros de ópera conocen en estos tiempos de crisis. Tal vez de ello se trate en este caso, y es posible incluso que el Covent Garden retoque algo en el futuro la nueva Aida de Ponelle, si los fondos lo permiten. Porque en esta versión primera, cuando la acción culmina en el segundo acto, tras el desfile imaginario, gracias al espléndido vestuario diseñado por Pet Halmen, lo único que ocurre es que las luces se van apagando, como si se tratara de ocultar al público que en el escenario nada cambia, a lo largo del tercero y del cuarto acto.

Resultado tedioso

El resultado es sorprendentemente tedioso. La única virtud de la producción de Ponelle podría haber sido concentrar en la música la atención del espectador. Pero tampoco bajo ese punto de vista la representación del Covent Garden ofrece atractivos destacables. Zubin Mehta ha dirigido la orquesta como si tuviera prisa por pasar a un compás antes de concluir el precedente. La tendencia es tan conocida en él, como la prisa con la que cambian los platos en muchos restaurantes indios.Ni Piero Cappuccilli ni Eugeni Nasterenko, anunciados en los programas originales, comparecieron a esta cita con el Covent Garden. El sueco Ingvar Wixell (Amonasro) y el bajo -soviético como Nasterenko- Paata Burchuladze (Ramfis), sustitutos de los anteriores, dieron niveles más bien modestos.

Lo mismo puede decirse de la mezzosoprano polaca Stefania Toczyska (Amneris) que parecía que cantaba hasta que, en el acto cuarto, le tocó cantar en serio. Pavarotti (Radamés) dio prueba de su calidad indiscutible, aunque, debido a las circunstancias, sin el brillo que tuvo su actuación de Viena, con esta misma ópera, hace dos meses. Le dio mala réplica Katia Ricciarelli, que empezó mal como Aída y hubo de retirarse, pretextando enfermedad, de la última representación del pasado 26 de junio. Fue sustituida por Rosalind Plowright, que no hizo gran cosa por enmendar los entuertos ya cometidos por la titular del reparto. En tales condiciones, puede decirse que el fracaso de Jean Pierre Ponelle como productor estaba garantizado.

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