La otra cara de la Luna
En política, como en todo, es de sabios cambiar de opinión o rectificar cuando la realidad impone inexorablemente sus condicionantes. Que el PSOE, desde la oposición, no calculó los límites que el poder, o su ejercicio, tiene para un Gobierno democrático, está fuera de toda duda razonable. Y se explica, dado el calvario de marginalidad (por decirlo con una palabra suave) de la izquierda española y el voluntarismo juvenil, en el mejor de los sentidos, de sus principales intérpretes. Los socialistas glorificaron el poder, entre otras cosas, a base de denunciar el mal uso que de él hacía la derecha. Pero no estudiaron a fondo sus límites ni sus carencias. Creyeron, en definitiva, que se podían hacer desde él demasiadas cosas. Salir de la OTAN impunemente y crear 800.000 puestos de trabajo, por ejemplo. Las cosas están resultando, sin embargo, de manera diferente. Y no por mala voluntad ni por incompetencia, sino pura y simplemente porque los cálculos que se hicieron no tuvieron suficientemente en cuenta que desde el Gobierno no se pueden hacer milagros y que el voluntarismo tropieza siempre con una realidad tanto más inexpugnable cuanto menos se ha contribuido a conformarla. Y España y los españoles llevamos siglos a nuestra espalda en los que ha sido la derecha (la fáctica y la política) quien ha partido, por un lado, el bacalao, y por otro, ha configurado el modelo de sociedad en que vivimos. Con eso no se contó, o al menos no en grado suficiente. Y ahora nos encontramos con que el PSOE se ve obligado a renunciar a su horizonte utópico por imperativos de todos conocidos. Desde la crisis económica -que, desde luego, la izquierda no precipitó- a esa entrada de hoz y coz en la OTAN, no sé si precipitada, pero, en cualquier caso, ajena a los deseos de la mayoría del pueblo español, que ahora resulta imposible enmendar.No es malo que los políticos democráticos rectifiquen. Se diría más bien todo lo contrario. Con una condición: que sepan que lo están haciendo y que no tengan miedo ni reservas en explicárselo al electorado. O sea, no escudarse en las razones de Estado para no plantar cara a la sociedad. Todavía es pronto para saber si ésa va a ser la actitud socialista, porque el referéndum se va a celebrar, y antes de él se nos tendrá que contar esa cara de la Luna que ahora, probablemente por razones explicablemente tácticas, se nos oculta. Hasta entonces, lo que está planeando sobre una parte de los más de 10 millones de votantes del PSOE en noviembre de 1982 es que las dos grandes promesas electorales de la campaña están resultando un fiasco. Y no es así exactamente. Pero es una especie que empieza a cundir, atizada por la demagogia y por la frustración que impone la profundidad de una crisis económica que algunos, como las centrales sindicales y grandes sectores financieros, parece que se niegan a asumir en todas sus consecuencias. Allá cada uno con su responsabilidad. Pero como también cada palo ha de aguantar su vela, hay que reconocer que la asunción por parte del Gobierno de lo que aparece ante la opinión pública como incumplimiento no está resultando excesiva. Y sobre todo, no se está actuando con la humildad que requeriría saber que "si donde dije digo, puedo decir diego", tengo que ofrecer otras contrapartidas que de alguna manera contrarresten la desaparición de ese horizonte utópico de que hablábamos. Para entendernos, y aun a riesgo de repetir aquello de que el PSOE tiene más Estado que sociedad en la cabeza, los hechos demuestran que los socialistas han confundido en buena parte las reformas con el reglamentismo, no han abordado el cambio en aspectos muy importantes que afectan a la cotidianeidad de los ciudadanos y, en general, parecen haber abandonado a sus propios impulsos, en vez de reconducirlos, a estamentos sociales que se deslizan hacia un populismo caldo de cultivo de la insolidaridad y el reaccionarismo. Los ejemplos podrían multiplicarse, desde la calidad y nivel de información de los servicios públicos a la para muchos inconcebible, dada la tradición histórica socialista, dejación de cualquier tipo de pedagogía de la libertad, que este país, dado su reciente pasado, necesitaba como el agua después de la sequía. Efectivamente, no parece que la vida del ciudadano medio, que paga impuestos como en cualquier otro país europeo, se haya visto especialmente afectada por el cambio. Casi todo sigue como y donde estaba y con los mismos hábitos de relación entre, por llamarlo de alguna manera, la estructura y la ciudadanía. Se entiende que los problemas del Estado son ingentes, y que eso está absorbiendo todas las energías de unos gobernantes abrumados bajo el peso de la responsabilidad y por aquellas cosas que se ven desde allí y que el hombre de la calle no percibe. Ésa es, sin duda, la cara oculta de la Luna. Pero hay otra que se ve, y ahí parece que no se quiere llegar por falta de imaginación, cansancio y un cierto halo de soberbia adquirida por lo que algunos denominan mal de las alturas. Es absurda y, a mi entender, falsa la polémica sobre las restricciones a la libertad desde que están en el poder los socialistas. No es ése el problema. El problema está en que éstos no han sabido, ni siquiera como compensación, crear un habitat político y ciudadano que reflejase el cambio en la cotidianeidad. Ésa es la otra cara de la Luna, que, a decir verdad, parece bastante abandonada. Lo que no deja de ser grave, incluso políticamente, si lo que se pretende es no sólo gobernar, sino también transformar esa realidad a la que no llegan las reformas jurídicas ni las razones de Estado.
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