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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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Los nuevos comportamientos del 'Homo electronicus'

La preocupación obsesiva por la psicología del trabajo está siendo desplazada hoy con urgencia por la psicología del ocio, convertido en el nuevo espacio conflictivo y problemático de la sociedad posindustrial, por obra y gracia del desarrollo del automatismo y de la informática. Los sindicatos europeos han iniciado ya con energía la batalla de la semana laboral de 35 horas, mientras la cifra de desempleo en Europa se cronifica en torno al 10%. (casi el doble en España) y se adelanta en todos los países la edad de jubilación. Esta extensión irreversible del tiempo libre otorga un nuevo protagonismo económico e ideológico a las industrias culturales y a las empresas del sector del ocio, sobre todo a las ligadas a la electrónica y a la comunicación audiovisual, hasta el punto que esta modalidad ha dejado de ser una más en la comunicación social (junto al libro o al concierto), para convertirse en el espacio central y hegemónico de la tecnocultura contemporánea.La antropotrónica, o antropología del nuevo Horno electronicus, nace consciente de los peligros que entrañan tanto la tecnolatría celebrativa como la tecnofobia catastrofista. Las ventajas generalmente admitidas que aportan las nuevas tecnologías de comunicación (cablevisión, satélites, vídeo, computadoras) son la descentralización de los espacios de decisión cultural y de emisión, la diversificación de los mensajes, la interacción o feed-back entre usuario y emisor, y la autoprogramación soberana del usuario en su terminal. Estas virtudes convierten especialmente al televisor doméstico en un terminal versátil y polifuncional, célula activa de la sociedad telemática.

Pero además de estas ventajas generalmente reconocidas aparecen aspectos polémicos que aportan la vertiente problemática de las nuevas tecnologías de comunicación, y que aquí examinaremos.

Desde la introducción de la imprenta por Gutenberg, todas las tecnologías de comunicación social subsiguientes han nacido con vocación de producir o difundir mensajes orientados especialmente al consumo privado y domiciliario, como el gramófono, la radio y la televisión. Las dos excepciones clamorosas las constituyeron dos medios icónicos: el cartel y el cine; el primero, como potenciación litográfica de una tradición informativa y publicitaria ya existente en los espacios públicos; el segundo, como un nuevo estadio tecnológico del espectáculo teatral y circense.

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La contradicción entre público y privado

Esta escisión permite hablar de un ocio tradicional, el ocio agorafílico en aspectos compartidos, como los del estadio, del teatro y del circo, definido por la masificación y ritualidad tribal, contrapuesto hoy al ocio claustrofóbico en torno a aparatos electrodomésticos, convertidos en nuevos fetiches tecnológicos, en el seno de un hogar-bunker que aspira a la autosuficiencia. En esta dicotomización han desempeñado un papel esencial las motivaciones económicas. Los últimos avances tecnológicos tienden a incorporar los mensajes- tradicionales de uso (filme, programa televisivo y radiofónico) al estatuto de mensajes de propiedad (super 8, videocasete, cinta magnetofónica), haciendo acceder la información audiovisual al estatuto de propiedad privada de sus soportes, como ya ocurría con el periódico, el libro y el disco.

La privacidad en el consumo cultural, potenciada por la autoprogramación en el hardware doméstico, aparece hoy como la máxima forma de libertad: en mi hábitat yo elijo libremente mis programas. A esta ventaja hay que añadir los usos sociales y profesionales del televisor interactivo: la videoconferencia del abogado, la telecompra del ama de casa o la teleescuela del niño. La primera consecuencia del ocio privatizado es la de extremar el biosedentarismo ciudadano, en una época ya castigada por la plaga del automóvil. Jamás el hombre viajó tanto, gracias a sus ojos e inmóvil desde una butaca, como con la conjunción del automóvil y del televisor. Este exceso patógeno de sedentarismo en la sociedad, actual, castigada también por las dietas altas en calorías, obliga a los ciudadanos a ocupar una parte de su horario de ocio en actividades físicas enérgicas e improductivas -footing, jogging, ginmasio, golf, etcétera- para llevar a cabo aquel ejercicio que en otras épocas se efectuaba funcionalmente al desempeñar tareas económicas productivas.

El ocio privatizado está asociado a una concepción del hogar autárquico entendido, en expresión de Dichter, como la cueva aterciopelada, espacio familiar narcisista en el que el ama de casa detenta el poder hegemónico, aunque auxiliada por aparatos electrodomésticos que tienen connotaciones masculinas, como sustitutos para los trabajos físicos pesados. Este ocio claustrofóbico ha sido acusado de generar una compartimentación o aislamiento interpersonal o social que afecta también a la experimentación sensorial directa del mundo físico, a la socialización del niño en edad escolar y a la sexualidad de los adultos. También se ha dicho que esta compartimentación social favorece el individualismo, la insolidaridad y la sumisión al poder central, como fermento de mayorías silenciosas.

Ante tantas críticas apocalípticas se han alzado voces autorizadas en defensa del ocio privatizado, arguyendo:

1. Este modelo ayuda a mantener y consolidar la unidad y la intercomunicación familiar en una sociedad altamente centrífuga y disgregadora.

2. Permite gozar de espectáculos o recibir información externa en las condiciones de máxima comodidad hogareña.

3. Protege de la insegura, caótica o ruidosa vida urbana exterior.

4. Supone una economía de tiempo y de dinero en términos de desplazamientos, parkings, colas, tickets de entrada en espectáculos, etcétera.

5. A través del terminal televisivo doméstico se puede obtener muchísima más información y participar en muchas más experiencias comunicativas que las que serían posibles mediante la movilidad física de los sujetos.

En resumen, el ocio privatizado y el ocio comunitario o tribal cumplen funciones y satisfacen gratificaciones diferentes y complementarias. El primero privilegia la necesidad de reposo y de tranquilidad hogareña, mientras el segundo prima la necesidad de socialización activa y de relación interpersonal. Y ambos son probablemente necesarios e irrenunciables.

Es difícil imaginar que la expansión de las nuevas tecnologías llegue a provocar una extinción del ocio en espacios comunitarios, aunque las salas de teatro tengan ya que sobrevivir mediante subvenciones y las salas de cine se estén quedando con un público formado por los más desfavorecidos económicamente: los jóvenes y los públicos populares que no poseen magnetoscopios. Mientras el ocio privatizado y claustrofílico prima valores como territorialidad, protección, seguridad, refugio, recogimiento e introversión (reveladores de un síndrome narcisista, en diagnóstico de muchos sociólogos), la ritualidad tribal del ocio agorafílico en el estadio, el circo, el teatro, el cine, la sala de conciertos, la discoteca, el bar o la playa prima valores tales como la fiesta, la comunidad, la aventura, la extraversión, la interacción personal, las nuevas relaciones, la emulación, la fuga de la soledad y la liturgia coral. Puede señalarse también que uno de los elementos esenciales del ocio participativo en espacios comunitarios es el de la gratificación o premio a un pequeño esfuerzo personal (salir a la calle, desplazarse, hacer cola, etcétera), obtenidos por un tipo de oferta cultural que se diferencia en algún aspecto de la que es posible obtener en el domicilio.

Desigualdad informativa

Los sociólogos concuerdan en que la sociedad posindustrial tiende a la "ausencia de ceremonia", en parte como consecuencia del fomento del ocio privatizado y domiciliario ya señalado. Pero esta ausencia es también muy visible en Estados Unidos, por ejemplo, en el ciudadano autoabasteciéndose sin intermediarios en el supermercado, en el drive-in, o en el servicio bancario a bordo de un coche, o ante una caja fuerte automatizada. En el modelo llamado gráficamente self-service, el empleado ha desaparecido o ha sido sustituido por un robot, y el consumidor aparece con frecuencia protegido anónimamente en el seudohogar del automóvil, pues el automóvil es una extensión del propio hogar.

Se puede sentir nostalgia por el cajero del banco, el acomodador del cine o el botones, como elementos de una liturgia social que la mecanización y la espiral de salarios han hecho desaparecer. La despersonalización de las relaciones sociales intenta ser corregida, entonces, con técnicas y simulacros que persiguen, como dice Baudrillard, "la lubrificación de las relaciones sociales mediante la sonrisa institucional". Y entonces comparecen las simpáticas azafatas, los public relations, las etiquetas en la solapa que identifican el nombre propio del empleado, o esos spots publicitarios norteamericanos en los que la mode

lo comienza diciendo: "¡Hola, me llamo Mary!".

Se ha escrito que los costes de las nuevas tecnologías de comunicación o de sus servicios se traducirán en un desigual reparto social de sus beneficios culturales y, en suma, añadirán a la riqueza de los ricos su opulencia comunicativa y penalizarán a los pobres con el agravio de su indigencia informativa. Este deseqúilibrio es tanto más grave cuando hoy está claro que el poder comunicacional e informativo es una forma de poder político y social.

Además de esta estratificación del poder social, la autoprogramación muy selectiva de los usuarios producirá un reforzamiento de la estratificación cultural y estética, ya que las elites culturales se autoprogramarán con criterios exquisitos y las masas se autoprogramarán de modo que se consoliden las barreras, o el abismo, entre la alta cultura y la subcultura plebeya, definitivamente escindidas por la auto selectividad de las nuevas tecnologías.

A estos argumentos se responde que tanto la desigualdad informativa derivada de las desigualdades económicas, como la perpetuación de la estratificación cultural debida a la autoprogramación, han sido fenómenos presentes desde los orígenes de la comunicación de masas. Los ricos han podido siempre comprar más libros, revistas y discos que los pobres, y unos y otros han seleccionado sus opciones culturales en sintonía con sus gustos previos y con sus niveles educacionales.

Por lo que atañe a la estratificación cultural del gusto, hay que recordar que la riqueza cultural está basada en la diversificación de la oferta y, por consiguienté:

1. Negar el derecho de cada público a elegir libremente los programas que desee significa defender una forma de censura, el monolitismo o el despotismo cultural dirigista.

2. La diversidad de la oferta significa un amplio espectro que vaya desde la ópera culta hasta el vodevil escabroso, y que todas sus opciones puedan ser elegidas libremente. Y en diferentes circunstancias de la vida y de la jornada puede aparecer más deseable o funcional una opción que otra. Es relativamente normal, por ejemplo, que tras la fatiga de una jornada laboral intensa se prefiera un programa de entretenimiento ligero o frívolo. Esto les ocurre incluso a los intelectuales más serios.

3. No hay géneros culturales mayores y menores. En cualquier género, desde la ópera a la comedia, y desde la conferencia al melodrama, cabe lo excelente y lo ínfimo.

De todos modos, es cierto que la comunicación social oscila entre los mensajes de gran circulacion masiva, y generalmente poco exigentes, que estandarizan el gusto con fórmulas estereotipadas y cimentan el imaginario colectivo, y los mensajes especializados y diversificadores para segmentos de público minoritario. Esto ha sido así y seguirá siendo así con las nuevas tecnologías.

El imaginario colectivo

La autoprogramación muy selectiva y personalizada de los usuarios ha alimentado el temor a una fragmentación excesiva de la audiencia, convertida en audiencia-mosaico, cuya atomización erosione o destruya la cohesión psicológica e ideológica del imaginario colectivo, conjunto de valores, opiniones, mitos y fabulaciones compartidos y que dan coherencia al tejido social y otorgan conciencia de comunidad cultural.

La erosión del imaginario colectivo operada por la diversificación o la autoprogramación extremas, y que beneficia económicamente a las empresas productoras de software, es en parte reparada por la omnipresencia de los mismos eslóganes, valores e imaginería de la publicidad comercial, así como por la ubicuidad de sus emblemas y circuitos de consumo (supermercados, cadenas de establecimientos, etcétera). Como escribe el publicista David Victoroff, "sobre las ruinas de sistemas de valores y de símbolos característicos de subgrupos particulares, la publicidad, a través de las imágenes de marca, tiende a erigir nuevos valores simbólicos, comunes a la totalidad del grupo social".

A pesar de esta soldadura netamente consumista del tejido social, exaltada por Victoroff, acusar a la selectividad y a la diversificación programadora de destruir el imaginario colectivo resulta cuestionable por:

1. Los imaginarios colectivos de los intelectuales, de los comerciantes, de los obreros, de los campesinos, de los inmigrantes, de los niños, etcétera, tienen ya muy pocos puntos en común.

2. Un imaginario colectivo alienador, perpetuador de prejuicios o intelectualmente degradante no merece ser preservado, y aniquilarlo es un progreso sociocultural.

3. Durante décadas, la sociología crítica ha acusado a los medios de comunicación de masas de homogeneizar ideológicamente a la sociedad, cohesionando sus clases, enmascarando sus diferencias de intereses y favoreciendo así la dominación social de las minorías privilegiadas. La destrucción de este imaginario homogeneizador ha de ser, por tanto, positiva.

4. Al monolitismo de un único imaginario hay que oponer la riqueza de la diversificación, que es hoy mucho más amplia que en épocas pasadas.

El control de los canales

Es notable observar cómo mientras ciertas tecnologías contemporáneas, impulsadas por el consumismo del negocio electro-doméstico, han conseguido abaratar y democratizar la producción y la fruición de mensajes, sobre todo en el ámbito audiovisual (super 8, televisor, vídeo, etcétera), simultáneamente, el proceso de concentracion oligopolista o monopolista sobre los canales de difusión ha desplazado el control censor desde la fase de producción -antaño tíscalizada severamente- a la difusión, impidiendo el acceso de estos mensajes extraindustriales a los grandes canales sociales del mercado audiovisual. En líneas generales, puede afirmarse que al abaratamiento de las tecnologías de elaboración y de reproducción doméstica de mensajes, provocada por las apetencias lucrativas en, un sector muy consumista de la industria, ha correspondido un endurecimiento correlativo en el control oligopolístico de los canales de difusión masiva.

Pero si es cierto que la gran batalla de la democracia comunicacional se ha de librar hoy en el ámbito de los canales de difusión, y no tanto en el del hardware de producción o de reproducción, hay que tener presente que una liberalización indiscriminada de los canales, además de tropezar con límites estrictamente físicos, puede producir crisis de sobreoferta cultural. Los inconvenientes de la sobreoferta de mensajes son obvios: por una parte, producen una fragmentación excesiva de la audiencia, que perjudica al comunicador modesto y favorece la supervivencia empresarial de las grandes concentraciones oligopolísticas, según el principio que asegura que "el pez grande se come al chico", como ha ocurrido con las televisiones comerciales en Italia; por otra parte, tiende a desorientar a la audiencia ante la avalancha informativa, creando un desconocimiento real de la oferta, en razón de su inabarcable tamaño.

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