¡A destaparse toca!
Al gozoso bando preveraniego del alcalde madrileño siguió un contrabando voraz de carnes, pellejos y mollejas ciudadanas
Un gringo de esos grandes, con macuto y la zapatilla olímpica que ya huele a antorcha, sudaba copiosamente en la plaza de Cibeles. Era el primer día caluroso de verano luego de una primavera muy loca. El sol, "el recio sol de Castilla que más quebranta que alivia" pegaba fuerte. Y lo que tenía que pasar pasó: en un arrebato anfibio de hipopótamo africano, aquel gringo se metió a culo pajarero en la monumental balsa y se puso a chapotear sonoramente. Parecía un intocable en el Ganges. Parte viva de la escultura pública. Sin duda se sentía feliz.Entre tanto, el guardia municipal se ahogaba prestando servicio entre nubes de monóxido de carbono sin ver más allá de sus irritadas narices. Lo cual benefició al chorreante turista, quien, subiéndose los pantalones, volvió al secano asfáltico.
Según dice la portavoz de la policía municipal, estas situaciones no son demasiado frecuentes. Pero al que pilla la autoridad practicando el bautismo, le impone el sacramento de la penitencia: "Las cataratas de la fuente de Colón y el agua de la taza de Neptuno", añade la portavoz, "son lugares preferidos por los extranjeros, y sobre todo por americanos e ingleses, cocidos de alcohol y sol". A éstos se les lleva, por escándalo y desacato al bando sobre el destape dictado por Tierno, al cuartelillo, donde se les impone la oportuna sanción y se les lee la proclama.
Todo el mundo hablaba estos días de la proclama tan gozosa del alcalde Enrique Tierno, un modelo de eclecticismo moral. Así, por ejemplo, el sobrino del alcalde de Navaconejo (taxista con licencia de Madrid 10.464) renegaba de su tío por no imitar al patriarca Tierno: "Fíjese, mi tío no echó bandos ni nada; quitó la fuente a las bravas porque no quiere que en el pueblo metamos a los novios en el agua, como era la costumbre".
Cuidado con las colillas
Toneladas de líquido con cloro y otros productos acuáticos recibían los cuerpos lechosos de los bañistas municipales. La temporada había empezado muy mal: un solo hombre en todo Madrid se zambulló el día de san Isidro en El Lago, cuando por esas fechas miles de madrileños ya estaban a remojo otros años. "Pero por fin esto marcha: pechuguillas, a tope", dijo el cuidador Nieto, "pechuguillas que aquí fuimos los primeros en permitir".
También se veían muchachos de cuerpo brillante y con el músculo como perfilado a máquina. Una jovencita dijo entusiasmada: "Suelen venir bomberos y culturistas; da gustito verles".
Había accidentes, aunque de poca importancia. Las colillas encendidas hacían saltar por los aires a ciertos nadadores de cemento. Al sentir la brasa, un grito desgarrado entre el vocerío general de 5.000 gargantas decía: "¡Joooo! ¡Su madre!", y la victima brincaba agarrándose el pie en busca de alivio acuático.
La de El Lago fue, según su gerente, Félix, la primera piscina municipal que hizo la vista gorda al top-less. Y hoy esto ess cosa aceptada. El concejal de Cultura, Deportes, Educación y Juventud, Enrique del Moral, dijo: "La moral sigue arraigada en la conciencia de los madrileños, así que las que se quitan la parte de arriba lo hacen sin escándalo, y por regla general cuando hay menos público".
En Aluche, donde los bloques de ladrillo ocre parecen depósitos de agua y no viviendas, la piscina cobija, en cuatro unidades, a 8.000 cuerpos o más. "No me protestan por, el destape, sino porque a veces los trapos desaparecen: no se puede nadar y guardar la ropa" dijo el jefe de las instalaciones, señor Marugan. Dos muchachas se colocaron frente al vestuario de caballeros sin sujetador y tomaban el sol bajo la urbana atmósfera y las miradas masculinas un tanto turbias. "Pero no pasa nada", dijo Marugan, "porque el público está mentalizado". El empleado añadió: "Sobre todo las jóvenes, desean que les admiren lo que tienen, sin tapujos".
Aquí, en esta piscina de Aluche, no hay tantos peligros de quemadura de colilla en los pies como en la piscina de la Casa de Campo. La razón es simple: abunda la playa de césped húmedo, sobre la que yacen, apacibles, los bañistas. "Pero el riesgo persiste cuando la brasa, oculta entre la hierba, alcanza al trasero del usuario", explicó el señor Marugan, "produciéndole entonces un alarido tremendo seguido de una carrera desenfrenada". El damnificado parecía, en efecto, una criatura torturada, y en su repentino delirio se le oía exigir la presencia del Defensor del Pueblo.
Por lo demás, la piscina de la Latina (en la castiza plaza de la Cebada) no daba muestras de haber recibido el impacto cultural del bando de Tierno. "Esto es un cachondeo. Aquí nos vienen señoras con faja enteriza, de esas hasta el cuello, y se te quieren meter en el agua con medias, jo", decía desanimada la profesora de natación Belén Aguilar. "¿Y qué haces con ellas? ¿Invitarlas a desabrigarse o ponerles cloro?". Estaban preocupados.
Llegó un caballero esférico y pidió un certificado que acreditara que se bañó 25 veces: "A ver, guapita, a ver si me hacéis el papel ese, que me lo piden para la recuperación médica de la operación de cadera".
La piscina, del tipo convertible, como un landó de época, ofrecía escenas inolvidables. En el patio para el sol, los pechos miraban a la sombra para evitar que los curiosos, asomados a los ventanales, escrutaran la fisonomía mamaria. "Es tremendo. Míreles: esos abuelitos no pierden una; hale, a babear y todo", dijo enterínecida la taquillera, Pilar.
Y ahora veíamos a unas señoras cargadas de kilogramos en la cintura que, en un alarde de liberalidad, lanzaron el sujetador feminil para exhibir "desdichadas proporciones y mel encajados huesos". Las señoras actuaban con naturalidad extrema, con ese desparpajo propio de nudistas multirreincidentes. Dijo Belén: "Estamos metidos entre la profesión más antigua, qué se le va a hacer, y tres
profesoras agarramos a la vez unos hongos vaginales y el ginecólogo nos dijo que eso lo pasan las de la tercera edad".
Todas las edades, los sexos y los atuendos se daban cita en esta piscina que, siendo de invierno, sobrevive en la temporada de verano, como una reliquia, en el corazón de Madrid.
La bronceada posmodernidad
Al otro extremo del presupuesto ciudadano, los porteros del barrio de Salamanca seguían uniformados como si ellos mismos fueran puertas inglesas esmaltadas de verde oscuro. Estos seres tan pronto veían pasar auténticas modelos flotando en sus gasas semitransparentes como podían entristecerse, también, contemplando a algún niño arrodillado en la acera para pedir media capa a san Martín. Esos misérrimos niños lucían su propia indumentaria de verano y mostraban la procaz desnudez de las rodillas. Podían cambiar, el cartelón y anotar allí una frase de Miller: "Cuando la mierda tenga valor, los pobres naceremos sin culo".
En este fino barrio se vendían los trajes de baño más exquisitos y exclusivos. "Fíjate, rica, éstos son israelíes, ¿no sabías que los mejores ahora vienen de Jerusalén?", y la dependienta enseñaba unos pedazos de colores que parecían carnes vivas, y seguía diciendo: "El Diva sale por 15.000, y el Tropical, que se convierte en una sola pieza si se le hace descender, vale un poco menos, pero es divino, divino".
Y era muy divino todo ese surtido infernal, con o sin los pareos, con o sin los descuentos, con o sin los senos debajo o arriba.
Siguiendo por la ruta del bienestar cívico, unas jóvenes esbeltas penetraban en los estudios solares del edificio Windsor, inmueble alimentado por esa fuente de energía, todo él. Las mismas jóvenes salían de unas cabinas con extraño olor metálico, y sus cuerpos, aun sin ropas, parecían totalmente cubiertos de un atuendo artificial. Ya estaban tremendamente bronceadas. Ya eran, sin serlo, brasileñas de cutis con los poros bailando la samba. "Oye, nena, el tratamiento integral te cuesta 1.000 pelas por sesión de media hora, y ya ves, en 15 días te vas a poner como éstas, puro bombón de chocolate".
También olía a chocolate en algunas farmacias de la zona. "Cremas, cremas, cremas, el boom de las leches calmantes y tonificantes para la piel. Menuda paliza le meten a la piel con los primeros soles", dijo esmerándose en el paquete un mancebo sesentón. Y añadía: "Ahora les da a todo s por tomarse comprimidos de zanahorias, como si fueran asnos, y va y con 80 píldoras se vuelven morenitos sin salir de casa. Para mí, que hasta se les ponen más largas las orejas".
Las señoras, los caballeros y los jovencitos de la llamada posmodernidad (una especie de furor el¡matérico) adquirían grajeas de zanahoria como si se tratara de clásicos profilácticos. Y se las echaban al bolsillo en auxilio previsor del bando para el destape.
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