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El presidente argentino inicia su visita a España

Un ejército de un solo hombre

Raúl Ricardo Alfonsín, de abuelos gallegos, casado, con hijos dedicados a la medicina y al derecho, ya con nietos, abogado, nació hace 56 años en el pueblo de Chascomús, en la provincia de Buenos Aires, una especie de poblachóñ manchego en plena pampa húmeda, muy alejado -pese a su cercanía- del exotismo y la viveza porteñas.Profesional del Derecho pero volcado desde muy joven en la política, nunca pasó de ser "un abogado de pueblo", imagen ya inherente a su personalidad: un punto rechoncho, siempre paternal, nada agresivo pero con fuertes convicciones morales. Jamás ha tenido coche y sus bienes de fortuna se reducen a una casa familiar en Chascomús.

La sociedad porteña y bonaerense (la mitad del país) es maledicente y cruel con sus hombres públicos y los chistes y los sarcasmos sobre las primeras figuran pueden llegar a ser demoledores. Raúl Alfonsín se ha librado hasta el momento de la carnicería verbal de sus conciudadanos y mantiene incólume el respeto de todos, incluida la oposición peronista derrotada antes por el alfonsinismo que por la Unión Cívica Radical.

Dentro de una generalizada aceptación de la moralidad tradicional de los radicales y de los inconmensurables problemas que han de afrontar desde el Gobierno, las críticas acerbas sólo alcanzan al supuesto nepotismo de algunos ministros y secretarios de Estado y vagas acusaciones de hipótetica corrupción económica hacia Alfredo Storani, ginecólogo, secretario de Estado de Industria y Energía y políticamente íntimo de Alfonsín (se le denomina "la ruta número uno" porque va directo a La Plata -la capital de Buenos Aires).

Pero, en ausencia de sondeos de opinión fiables, es fácil detectar que el presidente mantiene intacta su autoridad moral personal, su credibilidad, la sensación de confianza que inspira y que en gran medida le dio el triunfo electoral en el pasado mes de octubre. Acaso su principal defecto político resida en que es un ejército de un solo hombre. Poco se habla o se escribe en Argentina sobre radicalismo y mucho de alfonsinismo. Sus más directos colaboradores son pocos -Caputo, ministro de Asuntos Exteriores y Culto; Borrás, de Defensa, y Germán López, secretario general de la Presidencia- y carecen de brillo partidario relevante. Un radical de gran prestigio como Juan Carlos Pugliesse se encuentra bloqueado políticamente en la presidencia del Congreso, donde era necesaria una figura de su serenidad y hasta de su sentido del humor.

Así las cosas, Alfonsín se ha visto compelido a un desgaste personal insólito en un presidente que comienza su mandato. En menos de seis meses no ha habido semana en que no se dirigiera al país por radiotelevisión, presidiera un acto público, visitara una guarnición arengando a jefes y oficiales, recibiera nutridas comisiones, negociara personalmente con los demás partidos o díscurseara por medio país levantando los decaídos ánimos nacionales. Se le podrán reprochar muchas cosas menos la de ser un hombre encerrado en la Casa Rosada.Tal desgaste es el precio del alfonsinismo. La Unión Cívica Radical, que se reclama en buena parte del krausismo español, desconfiada de los movimientos de masas, acostumbrada a resolver los problemas en comité, partido de maneras austeras y reservadas, carece de figuras como Alfonsín capaces de disputarle al fantasma de Perón la balconada de la Casa Rosada.

Camino de caudillo

El propio Alfonsín ha elegido su propio camino de caudillo, en un país tan necesitado anímicamente de ellos y cuyos máximos y recientes exponentes fueron Balbín por el radicalismo y Perón por el justicialismo. De ahí el frentismo que practica -del que Perón fue un virtuoso- y su empeño por firmar un acta de coincidencias con la oposición, pese a estar gobernando con el 52% de los votos tras unas elecciones en las que emitió el sufragio más del 80% del censo.Desde una perspectiva europea -no necesariamente acertada el mayor error de Alfonsín radicaría en su empeño de superar íncluso el actual bipartidismo perfecto de radicales y peronistas hasta alcanzar un hipotético nuevo movimiento histórico -un gran acuerdo nacional interpartidario e interclasista- que monopolice la política argentina y haga resurgir nuevamente al país.

Sus primeros movimientos estratégicos -fracasados- intentaron desmontar el aparato peronista de control de los sindicatos, abiertamente antidemocrático, corrupto y mafioso. Hubiera tenido éxito de contar con una situación económica menos dramática, pero es dificil desensillar a un líder sindical -por venal que resulte cuando la mayoría de la población asalariada no llega jamás a fin de mes.

Notables reflejos

Alfonsín rectificó su equivocación con notables reflejos, sustituyendo a su primer ministro de Trabajo, pactando con los dirigentes sindicales más próximos a Isabelita Perón y tejiendo con la, a la postre, jefa del justicialismo y de la oposición una red de falemas, desagravios y gentilezas. El tiempo dirá si la maniobra le ha costado cara o barata. Pero el corrimiento del justicialismo hacia su derecha más conservadora corresponde a los deseos de Alfonsín desde que en 1972 fundara la línea interna Renovación y Cambio, dentro de la UCR.Entonces estimó acertadamente que el radicalismo había desdeñado históricamente el fenómeno de la proletarización de amplios sectores de la población argentina, y trabajó para que los radicales no se enmohecieran en el gueto de sus despachos. Ahora aspira, presumiblemente, a ocupar permanentemente el amplio espacio argentino de centro izquierda que le dio sus votos en octubre sobre el peronismo y a detraer hacia su reformismo regeneracionista al sector más joven del justicialismo frustrado por la derrota y horrorizado ante la dirección de Isabelita.

El caso es que tras la segunda visita de la viuda de Perón a Buenos Aires y su firma del acta de coincidencias -reflejo de los madrileños pactos de la Moncloa-, ya no podrán los peronistas salir a la calle a rimar "¡se va a acabar, se va a acabar, la dictadura radical!". La verdad es que últimamente salían poco y su presencia siempre era menguada. Lo que a Alfonsín le resultará más duro detener es la escalada de conflictividad social, que ya rebasa ampliamente a la propia dirección de los gremios y que todos los días paraliza a algún sector de la economía o los servicios de la capital. "Aborrézcanme, pero no me paren el país", afirma continuamente el presidente.

Quizá en este aspecto Raúl Alfonsín haya cometido su mayor error de apreciación. Aún no se ha dirigido a sus compatriotas -pese a su poder de convicción- explicándoles claramente que años de reflexión y pobreza se ciernen inexorablemente sobre la República, y pidiéndoles su sacrificio para restaurar la prosperidad perdida. Por el contrario, y pese a aludir constantemente a las tremendas dificultades que acechan al país, continúa insuflando optimismo a sus conciudadanos recordándoles que aún Argentina, dadas su riquezas, podrá alcanzar su lugar al sol entre las grandes naciones.

Acaso llegue a ser así, pero con toda probabilidad, lo que ahora mismo precisa el pueblo argentino, tan castigado, es la inspiración de un aliento diferente: una advocación a la sangre, el sudor y las lágrimas, en las que terminar de forjar un país que se autoabastece de alimentos, de energía, dotado de un inmenso y fértil territorio en el que se desperdigan no más de 28 millones de personas, mayoritariamente europeas y cultivadas, que produce su propio uranio enriquecido y que, sin embargo, desde la década de los años veinte, no ha hecho otra cosa que retroceder en el listado de las naciones poderosas y prósperas.

Sean las cosas como fueren, no es un despropósito afirmar que Raúl Alfonsín en esta hora argentina es una personalidad dificilmente prescindible. Ni aun escarbando entre toda la nómina política, aparece otra figura con alguna posibilidad de extraer al país de su enorme depresión. Y ello con todos los riesgos inherentes a que Alfonsín constituya un frágil ejército de un solo hombre.

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