La toxina de la colza
Reconozco mi sorpresa y estupefacción al enterarme -por la primera página del periódico británico The Times que una comisión epidemiológica oficial investigando el síndrome tóxico rechazaba la relación entre el aceite de colza adulterado y esta misteriosa enfermedad.Cuando fui por primera vez a Madrid en el verano de 1982 a investigar el tema, he de admitir que yo también era bastante escéptico sobre esta relación. Pero mis dudas se disiparon cuando comprobé que el ciento por ciento de los muchos enfermos que estudié habían consumido este aceite y que la relación temporal entre el embargo del aceite supuestamente tóxico y el final de la epidemia era más que razonable. Es cierto que no todos los que consumieron el aceite desarrollaron la enfermedad, pero esto es de esperar si existía, como suele existir en casos similares, una susceptibilidad alérgica o genética al tóxico. Además no existe ninguna evidencia de que el aceite distribuido en Cataluña, donde no hubo ningún afectado, y el que supuestamente causó el síndrome fueran idénticos. Por estas y otras razones, la Organización Mundial de la Salud (OMS) ratificó que existía una fuerte relación entre la colza adulterada y la enfermedad.El hecho de que no hayamos sido todavía capaces de encontrar una solución concreta para la toxina del aceite no significa que tal solución no exista. Este es precisamente el problema. Al no conocerse la estructura de la toxina de la colza no tenemos, por definición, el marcador, más específico y fiable del aceite verdaderamente tóxico.
Desde el punto de vista científico cabian dos explicaciones básicas de la enfermedad. Por una parte, estaban los que opinaban que ésta representaba una reacción alérgica desencadenada por algún compuesto sin identificar en el aceite, que estimulaba el sistema inmunológico o de defensa del afectado al reaccionar en contra de sus propias células y tejidos. Esta reacción, según ellos, podría haber sido desencadenada por las anilidas grasas descubiertas en el aceite, pero numerosos experimentos en animales de laboratorio fracasaron en reproducir fielmente el cuadro clínico humano, y las características biológicas de tales compuestos descubiertas hasta el momento son francamente insuficientes para explicar la variedad de facetas clínicas, patológicas y bioquímicas de la enfermedad.
La otra posibilidad era que el aceite contenía algún compuesto estrictamente tóxico que envenenaba algún proceso biológico fundamental y dañaba las células y tejidos afectados. Desgraciadamente, tal compuesto no sólo no pudo ser identificado en el aceite, sino que no correspondía a ninguna sustancia bien caracterizada previamente descrita.
Como explico en una colaboración recientemente publicada en la revista norteamericana The New England Joumal of Medicine, varios grupos, en Norteamérica y en Europa, han descrito una nueva familia de sustancias (los leucotrienos), con algún parecido a las prostaglandinas, que tienen todas las características biológicas necesarias para explicar la desconcertante variedad de facetas clínicas y patológicas del síndrome tóxico. Entre ellos, el candidato más probable es el llamado leucotrieno B4, o una sustancia parecida. Este leucotrieno deriva del metabolismo del ácido araquidónico, un componente muy frecuente en todo tipo de aceites vegetales, y es producido por varios órganos y tejidos, pero sobre todo por los macrófagos (o células fagocíticas de defensa) de los pulmones humanos. Una vez producido, tiene una vida media relativamente corta, y es capaz de desencadenar una impresionante reacción inflamatoria aguda de características alérgicas, con eosinofilia e infiltración inflamatoria de los vasos sanguíneos del paciente, características ambas que se pueden considerar constantes en el síndrome tóxico.En mi opinión, el aceite tóxico contenía un derivado del ácido araquidánico que, al ser ingerido, fue transformado en una sustancia parecida al leucotrieno B4, primero por los pubnones y luego por otros tejidos. Es de prever que esta sustancia parecida al leucotrieno B4 sólo estuviera presente como tal en los primeros estadios de la enfermedad, ya que, como hemos dicho, los leucotrienos son rápidamente transformados por el cuerpo en otros metabolitos menos activos. Las complicaciones que siguieron a la fase aguda, incluyendo un gran número demuertes y las deformaciones permanentes de las extremidades de muchos enfermos, son las consecuencias a corto o largo plazo de la inflamación producida por el insulto tóxico-alérgico inicial. Entre estas consecuencias también cabe destacar los mecanismos fisiológicos de reparación del organismo, como son la cicatrización y fibrosis que caracterizan la fase crónica del síndrome. La característica distribución intrafamiliar del síndrome sugiere que probablemente exista una susceptibilidad genética a este tipo concreto de metabolismo de los leucotrienos.
Esta hipótesis de los leucotrienos, presentada inicialmente en la Universidad de Oxford, también parece atractiva, entre otros muchos investigadores, al prestigioso doctor Edwin Kilbourri, del Center of Disease Control de Atlanta (EE UU), como él mismo comenta en la edición antes mencionada del New England Joumal of Medicine. Como se recordará, el doctor Kilbourn y su equipo estuvieron investigando el síndrome en sus momentos iniciales.
De todas formas, sería prematuro cantar victoria, porque ya han pasado tres años desde la intoxicación y este tipo de compuestos es muy inestable, aun en las mejores condiciones de conservación, por lo que las probabilidades de encontrar este compuesto en el aceite tóxico de 1981 son remotas. Otra cosa sería poder reproducir la procesación química de un aceite de colza idéntico al responsable de la intoxicación.
La investigación de los leucotrienos está tomando auge, y como el consumo de aceite de colza, para uso industrial o alimenticio, también está en alza en el mundo, existen motivos reales, tanto en España como en otros países, para que se esclarezcan los hechos del síndrome tóxico. Lo que no debemos hacer es resignarnos a una visión fatalista de la intoxicación, que sólo puede gustar a los que creen en una medicina oscurantista o a los que no creen en la medicina para nada.
Miguel Hernández Brochud es licenciado en Bioquímica por la Universidad de Cambridge y en Medicina por la universidad de Oxford
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