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Feria de San Isidro

Más cerca de la becerrada

Los empresarios afirman, sin duda con razón, que no es rentable organizar novilladas, porque el público no acude. Y cómo va a acudir, con el ganado que sacan. El de ayer en Las Ventas estaba más próximo a la becerrada. Y la tarde transcurrió soporífera, porque allí no pasaba nada.Ninguna emoción, ningún incidente, salvo la voltereta que sufrió Paco Mena en el sexto. Es cierto que las novilladas son así como consecuencia de los límites de edad y peso que impone el reglamento. Pero se agrava aún más su falta de aliciente por la comodidad que los apoderados quieren para sus toreros y por la benevolencia de la empresa, que adquiere un género encargado a la medida de aquellas pretensiones.

Plaza de Las Ventas

30 de mayo. Decimoquinta corrida de feria.Cinco novillos de Cunhal Patricio y segundo de Torrestrella, pequeños, escasos de cabeza, flojos y manejables. Lucio Sandín. Estocada corta y descabello (aplausos y saludos). Media atravesada y descabello (aplausos y saludos). Manuel Cascales. Estocada perpendicular que asoma (aplausos y saludos). Tres pinchazos y descabello barrenando (ovación y salida al tercio). Paco Mena. Pinchazo y estocada (silencio). Metisaca, pinchazo -aviso-, pinchazo hondo y dos descabellos (silencio).

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Así planteada la fiesta, cabría esperar del mal el menos; es decir, que los novilleros lucieran unas dotes artísticas máximas, pues para eso les ponen delante un enemigo que ni siquiera es enemigo. Pues tampoco. Los novilleros, salvo algunas excepciones, son de una desesperante mediocridad.

Manuel Cascales, que debutaba en Madrid, traía una personalidad distinta, pero escarbando en el archivo de la memoria, resulta que esa personalidad es ya conocida, vieja, propia de toreros de la posguerra, los cuales practicaban un toreo limitado y decadente. Cascales revivía ayer el toreo de costadillo, impuesto por Manolete en la década de los 40, cuya moda fue superada hace ya muchos años.

Toreaba amanoletado el debutante, en efecto, y por amanoletar las suertes, no aprovechó, como era debido, el buen Torrestrella que le correspondió en primer lugar. Juntas las zapatillas, construídos los pases a la fortuna del juego de muñeca, su recorrido se acorta y es difícil ligarlos si el toro no colabora con docilidad absoluta y precisión geométrica. Se trata de un toreo que, por cuanto tiene de aguante, provoca la emoción, en el caso de que haya con qué emocionarse; es decir, toro.

Y ya hemos quedado en que toro no, ni novillo. Los de ayer tendrían la edad reglamentaria, pero por comportamiento eran similares a las becerradas de antes. Muy flojos además, se convertían en material dócil, propio de placita turística. A veces mansurroneaban y se quedaban en la suerte. De tal condición resultó el quinto y Manuel Cascales le aguantó parones sin descomponer la figura, que tiene espigada. Probón el sexto, le pegó el volteretón dicho a Paco Mena.

Este torero desaprovechó, igualmente, un novillo-becerro de noble embestida, que fue el tercero. Imprimía violencia a las suertes, y, en el envaramiento de la postura, en la crispada forma de pegar pases, hasta en el andar desenfadado, era calco del Niño de la Capea. El rumor de que podía tratarse del Niño de la Capea en persona, camuflado de Mena para aprobarle el examen ante la cátedra, no es cierto: estaba en una barrera, de espectador.

Niño de la Capea tiene su personalidad y su mérito -los que sean-. Pero que además vaya a crear escuela, sería demasiado para lo que puede soportar el delicado momento artístico de la fiesta. Paco Mena estuvo deslucido tanto con el toro fácil como con el difícil. Habría que averiguar áliora si se debió a su imitación del maestro o a que no da más de sí.

A diferencia de sus compañeros, el más veterano Lucio Sandín no disfrutó de ninguno de esos novillos pastueños que son ideales para, hacerles el toreo güeno. Su lote salió malo. No se trataba de barrabases, pero sí de animaluchos apagados, escasamente codiciosos, cuando no francamente reservones. Al primero, que tenía cierta manejabilidad, le instrumentó algunos muletazos decorosos. Al cuarto, que escondía la cara entre los brazuelos y embestía con hipo, le porfió para sacarle unos pases sin temple. Poco más se podía hacer.

No hubo emoción, no hubo arte, no hubo alegría, no hubo disgustos. No hubo nada; ni siquiera novillada hubo. El trámite de la becerrada sirvió al público para echar unos cigarros y pasar la tarde hablando del eclise con el vecino de localidad. No es que darse tabaco y entablar conversación en un tendido sea perseguible de oficio, pero en un bar se está más cómodo y es más barato.

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