¿Hipermetropía pontificia?
Desde la misma sombra de la cúpula miguelangelesca y tras haber comprado, ¡a alto precio!, un ejemplar de EL PAIS en el quiosco de la misma plaza vaticana, leo con satisfacción la crónica que el corresponsal del periódico madrileño envía desde Bangkok, donde se acaba el exultante viaje extremo oriental de Juan Pablo II.Juan Arias afirma que el discurso papal de Bangkok ha sido uno de los más importantes pronunciados durante su pontificado. Unas palabras, dice Arias, de alto valor político, limpiamente laico, con las que puso el dedo en la llaga terrible de los millones de refugiados de todo el mundo, sin caer en la tentación, como otras veces, de acabar diciendo que el remedio se podría encialintrar en la oración.
Después de haber agradecido a cuantos se han interesado hasta ahora por los refugiados, Juan Pablo II dijo que todo este mar de generosidad "no debe ser para la comunidad internacional una justificación para dejar sin solución el problema del futuro definitivo de estas personas, porque es repugnante y absurdo que cientos de miles de seres humanos tengan que abandonar su país a causa de su raza, de su origen étnico, de sus ideas políticas o religiosas, o porque son amenazados violentamente y hasta de muerte a causa de conflictos civiles o agitaciones políticas".
Casi al mismo tiempo que leía este reportaje tenía en el centro de Roma una conversación con miembros muy representativos de la propia diócesis de Roma (no con católicos paralelos, sino correctamente institucionalizados), y sin que yo aludiera al reportaje de EL PAIS me sacaron, con un tono de tristeza, desencanto y hasta de rabia, el gravísimo problema de los 60.000 refugiados que viven en Roma en condiciones a veces desesperadas, y de cuya existencia el Papa parece no haberse enterado.
El Papa, obispo de la ciudad, lo tiene todo prácticamente delegado en el cardenal vicario, el cual, a si vez, se ve como abrumado por la figura trascendente de que él es suplente.
El clero de Roma es en gran parte de importación: o de otras diócesis italianas o de los muchos sacerdotes y religiosos extranjeros que residen aquí por motivos de estudio o de gestión burocrática de sus respectivas congregaciones
Realmente, sigue siendo verdad el viejo eslogan: "Roma veduta fede perduta". Yo mismo siento un frío en el espíritu cuando alguna vez (muy rara) me atrevo a entrar en la basílica de San Pedro, que si encuentra a pocos minutos de mi residencia.
No quisiera ser un pesimista ni un contestatario, pero comprendo perfectamente esta anemia religiosa de la ciudad tiberina y la consiguiente alergia que tiene que producirle a un hombre tan vitalmen e religioso como Karol Wojtyla.
Yo, sin embargo, con el máximo de los respetos, me atrevería a aconsejarle que visitara a un buen óptico del espíritu para que le recete unas buenas gafas con las que corrija esa indudable hipermetropía que le hacer ver el trágico fenómeno de los refugiados del Extremo Oriente y que, sin embargo, ni distingue al pobre latinoamericano que vende sus baratijas en la vieja y acogedora plaza Navona.
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