Arte y espectáculo
Como cualquier aficionado sabe o debiera saber, la polémica sobre la fiesta de los toros, sobre si es digna o no de un país que se tiene por civilizado, se remonta a sus primeros tiempos.Cierto día echó pie a tierra la nobleza, siendo sustituida por una serie anónima de diestros que, unas veces con suerte y otras sin ella, arriesgaron sus vidas en lances que aún retratan los grabados goyescos. Con ellos el número de ruedos fue creciendo como sus cuadrillas, que arropaban la suerte de tantos lidiadores nuevos, convirtiendo el primitivo juego en profesión plagada de aventuras y riesgos. Se organizó la fiesta y la sangre vertida en los alberos del país la hizo crecer tan sin medida que no tardaron en surgir sus primeros detractores, quienes sólo veían en ella un como sacrificio inútil de animales y diestros. Sus sermones pronto se evidenciaron inútiles, pues el número de corridas continuó creciendo. De poco sirvió el desdén o el desprecio de aquellos que tras alguna leve gira allende los venerados Pirineos volvían condenándolas hasta llegar a hacer oír su voz en las altas esferas del Gobierno. Ya a mediados de siglo, entrando en la cuestión en corto y por derecho, alguno se atrevió a pedir su prohibición, iniciando un aluvión de imitadores en los escaños del Congreso y de las Cortes, respaldados por las sociedades protectoras de animales. Los detractores llegaron a ampararse en la ley del descanso dominical, pero la reacción del pueblo fue tan unánime y tomó tales carácteres, que el mismo Romanones tuvo que intervenir.
Así la fiesta se mostraba no sólo capaz de aguantar los envites de los nuevos tiempos, sino de imponerse borrando por un tiempo aquella guerra civil a la que algún que otro escritor como Eugenio Noel sacó fama y provecho. La verdad llana y simple era que ya por entonces aquella lucha primitiva entre el animal y el hombre se había convertido desde tiempo atrás en espectáculo donde el arte y el valor tan sólo perduraban y se unían en la muleta de unos cuantos lidiadores.
Tras cada nombre se amontonan otros; sólo es preciso echar un vistazo a las listas de Cossío; pero por entonces el elegante Lagartijo o el arriesgado Frascuelo poco tienen que ver con una época dura y bronca, olvidada, borrada en parte por la aparición de nuevos medios de transporte. Éstos contribuyeron a extender por el país aquel espectáculo imprescindible, a la vez que rentable, trasladando de una plaza a otra reses, apoderados en tomo a los maestros, auténticas cortes de los milagros, que pronto recorrieron la nueva rosa de los vientos. Aquellas cortes pusieron luego sus ojos en el mar, pensando que por segunda vez podían hacer sus Américas en América. Se embarcaron de nuevo y acabaron llenando aquellos nuevos templos de fieles que en su país confundían el valor de un día con las gestas heroicas de otros tiempos.
Según el arte se convirtió en negocio por encima de festejos más o menos benéficos, se iban marcando nuevos rumbos, sobre todo desde la alternativa de Belmonte.
Tras su paso, otra pléyade de nombres luchó por mantener en pie la fiesta hasta nuestra postrera guerra civil, que dividió en dos la afición, llevándola por nuevos derroteros.
Algunas de las figuras más importantes de entonces viven todavía. Ellas mejor que nadie podrían describir los oscuros manejos, que vinieron: los toros afeitados, castigados, fabricados a la medida de los di,estros. También podrían hablar de críticos amigos, de Prensa enemiga o el nuevo miedo a la televisión. Todo ello forma hoy lo que un día se dio en llamar el planeta de lositoros, convertido en cometa, cuyo vuelo en el cielo de la tarde se orienta cada vez más guiado por prestados intereses. A medida que el peso de los toros ha ido disminuyendo, la técnica se ha vuelto más ceflida y suave, cuando no más espectacular, para extranjeros herederos de isidros de antaño.
Contratos, exclusivas, intermediarios encontrados, viejos apoderados, nuevos representantes con su corte de críticos han llevado a aquel viejo arte de los toros hasta el lugar que ocupa, amenazado, por si fuera poco, por deportes dominicales o excursiones al campo, cuando no, en el caso de la juventud, por la luz de sus privados santuarios.
La verdad es que esa juventud apenas pisa tendidos y andanadas reservados a toreo de salón para bolsillos forrados de billetes grandes y una escasa afición que aún se aferra a nombres, mitos y cosos elegidos o rechazados de antemano. Como todo en la vida y en la muerte, este espectáculo que las hermana tantas veces en motivos pecuniarios, prolongado en ocasiones con retornos imprevistos tras fingidas retiradas, camina por el sendero de la indiferencia hacia un museo o rincón donde el arte se olvida y del que no es fácil regresar.
Es inútil considerar si vale. la pena o no acelerar su marcha, si es preciso lavar el rostro o la conciencia del país prohibiendo las corridas como en los lejanos tiempos de Canalejas. Las corridas cumplieron su tilisión en el arte y la vida. Desde Goya a Picasso nos miran, quién sabe si adivinando ya su desaparición definitiva, cuando el último toro se deje arrastrar muerto sin remisión una tarde cualquiera, dejando tras de sí la huella de su cuerpo y una plaza desierta y vacía como un grave bostezo ante lo que fue y no es sino ceniza vana de una fiesta sangrienta.
Babelia
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