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Tribuna:FERIA DE SAN ISIDRO
Tribuna
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La sangre de las bestias

Qué duda cabe que el toreo es un espectáculo muy violento. Pío Baroja, en un rincón de La busca, lo sitúa en la frontera de la náusea, y su diatriba lleva dentro escándalo y energía moral. Sintió asi y ejerció su derecho a decirlo. Otros piensan como él y sus argumentos son honrados. Pero hay quien ve cómo en el sumidero del toreo, por excepción, pero con fuerza, brota la belleza. Tampoco su percepción es discutible, ni puede dejar de ser expresada. De ahí que, al ilegar el toreo, habría que ensanchar las fronteras del no y, puesto que las argumentaciones en su contra van teñidas de juicio moral, se debería universalizar la negación y llegar a su fondo.El boxeo es un suceso de violencia extrema. Las peleas de gallos rozan el delirio. Las luchas de perros son un vomitivo. ¿Y qué decir de las pedreas aldeanas, del catch, del capitalismo de Estado, de la economía de mercado, de las carreras de automóviles, del rugby, de la caza, del colonialismo, del fútbol, de la intolerancia, de las trepas literarias, del Pacto de Varsovia, de los divorcios, de la OTAN, de la operación retorno, del negocio de la química, del amarillismo, de las fábricas de armas, de las pugnas por el poder, de las autopistas, de las consultas médicas en la Seguridad Social, de los parques zoológicos, de los hospitales terminales, del circo, de las cárceles, del terrorismo, de la pesca submarina, del dogmatismo, del veraneo masivo, de los interrogatorios policiales, de la represión sexual, del tráfico urbano, de la energía nuclear, del dolor de un niño, de la quema de excedentes alimentarios, del aplastamiento burocrático, de las fronteras entre países, de los ritos mortuorios? Corno don Pío, ad nauseam.

La violencia se agazapa detrás de las competiciones humanas, como el cieno bajo los remansos de cristal. Sartre no descubrió nada remoto cuando advirtió que la náusea es una respuesta de nuestros últimos reductos de salud moral y biológica contra los hedores que suben del asfalto. Vivimos en una sociedad construida sobre cloacas de violencia., y el toreo es sólo una de sus innumerables manifestaciones, y no la más brutal, por ser la menos hipócrita. El toreo puede llegar a ser un espectáculo nauseabundo. Con frecuencia lo es, pero no más que un atroz porcentaje de las justas humanas cotidianas, incluidas las más saludables para el mantenimiento del sueño.

Hay, entre las cumbres de la imaginación de este tiempo, un filme de no más de media hora de duración titulado Le sang des bêtes. Su autor es un francés llamado Georges Franju. Quien se esconde bajo este nombre es, por esa media hora de luces y sombras, uno de los contados príncipes del espíritu de este siglo. Realizó La sangre de las bestias en 1942, en París y bajo la ocupación nazi. La censura hitleriana sonrió al leer la petición de rodaje: ¿Qué riesgo podía esconder un documental sobre los mataderos de la Porte de la Villette? Pero las argucias de la libertad son inimaginables para las mentes totalitarias. Los nazis vieron el inocente filme y un escalofrío trepó por sus vértebras.

Nada hay más atroz que un matadero. El Infierno del Dante se hace fiesta campestre ante la fría máquina de matar que abastece nuestras neveras. La censura nazi vio en aquel documento una parábola sobre sus campos de concentración y montó en cólera, pero pecó, como todo culpable, de exceso de suspicacia, porque el poder de subversión del documento de Franju no apuntaba sólo a la barbarie nazi sino también a la barbarie civilizada. Y La sangre de las bestias sigue siendo hoy, en nuestra bárbara civilización, una pesadilla insoportable. La carne blanca con que llenamos los llamados potitos que convierten a los niños europeos en la raza rolliza que soñó Hitler requiere un sacrificio de tan inimaginable crueldad, que el bronco toreo ibérico huele a perfumería comparado con él.

El refrán "Ojos que no ven, corazón que no siente" es la mejor definición conocida del sepulcro blanqueado. Nos alimentamos de violencia, pero, puesto que no la vemos, roncamos de un tirón sobre ella. El toreo es una brutal ruptura de esta coartada. Es un espectáculo desvergonzado, que afirma: "Ahí está una violencia. Puede ser bella". El toreo puede ser negado -es más, necesita para existir ser negado-, pero sólo si su negación se inscribe en la negación global de la violencia como espectáculo y como sustrato invisible de nuestros privilegios. No es claro, es turbio, que un negador de la belleza del toreo afirme la hermosura de un bocado estético que presupone un rito invisible de infinita más crueldad que el vulnerable, por visible, rito trágico del toreo. Negar a éste con rigor ético sólo es creíble si la negativa se inscribe en un rechazo del mundo, en cuanto obra humana edificada sobre la transparente crueldad cotidiana. Negar por violento al toreo desde cualquier poltrona, pública o casera, es un acto turbio, porque toda poltrona es producto de una turbia violencia invisible, teñida por sangre de otras bestias en los ocultos sacrificios donde sé apoya el bienestar.

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