Grandes paellas en el cielo
Después de todo, la hija de los guardeses parecía una fruta, y alrededor de ella había también cerezas, nísperos y albaricoques ya maduros. Vivía entre naranjos, como una novia con el grado exacto de azúcar, y aquel campesino capataz de la finca colindante la tenía largamente observada. La había requerido sin éxito otras veces, conocía a la perfección cada uno de sus gestos de desprecio y la soñaba por la noche volando desnuda en el cielo del desván de la casa de labranza donde dormía. No puede decirse que el hombre fuera un subnormal, sino un ser analfabeto y solar, con el instinto a ras de la naturaleza. El abogado, durante el juicio, no utilizó este argumento en su defensa. Si se hubiera informado bien, habría sabido que en el paraíso terrenal todavía quedan sujetos rezagados, en estado puro, que no distinguen una mujer hermosa de una manzana. Con el seso nublado por la primavera de hecho, Juan realizó el delito con el mismo mecanismo que él había usado siempre para abrir una sandía en el mes de agosto bajo la parra, y trató de comerse a la hija de los guardeses con idéntica ferocidad, no exenta de gracia animal, con que se hinca el colmillo a un melocotón. Fue un acto muy frutal, que sucedió aproximadamente así.Juan iba con albarcas de caucho y una herramienta al hombro por la senda cuajada de amapolas abriéndose entre ramas floridas cuando halló a la doncella junto a la acequia. Sabía que era la única hembra en el silencio de una legua a la redonda en medio del campo. Aquella tarde estaba sola en la alquería, ya que sus padres habían bajado al pueblo, y eso aún excitó más al rudo galante, que venía con la cabeza caliente. Primero él quiso abordarla de buenas maneras. Se mantuvo sonriendo con los cuatro dientes sucios a poca, distancia de ella y allí sólo hubo este breve diálogo antes del fregado.
-Qué hay.
-Nada.
-Podrías tratarme mejor.
-Vete.
-Vas a perder. Ya sabes.
Fue una violación corriente
Fue una violación corriente, seguida de muerte a hachazos, que se realizó en un marco muy risueño. Juan le puso en el cuello la zarpa temblorosa y aún balbució su vulgar deseo con cierta timidez, pero la chica se revolvió bruscamente y el forcejeo continuó sobre la hierba, en una extensión de margaritas. Cantaban los pájaros, bullían los dorados insectos celebrando mínimas cópulas de amor en los árboles, olían las rosas de mayo a profunda miel y el último esplendor de la tarde iluminaba la lucha de dos cuerpos envueltos en voces de auxilio y blasfemias. La doncella logró zafarse y salió corriendo con la cara húmeda de lágrimas y saliva, pero el hombre primitivo con la azada en la mano la siguió hasta un sembrado de patatas o de berenjenas, pero en la furiosa persecución ambos habían atravesado un huerto de mandarinas y cuando el inmediato asesino y su víctima se alcanzaron de nuevo ya llevaban el pelo cubierto de pétalos de azahar, como novios de una violentísima boda que se produjo al instante. A golpes de puño en el vientre el capataz logró abrir a la mujer para vaciar en ella su instinto, aunque el dictamen del forense no pudo especificar si la muerte había llegado antes o después de la consumación. Realmente fue un acto simple y unitario donde la azada del campesino intervino trabajando el cuerpo de la muchacha, que dejó de gritar en el momento en que comenzó a sangrar en abundancia. El capataz arrojó al desgarrado cadáver a la acequia en medio de una soledad perfumada.
No regía bien del todo
Como a una Ofelia valenciana la arrastraron las aguas bajo una corona de mosquitos y el cántico de los pájaros todavía la acompañó largo trecho. Flotaba la flor roja de su herida mortal, la palidez de los senos arañados irisaba una luz en el leve torbellino y la cabellera se mecía. A veces las ramas de un sauce o las raíces del cañaveral detenían a la joven muerta, pero luego su cuerpo seguía camino. Algún remolino lo hundía en la ciénaga y al poco tiempo volvía a emerger a la superficie cubierto de limo y hojas de nenúfar, con los ojos abiertos, y así hasta que llegó la noche y el plenilunio de mayo iluminó el cadáver definitivamente varado en un codo de la acequia, muy lejos del lugar de autos. Había luciérnagas en la huerta. A esa hora el asesino estaba sentado a la puerta de la casa de labranza limpiándose los dientes con una viruta de tomillo y ni siquiera había desechado la herramienta del crimen, cosa que le perdió. Este hombre no regía bien del todo.
Cantó de plano
A la mañana siguiente, en un amanecer lleno de trinos y perfumes agrarios, los rastreadores descubrieron ala muchacha junto a una compuerta de agua y el asesino Juan fue uno de los primeros en dar la condolencia a los guardeses de la alquería vecina. También presenció el entierro desde lo alto de una pared, e incluso echó un gemido oligofrénico al ver el ataúd a hombros de cuatro jornaleros cruzando por una senda del naranjal, pero la Guardia Civil sólo tenía que haberle levantado la manga para saber que él era culpable. En el antebrazo llevaba unas sangrientas rayas de uña. Por su parte, ni siquiera se emborrachó, ya que no sentía el menor remordimiento. Durante varias semanas continuó con su amoroso trabajo. Regó los tomates, plantó pimientos, podó los frutales, quemó leña en el barranco, cosechó fresas, y si la investigación se alargó tanto no fue por su culpa. El primer día en que la pareja se acercó al chamizo de la casa de labranza donde vivía, el asesino cantó de plano sin interrogatorio, dentro de una conversación rutinaria, como si se hablara de melones. La Guardia Civil le saludó bajo la parra, arriándose los fusiles.-Hemos venido a verte.
-Sé lo que quieren.
-¿Tienes algo que decir?
-Que he sido yo.
-¿Cómo fue?
-Me gustaba. Esa chica ya estaba buena.
En el filo mellado de la azada aún habían sangre seca y tres cabellos rubios pegados a un engrudo de barro. El asesino ofreció unos melocotones a los guardias y habló alegremente de que un día, si volvían por allí, les haría una paella. Por eso se llevó tanta sorpresa al sentirse esposado. No acababa de entender el asunto. Mientras era conducido al cuartelillo en larga caminata entre naranjos, el preso explicó a los nuevos amigos su situación, que no dejaba de tener cierta lógica. Resulta que en toda una vida de 40 años nunca había probado mujer, y él conocía a aquella jovenzuela desde niña, había asistido de cerca al proceso de su maduración y se encontraba sola en una legua a la redonda. Llega un momento en que la fruta hay que comérsela, de lo contrario se pudre. Al convicto y confeso Juan una ligera oligofrenia le había ablandado el cerebro, pero en cosas de agricultura se sentía un experto. En medio de semejantes bienes de la naturaleza, nadie le había mencionado el nombre de Dios.
Puesto que el caso estaba claro y las piezas de convicción eran evidentes, debido igualmente a que no hubo abogados correosos, familia con dinero ni amistades influyentes, sino un defensor de oficio que sólo realizó una faena de aliño para cubrir las apariencias, el juicio del rudo galán de la huerta siguió curso con cierta rapidez y de los pliegos de cargo salió el resultado esperado por todos los padres que tienen hijas. A Juan, reo de boina, lo juzgaron en la Audiencia de Valencia y el tribunal le condenó a muerte. Se interpuso el recurso reglamentario al Supremo, que confirmó la sentencia capital a vuelta de correo. Quiere decirse que el sujeto en cuestión, analfabeto de 90 kilos en canal, de cráneo ya rapado en la cárcel, barrigudo, carnicero un poco solar, en 11 meses ya se hallaba listo para el descabello. Era otra vez el mes de mayo, un nuevo ciclo de flores y frutos se había iniciado y en aquella madrugada de la ejecución en el pasillo del penal alguna gente tosía en la oscuridad.
Paella todos los días
Después de haber engrasado el torno, armados y montados perfectamente los palitroques, el verdugo, hombrecillo calvo, de mirada serena, afirmó en medio del corrillo que por su parte se hallaba dispuesto a actuar y pidió permiso para echarse un rato en el jergón, hasta que alguien necesitara de su oficio, gracia que le fue concedida. En el recinto iluminado por una alta bombilla de pocos vatios se había formado una pequeña tertulia. Allí estaba el director de la prisión, un fiscal, el abogado defensor, un par de funcionarios y algunos vecinos representantes del pueblo llamados por la ley. Entre ellos se pasaban nerviosos pitillos, hablaban de comidas, esperando una hipotética llamada desde Madrid, que no llegó. En la penumbra de la celda, un fraile con barba trataba en ese instante de convencer al reo Juan de que confesara sus pecados. Le musitaba con amorosas palmadas en el hombro cosas del cielo y del infierno, le describía una vida futura llena de deleites, le recordaba el nombre de Dios y pugnaba por extraerle las nostalgias de la niñez, pero aquel ser analfabeto y oligofrénico se había cerrado a cualquier súplica del capuchino que le ablandara el corazón. Por fin, a regañadientes, el penado decidió arrodillarse para recibir el perdón, sólo porque el fraile en última instancia le había dicho que, si así lo hacía, dentro de una hora estaría en el paraíso y que allí comería paella todos los días.Una vez absuelto de sus pecados en una oscura capilla que olía a moho, se celebró una misa y el reo Juan asistió a ella atado de manos, sentado en un banco, junto al resto de la comitiva. A las seis en punto de la madrugada los rezos habían concluido, el acta estaba firmada y a continuación el director hizo una seña secreta con las cejas al funcionario, se miraron todos con terror y en el sótano gris, abriéndose los rastrillos a golpes de reja, se inició el paseíllo al compás de un miserere murmurado por el fraile capuchino. El reo Juan iba conducido de los codos, aunque andaba pastueño y era el único que sonreía. Cuando el pelotón franqueó la última puerta, de repente la luz gloriosa del amanecer mediterráneo estalló en medio del patio de la cárcel, donde se había instalado el tenderete del garrote vil en un ángulo. Cantaban los pájaros, olían profundamente las rosas de mayo encima de las tapias y desde los naranjales de alrededor llegaba un elengantísimo perfume de azahar. Al reo Juan lo sentaron en el taburete con el tronco bien erecto y pegado al palo, pero antes de que el verdugo le pasara la herrumbrosa argolla por el cuello, el sentenciado llamó al fraile.
-¡Eh, tú, el de la barba!
-Dime, hijo.
-¿Seguro que no me has engañado?
-No, hijo. Pídele perdón a Dios.
-Júrame que en el cielo hay paellas.
-Las hay.
-¿Con pollastre?
-Sí.
-Entonces, bueno.
El oligofrénico Juan soltó una carcajada y el verdugo apretó la tuerca de la puntilla. Olían las rosas de mayo, había un trino furioso de pájaros en tomo al ajusticiado, chillaban también las golondrinas y en la huerta de Valencia amanecía un nuevo día perfumado.
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