Una democracia siempre amenazada
Bolivia, en medio de una situación economica dramática, sufrió esta semana un nuevo sobresalto
La coyuntura de este país, de más de seis millones de habitantes, no puede ser más dramática para gobernantes y gobernados. Con una economía casi paralizada, con escasos ingresos propios, sin recursos alimenticios y una onerosa deuda externa que pagar, los bolivianos se enfrentan a angustiosas disyuntivas para salvar el precario proceso democrático y asegurar su permanencia futura.Así, a nivel gubernamental, e presidente Hernán Siles se ha visto obligado, finalmente, a olvidar muchos de sus postulados populistas de su campaña electoral para salvar al país en base a un programa de rehabilitación económica encuadrado en las recomendaciones del Fondo Monetario Internacional (FMI) y que involucran un alto y doloroso costo social.
A nivel laboral y popular, lo bolivianos se encuentran casi limitados a rechazar de viva voz el conjunto de medidas económicas -dictadas hace casi dos semanas- y abstenerse de cualquier medida extrema de presión para no poner en riesgo la democracia, que tanta sangre y esfuerzo costó a los bolivianos.
Pero en ese difícil equilibrio de unos y otros se enmarca ahora la disputa institucional, entre policía y fuerzas armadas, del armamento donado por el Gobierno de Francia y los entredichos entre autoridades civiles y militares.
El presidente Siles, que hereda por segunda vez una grave crisis económica, similar a la de 1956 cuando asumió la presidencia de la República, tuvo que decidirse, finalmente, por las medidas duras, tras tres intentos relativamente ajenos a las recomendaciones del FMI para enderezar la deteriorada economía boliviana.
Obligado por su abierta dependencia, el mandatario de 73 años decreto la devaluación del peso boliviano en un 300%, el incremento de precios en un promedio del 250% y una compensación salarial que no representa, según los dirigentes sindicales, ni el 10% de la elevación del costo general de vida.
Las medidas, que buscan frenar una inflación que amenazaba llegar al 1.000% en 1984, están consideradas como las más duras de los últimos diez años. Los bolivianos han visto como en dos semanas su economía aumentó un cero más en sus gastos, mientras que sus ingresos no fueron sustancialmente modificados.
La situación resulta ser mucho más dramática no sólo por la declarada carestía y escasez de artículos alimenticios (que sume en el hambre a mayor número de gente cada día), sino porque el 70% de la población de este país padece de desnutrición en uno de sus tres grados, la esperanza de vida al nacer se limita a los 45 años y, por si fuera poco, el índice de mortalidad infantil supera el 250 por cada mil nacidos vivos.
Buena voluntad
Estas medidas -que según los especialistas debieron tomarse al inicio de la gestión de Siles- pretenden igualmente romper el cerco financiero impuesto en 1980, cuando regímenes ligados al tráfico de narcóticos detentaban el poder, y que permanece aún pese a las gestiones realizadas por el Gobierno democrático. Pretenden también demostrar 'la voluntad' de renegociar la deuda externa (cuyo monto contratado es de 5.000 millones de dólares) con la banca internacional privada, a fin de asegurar capitales de inversión para el desarrollo.
La reacción obrera y popular tras las medidas económicas se ha expresado en un renovado movimiento huelguístico, que está paralizando el ya lento ritmo de producción del escuálido sector productivo boliviano.
"El movimiento obrero se encuentra ante la grave encrucijada de defender el proceso democrático conquistado por los trabajadores y el pueblo boliviano o protestar con todos nuestros pulmones contra las medidas hambreadoras...", dijo el dirigente Juan Lechín Oquendo en el último congreso minero. Lechín justificó las huelgas de los trabajadores, a las que calificó como "fruto de la dramática situación de los trabajadores, fruto de las medidas que son lesivas al proceso democrático".
La oposición política -que en las últimas semanas se debilitó a raíz del receso anual del Parlamento- criticó a Siles el haber provocado la presente coyuntura por "su indecisión e indefinición políticas" y por "la falta de autoridad gubernamental" que permitió un creciente poder "anarcosindicalista" y que arrancó del Gobierno compromisos poco posibles de cumplir en base a huelgas y paros que obviaron toda norma legal.
El propio Siles se quejó, hace algún tiempo, del descenso de la producción a causa de paros y huelgas, del abuso de los derechos democráticos y sindicales y del total desconocimiento de las obligaciones para preservar la democracia en el marco del respeto institucional y legal.
El Ministerio de Trabajo informó que en 1983 no se trabajaron un total de 668 días por huelgas, paros, bloqueos de caminos y otros factores. En lo que va de este año, se han registrado 1,4 conflictos laborales por día.
Pero, al margen de las críticas a la acción sindical, principalmente de la derecha, es evidente que el movimiento obrero, a través de la Central Obrera Boliviana (COB), se ha constituido en un decisivo factor de poder -sólo comparable a 1971, cuando en el campo político logró constituir la asamblea popular-, que aglutina a los asalariados y tiene consenso popular.
Trabajadory,y dirigentes son conscientes de ello, aun cuando existe, en criterio del máximo líder sindical, Juan Lechín, una amenaza de división,sobre el movimiento sindical a causa de la pugna ideológica.
La convicción democrática de la clase sindical -que reconoce como vital el sistema para llegar al gobierno obrero, objeto final de la lucha laboral boliviana- se ha reflejado una vez más este jueves, cuando la reunión nacional de dirigentes se limitó a decretar una huelga de 72 horas en protesta por las medidas económicas y la exigencia de una revisión de las mismas.
Existía, empero, una fuerte corriente de las bases para decretar una huelga general indefinida, que habría conducido a un total debilitamiento del Gobierno de Siles.
Tanto el Gobierno como los trabajadores son conscientes del equilibrio que deben mantener en esta cuerda floja para preservar la democracia. En este juego, empero, acaba de surgir un factor que podría convertirse -si no se resuelve salomónicamente- en la causa o el germen de fermento de un 'proceso regresivo', en el que siempre existen interesados en este país, donde el caudillismo y la ambición de poder es debilidad de muchos.
Disputa por las armas francesas
Este factor no es ni más ni menos que la donación francesa de armas, municiones y equipos de transmision que, aunque desechados por el Ejército francés (datan de 1949), son objeto de pugna entre las fuerzas armadas y la policía.
El problema se tornó más delicado después de que altos jefes militares de las fuerzas armadas y de las tres fuerzas (ejército, aire y armada) desmintieron -sin ocultar su disgusto- a ministros del Gobierno de Siles que habían señalado que la internación de armas francesas fue de previo conocimiento de la institución castrense.
Los militares han pedido a Siles la custodia del armamento "hasta que decida su destino", según un informe oficial, pero según el comandante del ejército, general Simón Sejas, la institución castrense ha pedido "terminante, firme y decididamente" que el armamento "pase a propiedad de las fuerzas armadas".
La posición de los jefes militares -que, a nivel interno, les permitiría jugar políticamente- refleja la voluntad que tienen de mantener su hegemonía bélica y su indiscutible poder en el país.
La policía, marginada generalmente de ese privilegio, pugna por reemplazar sus viejos Mauser (donación alemana, después de la primera guerra mundial) por el armamento francés (que data de 1949), con el objetivo, dicen, de enfrentar la creciente delincuencia común y la lucha contra los traficantes de cocaína, munidos de sofisticado armamento bélico.
El presidente Siles, además de mantener el precario equilibrio con el poder obrero, tendrá que decidir el destino de la donación francesa, evitando, en todo caso, fricciones con una y otra fuerza en un país cuya historia registra casi doscientos golpes de Estado, revoluciones y complós subversivos.
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