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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los límites de la diplomacia

AL ORDENAR la expulsión del personal de la Oficina Popular libia en Londres, el Gobierno británico ha hecho lo único que podía hacer. Tal vez ha esperado demasiado tiempo, en la creencia de que el líder libio, coronel Muamar el Gadafi, podía dar su brazo a torcer y permitir a Scotland Yard que registrara su sede diplomática e interrogara a sus ocupantes en busca de la persona que el pasado martes disparó contra una pequeña y pacífica manifestación, provocando un muerto y 10 heridos. Casi seis días después de iniciado el cerco, Londres ha concluido que Trípoli no es un interlocutor con el que se pueda discutir amigablemente la aplicación de leyes internacionales.El coronel Muamar el Gadafi sabía que la Convención de Viena estaba de su parte. Ningún país del mundo está autorizado a irrumpir en una embajada extranjera ni a detener a sus diplomáticos, aunque se trate de sedes representativas como las Oficinas Populares, cuya voluntad es la de repudiar, y bien expresivamente por cierto en este caso, el concepto tradicional de diplomacia.

Las declaraciones de Gadafi en el sentido de que su embajada fue atacada por aire y tierra por fuerzas británicas y que la joven policía muerta fue alcanzada por disparos de sus compañeros, son simplemente disparatadas. Nadie atacó el edificio de la embajada y nadie, sino sus ocupantes, según todos los indicios, emplearon armas de fuego contra unas docenas de pacíficos manifestantes.

Ha habido voces en el Reino Unido que han reclamado la revisión de la ley que permite que un asesino se escape sin que el país ofendido pueda impedirlo. La reacción es muy lógica, pero la respuesta, difícil. La Convención de Viena constituye hoy día un elemento esencial de las relaciones entre los países, aunque a su cobijo algunos gobiernos aprovechen la inviolabilidad de las sedes diplomáticas y la invulnerabilidad de su personal para favorecer actividades ilegales en el país que les acoge. En este sentido, Libia no sería el único digno de reproche. Muchos otros, incluso grandes potencias, han utilizado y utilizan sus embajadas para conspirar contra el Estado ante el que están acreditadas. Pero en esta ocasión el delito es más evidente: un asesinato, presenciado por decenas de personas y filmado por la televisión. El régimen de Muamar el GadafI ha rebasado la línea de lo que se puede dejar pasar con los ojos cerrados. Londres no será el único en sacar sus conclusiones de lo sucedido. Otros países, incluido España, deben estar ya tentándose la ropa.

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Lo importante ahora es que la comunidad internacional asegure la protección de la colonia británica en Libia, que puede ser objeto de represalias. El Gobierno de Londres puede haber utilizado estos días de frustrante espera para intentar garantizar el amparo de los 8.500 británicos que viven y trabajan bajo el régimen islámico de Gadafi. Aunque la opinión pública reproche al Gobierno de Margaret Thatcher la lentitud con que ha reaccionado, es justo reconocer que cualquier movimiento precipitado hubiera podido acarrear dolorosas consecuencias para esa colonia. Es de suponer que Londres ha movido todos sus hilos con otros países árabes para asegurar que las probables manifestaciones espontáneas contra el Reino Unido no pasen de gritos y pancartas.

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