La posmodernidad como futura antigualla /2
Este término , tan desafortunado en nuestra opinión como otros muchos que se consagran en el campo de la cultura de tal manera que es preciso usarlos, por lo me nos durante los períodos más o menos dilatados de su consagración, se emplea, sobre todo, en torno al tema de la legitimación de un modo de saber que correspondería a nuestro tiempo: un modo de saber diferente a otros que, en tal caso, podrían denominarse premodernos -los modos de lo que se llama el saber narrativo- y modernos: los propios del saber cien tífico. Establecido como cierto que se da en las últimas décadas una práctica cognoscitiva diferenciada con relación a aquellos momentos, fundamentalmente dos, anteriores, se trataría de un esfuerzo de carácter epistemológico -Crítica o Teoría del Conocimiento se llamaba la asignatura cuando yo la estudiaba en la facultad de Filosofía de la Ciudad Universitaria- para proveer de elementos de legitimación teórica a esta práctica llamada posmoderna; y ello en un cuadro que se llama posindustrial; cuyas características, por cierto, no parecen cualitativamente diferentes de las que el pensamiento de la derecha (por ejemplo, Raymond Aron) definió hace ya muchos años como sociedad industrial, cuyas notas harían prácticamente idénticas las sociedades capitalistas y las que luego se han llamado del socialismo real. Funcionalidad y unicidad serían, corno ya se ha dicho, las propiedades de este modelo que sólo sería inválido, planetariamente hablando, para el llamado Tercer Mundo.Éste modelo unífico -si se dice magnífico para referir la magnitud o la magificencia de un objeto, ¿por qué no decir, en este caso, unífico?- parece, para el llamado pensamiento posmoderno, fuera de toda sospecha y, por tanto, los problemas de legitimación que se plantean no tienen por qué afectarlo: el modelo social unífico y funcional se impone como un producto social evidente en el cuadro de la voceada y hasta vociferada crisis teórica y práctica del marxismo. Al mundo de los cuentos -del saber narrativo- pertenecería aquel modelo herido de teleologia, entre otros achaques; pienso ahora, por poner un ejemplo, en la crítica al marxismo, que en su momento formuló Jacques Monod en El azar y la necesidad; pero podrían recordarse otros.
¿Pero qué se dice en verdad cuando se habla de un saber narrativo? ¿Y tal modo de saber quedó enterrado para siempre por los modos del saber científico moderno? ¿O algo de aquel saber narrativo está siendo recuperado en los últimos años de saber posmoderno? Se tratará de reflexionar un poco sobre estos temas a continuación, claro está que more periodístico, y no sólo porque esto sea un periódico, sino también porque a otra cosa no llegarían nuestros muy limitados alcances.
Sobre el saber narrativo
A quienes escribimos ficciones narrativas o dramáticas no puede por menos de sonarnos muy bíen esto de que haya -¿o haya habido?- un modo narrativo de saber. A nuestra experiencia pertenece el hecho de que contando las cosas se producen ciertas revelaciones -ciertas sí, aunque no certificables, no verificables, lo cual diferencia evidentemente nuestro saber del científico- que son un componente importantísimo, a la larga, de nuestra concepción o visión del mundo. Tan sólo en el hecho de contar algo sucedido o simplemente oído a otro narrador ya se amplía el dominio de nuestro saber, incluso en la forma de descubrir cuánto no sabemos, cuánto de desconocido hay en lo que creíamos conocer; pero la cosa es ya casi tremenda cuando nos inventamos nuestras historias.
Por cierto que ahora, cuando hablo de esto, no puedo dejar de acordarme de algo que sobre Brecht me contó un escritor sueco, Peter H. Mattys, que había sido su amigo y colaborador. Según Mattys, cuando él trataba de informarlo de algo, Brecht le pedía que se lo contara como una historia: "¿Cómo es la historia?", le preguntaba. El poder descubridor del relato, del cuento, quedaba muy bien dicho en esta demanda de Brecht que, para enterarse de la cosa, pedía que se la contaran, que -como dicen los cubanos- "le hicieran el cuento".
Es, desde luego, una forma antigua del saber: antigüedad de la que tendremos que reclamarnos los actuales narradores de historias, por supuesto. Si se me permite un breve inciso personal, puedo recordar que, habiendo escrito y publicado un libro teórico sobre la imaginación, más de uno de sus pocos lectores me ha dicho que es su relato o una novela en la que el incógnito personaje sería precisamente la facultad. imaginante; o también que en mi obra Lumpen, marginación y jerigonza el investigador, yo, desparece, o desaparezco, misteriosamente al final, después de no pocas vicisitudes que quedan patéticamente incluidas en el presunto discurso teórico.
En una sesión académica en La Habana, hace poco más de dos años, traté de definir como una ensayola esta obra; y entonces me acordé, como posible antecedente involuntario de esta, también involuntaria, experiencia (pues, en realidad, yo estaba hecho polvo mientras escribía el libro), de una obra de un escritor sevillano, José Mas, que en los años veinte publicó La locura de un erudito, novela que es, sin embargo, un estudio sobre la catedral de Sevilla.
En cuanto al saber narrativo propiamente dicho, puede bastar ahora con decir que efectivamente son muchas las referencias que podrían hacerse, incluso sin más que la memoria de una persona medianamente letrada, en la que con poco esfuerzzo aparecerán desde los poemas presocráticos y los Diálogos platónicos hasta, por ejemplo, Gaston Bachelard, pasando, desde luego, por grandes novelas, como Así hablaba Zaratustra; y ello en el mundo de lo que se llama la filosofía occidental; porque en el área del pensamiento silvestre seguramente es cierto que todo el saber es narrativo.
Mirando ahora de nuevo este libro de Lyotard, de quien creo recordar que fue uno de los animadores de aquel grupo, bastante famoso en su tiempo, Socialismo o barbarie, me parece que vale mucho la pena -que no es tanta- de leerlo. En él se nos recuerda lo que teóricos alemanes llamaron la Systemtheorie: una teoría tecnocrática, o sea, cínica, por no decir desesperada (Lyotard lo dice). Según esta teoría, la finalidad del Sistema consistiría en la "optimización de la relación global de sus input con sus output, o sea, superformatividad". Ahí queda eso; sin embargo, no es muy difícil de comprender el asunto, a poco que la definición se traslade a una vulgata a nuestro alcance de personas sencillas y nada tecnocráticas.
Digamos que se trata de obtener una mejora de los resultados (perfomatividad) y que para ello es preciso obtener la mejor relación posible, por ejemplo, entre el calor o la energía que absorbe el Sistema y el trabajo que produce. Fuera de este ámbito quedan, pues, como cosas de cuento, como fábulas, temas como el de la verdad, la belleza o la justicia. Lo bueno es, en fin, lo eficiente, y pare usted de contar. Así se pierde, según Lyotard, no sólo el relato, sino hasta la nostalgia del relato perdido, lo cual no implica, oh no, barbarie alguna, sino la adopción de la sobriedad propia del realismo.
Los agentes que trabajaran fuera de estas exigencias del Sistema -cuya filosofía no deja de sonarme a antigualla pragmática, pero, en fin, nihil sub sole novum...- serían algoí así corno funcionarios de la entropía, quiere decirse de la desorganización y, a fin de cuentas, de la muerte, al trabajar contra la vida... del Sistema.
Ser operatorio -y no verdadero o veraz, o justo, o ético, o poético, o patético- y no otra cosa es lo que hay que procurar en lo que el pobre Brecht llamaba. "la era científica".
Menos mal que ya no estamos en esta situación, pues vivimos, culturalmente, en la edad posmoderna, y socialmente, en la edad posindustrial, a partir, aproximadamente, del final de la década de los cincuenta. Se habla, ¡claro está!, de Europa; y la cosa empieza a suceder, más o menos, a medida que se cumplen los planes de su reconstrucción. Cambia, desde entonces, se dice, "el estatuto del saber". ¿Cómo es este estatuto y qué pintamos con respecto a él nosotros, los narradores de historias?
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