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Crónica de sueños no cumplidos

"La mujer y el hombre soñaban que Dios los estaba soñando". Así comienza Memoria del fuego, trilogía de Eduardo Galeano, de la que ya han aparecido los dos primeros volúmenes (I, Los nacimientos; II, Las caras y las máscaras). En la historia de todos los pueblos suele haber un sueño que transcurre en el subsuelo o en el sobrecielo de las arduas vigilias. Tal historia soñada también existe en los pueblos de América Latina, pero hasta ahora no había sido escrita sino fragmentariamente y nunca con el sentido integrador y pesquisante de Memoria del fuego.En su libro más célebre, Las venas abiertas de América Latina, Galeano había analizado con maestría y refutado con autoridad el currículo oficial del subcontinente, pero en su nueva obra desarrolla, anécdota tras anécdota, desengaño tras desengaño, los anales clandestinos, los sueños derrotados, la injusticia acumulada en tantos siglos de rabia y vasallaje.

La historia oficial ha sido siempre un inventario de victorias; los derrotados interesan menos. Hay, sin embargo, algunos célebres derrotados (Artigas, Martí, Sandino y hasta, si se analiza a fondo su circunstancia, San Martín y Bolívar) cuya influencia sobre el presente es considerablemente mayor que la de muchos triunfadores. Memoria del fuego es la saga de un sueño: el de los vencidos. Los indios, los mestizos, los negros, pero también los que amaron con fuerza incontenible, los precursores de la solidaridad, los que se dejaron matar por sus ideales.

Precisamente, en la crónica de las frustraciones, de los sueños no cumplidos, de las esperanzas mutiladas, ahí reside el impulso secreto de una América Latina más cabal de lo que en realidad vino a ser. De todas maneras es bastante útil llegar a descifrar el tono y el mensaje de esas posibilidades perdidas. Perdidas, no muertas. El libro de Galeano es algo así como una posibilidad de resurrección para aquella soñada América posible que en cada emboscada fue perdiendo brío, aliento, expectativa. Los sucesivos colonialismos, imperialismos y racismos han sido demasiado poderosos como para que los pueblos inermes, esos antiguos dueños de tierra y subsuelo, de fauna y flora, pudieran hacer algo más que mantener a duras penas su escarmentada identidad. Y como los subyugados indios no alcanzaban a satisfacer la demanda colonial fue preciso importar esclavos adicionales. Diez millones de negros fueron traídos de África. Como señaló Galeano en un programa de televisión, al cruzar el océano esos millones de africanos no trajeron consigo sus dioses agrarios, sino sus dioses de la guerra. ¿Para qué iban a traer divinidades y mitos que en definitiva iban a beneficiar a sus amos? En cambio, para defenderse de esos amos trajeron a los dioses de la guerra; pero ni siquiera éstos fueron capaces de librarlos del genocidio y del timo. En punto a dioses bélicos, la civilización blanca y cristiana ha sido la mejor pertrechada. Y si no que le pregunten a Hiroshima.

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Reveladoramente, el libro de Galeano tiene mucho que ver con la poesía. Por una parte hay un astuto reconocimiento de cuándo la historia nace ya siendo arte, siendo poesía. Por ejemplo cuando al llamado del cura Hidalgo "la Virgen mexicana de Guadalupe declara la guerra a la Virgen española de los Remedios", y mientras ésta es vestida de generala "el pelotón de fusilamiento acribillará el estandarte de la de Guadalupe por orden del virrey". O cuando el Gobierno de Buenos Aires difunde un violento folleto contra Artigas en el que lo llama "genio maléfico, apóstol de la mentira, lobo devorador, azote de la patria, nuevo Atila, oprobio del siglo y afrenta del género humano", y alguien lleva esos papeles al campamento de Artigas y éste, sin desviar siquiera la vista del fogón, apenas dice: "Mi gente no sabe leer". O cuando Manuela Sáenz, la amante quiteña de Bolívar, 23 años después de la muerte del Libertador, "se divierte arrojando desperdicios a los perros vagabundos que ella ha bautizado con los nombres de los generales que fueron desleales a Bolívar. Mientras Santander, Páez, Córdoba, Lamar y Santa Cruz disputan los huesos, él enciende su cara de luna, cubre con el abanico su boca sin dientes y se echa a reír. Ríe con todo el cuerpo y los muchos encajes volanderos".

Sin embargo, no siempre la historia nace hecha arte; la mayoría de las veces es necesario convertirla en poesía. Si todo el libro viniera en ese envase tal vez sería excesivo, pero el autor dosifica tan hábilmente el aporte, que allí están probablemente los mejores fragmentos del libro. Por ejemplo cuando, lejos del Cuzco, la tristeza de Jesús preocupa a los indios tepehuas, y entonces inventan la danza de los viejos, y cuando Jesús vio a la Vieja y al Viejo "haciendo el amor, levantó la frente y rio por primera vez". Y esos mismos tepehuas que salvaron a Jesús de la tristeza tienen otra peculiaridad. "Para decir amanece, ellos dicen se hace Dios". O cuando en 1834 el recién estrenado Gobierno uruguayo envía a la Academia de Ciencias Naturales de París los últimos cuatro indios charrúas que habían sobrevivido a la "obra civilizadora" del general Rivera: "Antes de un par de meses los indios se dejan morir. Los académicos disputan los cadáveres". Sólo sobrevive el guerrero Tacuabé, que en el museo, cuando se iba el público, hacía música: "Frotaba el arco con una varita mojada en saliva y arrancaba dulces vibraciones a la cuerda de crines".

¿Objetividad para qué?

Desde los mitos hasta el siglo XX; desde las tierras donde nace el río Juruá y el Mezquino era dueño del maíz y del fuego hasta (es sólo una idea para el tercer volumen) que Henry Kisinger

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programa y organiza la caída y la muerte de Salvador Allende. Hay más de un Mezquino en nuestros manuales de historia, pero sólo en raras ocasiones comparecen por sus reales méritos. Los manuales son frecuentemente escritos por los historiadores de las burguesías criollas, y su castellano suele ser tan dócil y encorvable que resulta particularmente apto para ser traducido al inglés.

Galeano reconoce que su versión no es objetiva. La objetividad implica distancia, y la verdad es que ya hemos sido demasiado distanciados de nuestros orígenes, de nuestros motivos, de nuestras sublevaciones.

¿Puede interesarle a la América Latina de hoy el concepto de libertad que difunden el Reader's Digest y los Cuerpos de Paz? ¿Puede interesarle ir pasivamente al encuentro de las leyes, liberales o conservadoras que la clase dominante creó y artículó como instrumento y soporte de sus intereses cuantiosos? Es esa misma clase dominante la que nos ha impuesto su concepto de libertad. Nos ha colonizado también en ese rubro, pero su libertad no coincide con la nuestra. Más aún, su libertad existe a partir de nuestra dependencia.

¿Podemos, frente a esa malversación, caer en la trampa de la objetividad? ¿Objetividad para quién, para qué? ¿Podemos imponernos la objetividad mientras que el enemigo prohíbe, encarcela, confisca, castiga, nada más que por ejercer ya ni siquiera el derecho de opinión, sino el de la mera información? Gran receta la objetividad, insuperable fórmula para cuando se reinicie el juego limpio. Mientras tanto, reclamamos el derecho a ser subjetivos, a poner no sólo la verdad, sino también nuestra pasión, en defensa de lo justo, en defensa del próximo prójimo.

Memoria del fuego podría haber sido subtitulada Historia marginal de América Latina. A menudo la verdad no se halla en los textos del poder, sino apenas en las notas al pie, pero en la mayoría de los casos sólo se hace presente en las anotaciones que en los márgenes va haciendo cada lector, cada comunidad, cada pueblo.

Los profetas de este siglo, desde George Orwell hasta Nicholas Meyer, son augures de la ignominia o de la catástrofe, y sus razones tendrán. Pero los profetas del mundo que era viejo antes de ser nuevo eran más optimistas. Las caras y las máscaras concluye con la transcripción del vaticinio de Chilam Blam, "el que era boca de los dioses": "Los de trono prestado han de echar lo que tragaron. Muy dulce, muy sabroso fue lo que tragaron, pero lo vomitarán. Los usurpadores se irán a los confines del agua... Ya no habrá devoradores de hombres... Al terminar la codicia, se desatará la cara, se desatarán las manos, se desatarán los pies del mundo".

De modo que, puesto a elegir entre Orwell y Chilam Balam, me quedó con este último, ya que si terminada la codicia se desatarán los pies del mundo, puede que eso quiera decir que el mundo echará a andar. Enhorabuena.

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