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Una retaguardia para el patrimonio artístico

La riqueza del patrimonio artístico no ha estado nunca bien salvaguardada, porque las leyes no han sido lo suficientemente claras como para que el cumplimiento de esa conservación sea eficaz. En este artículo se aborda el tema.

Nunca ha estado bien asegurada la necesaria retaguardia para cumplir los preceptos de las leyes y reglamentaciones sobre el patrimonio artístico, preceptos aupados por la buena sensibilidad de algunos políticos -Alba, Cambó, Azaña, Fernando de los Ríos- que siempre tropezaron con la ausencia de una burocracia competente.Don Manuel Bartolomé Cossío heredó de Giner una nobilísima preocupación: impulsar la creación de un equipo de buenos administrativos, pero, al mismo tiempo, sensibles, competentes para la realidad artística: entre los papeles de la época está un proyecto de concurso-oposición en esa línea.

Antes de la ley de 1933, que ya ha cumplido más de 50 años y que fue aprobada sin polémica, tenemos, históricamente, dos ejemplos de esa al parecer utópica unión. Cuando por un decreto del Gobierno Dato se crea la Mancomunidad de Cataluña, su presidente, Prat de la Riba, dice recibir algo vacío, pero promete llenarlo. ¡Y de qué manera lo hizo! Gran mentor de la Mancomunidad fue Eugenio d'Ors, pero había en sus ideas y proyectos lo que era inseparable de su talante, proclive, y no pocas veces, al excesivo personalismo y a la consentida tentación del autobombo. Prat de la Riba, administrador ejemplar por sabiduría, tenacidad y astucia política y administrativa, recoge las iniciativas de D'Ors y del mismo Cambó y da desde Barcelona el modelo de un departamento de Educación con el de Cultura dentro. Pasan los años, y Azaña, que acumula toda una historia interior, encarnada, de visiones de paisajes y de monumentos, influye, en la ordenación del patrimonio artístico, sobre el jurista Fernando de los Ríos, y en el aspecto del urbanismo, dando alas al Prieto ministro de Obras Públicas, amigo a la vez de Secundino Zuazo, que ya en 1931 previó lo que pudo ser Madrid y que no ha sido. Pero en el cruce de estas iniciativas estaba Ricardo de Orueta, director general de Bellas Artes, muy discreto historiador del arte, pero, inseparablemente, excelente administrador, discípulo incluso como administrador de la Institución, de las preocupaciones de Giner y de Cossío.

Definición del problema

No nos engañemos: el gran problema está ahí, porque no es difícil que las leyes sean buenas, pero que la burocracia a su servicio sea ineficaz y peligrosa en grado sumo cuando la ineficacia va unida a la superabundancia. Lo más llamativo es el caso del burócrata horro de sensibilidad artística, pero especialista en dilaciones y enredos, y sabedor de que manda, y no sin resentimiento hacia el historiador, sobre todo si está en la universidad. Transforman lo que debió ser "estructura de servicio" en "estructura de poder". Todavía es más peligroso, por más sutil, la presencia de burócratas con título, pero vacíos de verdadero conocimiento, incapaces de una publicación seria, pero llenando su tiempo de oficina inspirando o adivinando sobre el Boletín Oficial del Estado, del que sí son especialistas, trucos, triquiñuelas, trampantojos.

Antaño era corriente que un archivero, cuya vocación apuntaba hacia museos -tengo en el recuerdo a Gallego Burín-, fuera también abogado. Hoy esto es casi prácticamente imposible, pero si se reforma de verdad la Función Pública habrá que volver a las preocupaciones de Giner, de Cossío, del mismo Azaña, pensando en nuevas generaciones de especialistas, historiadores y museólogos, hacia lo que llamaríamos "humanismo funcional". Con esa preocupación debe hacerse una especie de segunda lectura del nuevo proyecto de defensa del patrimonio artístico. Y puede haber, debe haber, la rápida posibilidad de un ejemplo si la preocupación se hace norma en la deseada, suplicada y urgida ley del Museo del Prado, de la que abierta o solapadamente ha sido enemiga la burocracia de oficina.

Queda, sin embargo, un capítulo fundamental: la presión de la sociedad. Si hacemos historia sensible de los antecedentes de la ley de 1933, recordaremos viajes y escritos sobre los viajes: viajes casi peregrinación de los alumnos del Instituto Escuela -Cossío se sentía discípulo de Galdós explicando en Toledo las ceremonias de la Semana Santa-, cuyos resúmenes eran casi inventario; los viajes en automóvil incansable de Ortega y de Marañón con cadencia de ensayos donde no faltaba la denuncia. En cada viaje de Azaña en automóvil -su único enchufe como presidente- hay una lección de ecología. Tampoco nos explicamos el gusto de la burguesía catalana por su historia y, a la vez, por su modernismo, sin el empuje de obispos como el de Vich. La presión social hacia el buen gusto, la lucha contra la horterada tiene que venir desde la escuela. Si recordamos el pasado reciente basta mirar lo que se ha hecho con Madrid: quitarle lo más distinguido de su memoria. El paseo de la Castellana de hoy es el símbolo más claro de la falta de presión social. En el hoy concreto, ¿consistirá el cambio en hacer compatible la fiesta, la primacía del espectáculo con el cariño por el bien cultural? Hacer eso compatible fue el tierno programa proclamado por Julián Besteiro cuando inauguraba la cristalina fuente de la sierra del Guadarrama. Lo recuerdo cuando estamos en vísperas de discutir la nueva ley del Patrimonio Artístico. Tardé tres días en terminar este artículo pensando en que temas como éste, de cultura global, serían tema preferido en la reunión de intelectuales de Salamanca; pero el desengaño ha sido pleno, y no sólo mío.

Federico Sopeña es musicólogo y escritor, y fue director del Museo del Prado y de la Academia de España en Roma.

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