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Los problemas de un teatro sin autores

Sólo dos autores teatrales de obras dramáticas de nacionalidad española y vivos figuran hoy en la cartelera de Madrid. Las razones de la ausencia de los escritores españoles actuales de los escenarios son diversas. En este artículo se aborda el tema desde distintos puntos de vista.

A veces se tiene la sensación de que el teatro está acabado de hacer definitivamente, en el sentido en que se termina una casa. Ya está hecho se pueden recorrer sus estancias, subir o bajar, cambiar los muebles de sitio, visitar a sus habitantes de siempre, pero nada más. Ir al teatro es casi siempre volver a ver. La antigua revista, el antiguo cuplé, la antigua comedia. El repertorio de ópera, de zarzuela. Aquí está la cartelera, y uno de los dos autores actuales y vivos de ella -Fermín Cabal; el otro es Francisco Ors- nos enseña también un tema antiguo, visto tantas veces en el cine desde la infancia.Se sabe lo que queda de la temporada, se va diseñando la próxima, y la sensación es la misma: volveremos a los añejos salones del palacio. A veces desespera, en lo que ahora se llaman estrenos y son en realidad reposiciones, encontrar las mismas personas de hace 30, 40 años: ser una de esas personas. Como en las cenas de la Nochebuena familiar, contamos las bajas, las ausencias de los que se fueron... Y hay alguien que piensa en los que no estarán el año próximo.

También se reflexiona así mirando al escenario, recordando quiénes hacían este, aquel papel, y cómo lo hacían. Si alguien quiere saber cómo era España, o cómo era Europa, hace medio siglo, puede ir al teatro. Si se quiere saber cómo es España hoy, o cómo es el mundo de hoy, no lo va a encontrar en él. Puede verlo en el cine o en la televisión, puede leerlo en los libros. El teatro español de ahora no se lo va a contar. Parece que no le hace falta. Está ya hecho, está ya terminado. Está en su séptimo día.

Brillantes y opacos

Se aduce que la novedad está en los montajes. Los hay brillantes, los hay opacos; los hay que luchan con el texto para tratar de sacarle algo que no estuvo allí, y se lo ponen; los hay que tratan sencilla y humildemente de representarlo. El trabajo es con mucha frecuencia inteligente, muy teórico. El teatro ha ganado mucho en el último medio siglo en cuanto a representabilidad, si se puede decir así. Las luces, los sonidos, los vestuarios, las escenografías ...

Ha ganado no sólo por su propio trabajo, sino por el de los demás: otros medios de expresión y de dramatización han educado al público, y éste está mucho más preparado que antes para una comprensión rápida: el paso del tiempo, su dilatación o su abreviatura; las transiciones de los personajes, la simultaneidad de lugares de acción, el compendio de los antecedentes con cuatro palabras, lo innecesario de las justificaciones prolijas o de explicaciones reiteradas, la rapidez del diálogo. El tratamiento de obras anteriores por estas vías lentamente adquiridas es incierto. Puede dar resultados brillantes, pero puede resultar contradictorio con el texto mismo de la obra. Pasa más veces esto último, hasta el punto de que parece, salvo excepciones, una ley: un texto -una obra- está hecho para una manera determinada de representación, tiene una unidad en sí mismo, y presenta anomalías si se hace de otra forma.

El teatro es una literatura caracterizada por una economía muy estricta: trata de narrar algo o de presentar algo muy determinado, generalmente con un móvil crítico o moral (entendiendo la moral como algo propio, como un concepto del mundo, la sociedad, la vida) de quien lo ha escrito, dentro de una limitación de personajes, de espacio, de tiempo. Esto quiere decir que en una obra auténtica nada debe suceder ni decirse en vano: todo funciona en relación con todo. Esta ley es aplicable lo mismo a un monólogo que a una obra multitudinaria, para el realismo que para la vanguardia. Se entiende que cada alteración que se haga en ella transforma su economía; puede llevarla a la ruina.

Parece que lo lógico es que todas estas adquisiciones que el teatro ha hecho en el último medio siglo, toda esta nueva personalidad del espectador, se utilice por dramaturgos y para dramaturgos y para contar el hoy o el ayer escrito desde hoy. No se está haciendo. No es verdad que esta casa esté acabada de hacer, y no basta con cambiar los muebles de sitio o poner cortinas y lámparas nuevas, o un hilo musical.

Parece urgente, por tanto, que se tome una serie de decisiones para acabar con el conservadurismo, con el miedo, con la incapacidad de asomarse al balcón de hoy. Parece urgente que se vuelva al teatro de autor, en la convicción de que no es un regreso, sino precisamente un progreso. La modernidad del teatro está, como cualquier otra modernidad, en lo que cuente, lo que examine, lo que aborde. Parece también que hay una necesidad de ese teatro, y una solicitud por escucharlo y verlo. En otros tiempos se culpaba a los empresarios comerciales de ese conservadurismo que les llevaba a actuar sobre lo seguro, cerrando el paso a la aventura. Hoy apenas existen ya esos empresarios, y no es la ganancia económica la que determina una programación. Hay, incluso, despilfarro de fondos públicos: que lo haya en una especie de recuperación del pasado o en la creación de prestigios y biografías de los programadores parece una paradoja.

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