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Tribuna:El asno de Buridán
Tribuna
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Quizá demasiado fácil

Estados Unidos de Norteamérica, que es país heredero, a partes iguales, del puritanismo religioso y la epistemología empirista, resuelve sus problemas políticos matando al responsable, si triunfan las tesis modernas, o curándose en salud y eliminando de entrada al candidato, si es que se imponen las corrientes radicales. Aquí en España, con el ánimo perturbado por las posturas preconciliares tridentinas y la metafísica tomista, solemos tirar por caminos menos explícitos y más complejos y enrevesados y arbitramos acudir a mecanismos que recuerdan, en sus numerosas bifurcaciones y un tanto arriscadas salidas, al encaje de bolillos y el billar a tres bandas, entre otras sorpresas del equilibrio. La ley electoral de D'Hondt ha venido a rematar la jugada, ya que mediante el voto de castigo se pueden conseguir maravillosas combinaciones y carambolas. Entre nosotros -y dado que no todo el mundo es experto en artes estadísticas y teoría de los juegos- tampoco resulta rara la vuelta a más tradicionales formas de vejación: el sambenito, quizá la más popular de todas las posibles.Colgar el sambenito a un político, o a un obispo, o a un concejal, es deporte que entraña poco riesgo y ninguna aventura y que, como contrapartida, encierra muy grandes posibilidades de éxito. Si el ingenio para sambenitar funciona con una mínima gracia y aun tan sólo lo suficiente, el eco público está asegurado, ya que en un país como el nuestro en el que la envidia es el orgullo nacional -la lepra nacional, decía Unamuno-, los sambenitos ejercen de martillo de notoriedades e hirsuta máscara de las bienaventuranzas que premian la humildad. Ya que el fuego del cielo -suele pensarse- casi nunca fulmina al soberbio, habrá que echarle una mano para que funcione. Esa mano española, frente al espejo del pragmatismo yanqui, da menos trabajo al forense e impide, o al menos dificulta, la proliferación de las artes y oficios e industrias de las pompas fúnebres. En Nueva York, en la calle 14, al sur de Manhattan y casi orillando el Greenwich Village en que se refugiaron los hippies antes de que Andy Warhol los declarase monumento nacional, las funerarias se anuncian con letreros de neón y escaparates para el mejor alarde del muestrario: velatorios de lujo, con música de cámara y el cóctel preferido por el difunto razonablemente bien elaborado; entierros de estilo criollo, con jazz y gospel a cargo de la hermana Anme Pavageau (se hace un considerable descuento a las familias), etcétera. En Madrid, y en La Coruña, y en Santander, y en Almería y en Palma de Mallorca, se cuentan chistes de Morán.

Nuestro ministro de Asuntos Exteriores carga sobre sus espaldas una de las más eficaces colecciones de sambenitos que se hayan podido colgar a nadie en los últimos años, aunque tampoco sea el único hombre público al que tal cosa acontece, por supuesto. El presidente Suárez tuvo ministros que, al decir popular, florecían de noche, como los cactus y los vampiros, y gastaban su tiempo, su costosísimo tiempo, en romper corazones o, al menos, probar a hacerlo. Los fútbolistas del Barça, mejor fuera decir el crack de turno que el Barça puede comprarse gracias a sus legiones de socios, el espíritu de empresa comercial (recuérdese que el Barça es algo más que un club) y el acertado ojeo por tierras de herejes no tarda mucho en recibir su estigma correspondiente. Pero nuestro ministro está batiendo todos los récords conocidos en el acoso y supuesto derribo. ¿A qué se debe tal éxito?

Conozco hace años a Fernando Morán y podría contar dos o tres anécdotas -quizá media docena de anécdotas- en las que figura como indiscutible protagonista, aunque bien sé que nadie las aceptaría como chistes de Morán, por dos motivos: porque son ciertas y, en consecuencia, originales, y porque Morán no cumple en ellas con el papel de clown. Los chistes de Morán suelen ser viejísimos y no poco ingenuos chascarrillos que pasaron ya por la historia con otros y más anónimos protagonistas y que muestran, sin excepción, la figura de un hombre rayano en la necedad. Tampoco podía ser de otro modo, y me duele que los españoles ni siquiera seamos capaces de inventar los chistes al ritmo necesario. No basta que los aburridos funcionarios (civiles y militares) sacudan su pereza y apliquen sus fuerzas, ante lo excepcional de la causa, a la fatigadora y también odiada tarea de hacer trabajar la mente. Y puesto que no basta, hay que echar mano de lo ya conocido, que gana en lozanía y en primor al incorporar como figura eje a Fernando Morán.

La imagen de la bobería también es obligada. Fernando Morán resulta un ministro de Asuntos Exteriores un tanto atípico y no es preciso, para convencernos de ello, sino repasar sus antecedentes políticos y profesionales. Morán sabe de sobras que la eficacia y el barullo están reñidos en los negocios diplomáticos y, para colmo, entiende que la España imperial pertenece, tanto por su talante como por sus fueros, a otros siglos pretéritos y ya lejanos. En general son ésas unas condiciones que deberían bastar para impedir a cualquier español el acceso a una cartera ministerial, según puede comprobarse repasando no muy distantes nóminas anteriores. Pero, por desgracia, Fernando Morán suma la condición, de todo punto intolerable, de ser un escritor al día y un intelectual de prestigio, circunstancia que el sambenito no podía dejar de tener en cuenta.

Si Fernando Morán fuera idiota, el asunto transcurriría de forma muy distinta. Estamos en un país en el que la inteligencia se premia con la moneda del odio y la rabia del prójimo, y la estupidez, cuando no se aplaude, siempre, al menos, se disculpa. No pocos prestigios políticos españoles obedecen a la falta de talento y, en consecuencia, de peligro, del prócer o del fantasma de turno. La patente de corso puede alcanzarse enarbolando el gallardete que pregona la ausencia de cualquier virtud capaz de hacer sombra a nadie y, en tales casos, tampoco es preciso que circulen los viejos chistes reciclados. El camino es fácil, quizá demasiado fácil, y Morán es diferente. Y, para colmo, socialista. Afortunadamente para el cuento también es español, porque en el país de los pragmatismos, los puritanismos y los empirismos, sí que hubiera podido durar poco.

Copyright Camilo José Cela, 1984.

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