El arte, imprescindible para vivir
La noticia de la muerte de Joan Ponç ha golpeado a sus amigos de un modo intenso, probablemente más por las extraordinarias ansias de vida y el buen estado de ánimo que había manifestado en sus recientes apariciones públicas, en ocasión de las inauguraciones de sus Capses secretes. Después de prácticamente toda una vida de difíciles relaciones con su entorno, parecía como si finalmente Ponç se hubiera reconciliado con él y sintiera una gran plenitud, una sensación de paz y felicidad. Quizás también ha golpeado más porque la lucha, esa durísima lucha mantenida contra la enfermedad en los últimos años -una progresiva ceguera y un grave problema renal que obligó a un trasplante de riñón este invierno, y del que aparentemente parecía recuperado-, merecía otro final que el súbito paro cardiaco, que segó su vida.Algunos trabajos de Ponç, vistos recientemente en diversas muestras, pero sobre todo la exposición Ponç precursor, que su amigo Salvador Riera le dedicó para conmemorar los 10 años de existencia de la galería Dau al Set, permitieron a las generaciones más jóvenes una real valoración del papel de Pong en la escena artística catalana de los años 40 y la constatación de que la pintura y el dibujo fueron para él algo necesario para sobrevivir, para librarle, como en un acto mágico, de todo aquello que intentaba destruir sus esencias. Esa fidelidad a sí mismo, ese estar atento a las voces interiores, trabajando con intensidad frente a la indiferencia, el desprecio o el rechazo, resultaron tanto o más válidas que el interés indiscutible de sus obras. Éstas fundían deliberamente lo real y lo irreal, Pong anulaba las fronteras entre lo uno y lo otro. Una frase de San Juan de la Cruz -"el camino seguro del hombre estriba en creer cada vez menos en las cosas que ve, pero no existen, y cada vez más en las que no ve pero existen"- le impresionó profundamente y le reveló algo que sentía en su interior, indentificándose totalmente con ella.
Su mirada fue la del visionario y ante ella los espejos no devolvieron la realidad aparente de las cosas, sino el caos que el rodeó, lo incomprensible, lo opresivo, lo absurdo de la existencia. Por eso sus obras resultaron incómodas, inquietantes y alucionadoras. Hombres-reptiles, de uñas afiladas, con el cuerpo cubierto de escamas, que nos espiaban por todos los rincones, personajes desheredados que vagaban por el mundo intentando disimular la hipertrofia que les afectaba, la religión y el sexo -que se le aparecían íntimamente ligados-, insectos, lunas, soles, elementos vegetales... invadieron la dimensión completa del papel o la tela y lo impregnaron todo de un espíritu desdeñoso, irónico y cruel. Probablemente son esos tres adjetivos los que describen más claramente el trabajo de Ponç.
Su vitalidad de visionario conectó con muchos artistas jóvenes. Ponç negaba haber formado escuela, a pesar de la gran cantidad de seguidores: "Esos artistas no hacen Ponç por mucho que lo afirman. Comunican con el mundo del cual he salido. Es posible que, por haber hablado de él antes que ellos, de la impresión de que ese mundo es mío, sin embargo, no es así. Es un mundo con el que yo he conectado. Yo no soy más que un transmisor. Ese mundo ha existido siempre".
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