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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Drogas duras y blandas

LOS NEXOS existentes entre las nuevas formas de delincuencia juvenil, el consumo de droga dura y el paro generalizado -que afecta con especial gravedad a los grupos de edad en busca de primer empleo- exigen análisis rigurosos y soluciones eficaces. Los atestados policiales y los procesos contienen numerosos ejemplos de atracos realizados por muchachos que intentan conseguir dinero para adquirir las dosis de heroína a que su dependencia les fuerza. Ante ese dramático panorama, incumbe al Gobierno y a la sociedad el deber de aunar esfuerzos y de plantearse la cuestión de la delincuencia juvenil, asociada al consumo de drogas duras y al desempleo, como un tema prioritario que debe ser situado al margen de su utilización demagógica por la oposición de derechas. El Congreso y el Senado deberían también tomar cartas en el asunto y formar comisiones de encuesta.Resulta indispensable una acción policial y una judicial para investigar y desmantelar los circuitos de importación y distribución de la heroína en nuestro país, controlados por grupos mafiosos y por traficantes internacionales que obtienen fabulosas ganancias a costa de la ruina física y de la destrucción psíquica de los drogadictos, condenados también a la delincuencia a causa del elevado precio que tienen que pagar para obtener la heroína. Esos siniestros comerciantes que negocian con el dolor y con la salud de sus clientes no están en sórdidos tugurios suburbanos, sino en confortables y respetados despachos. Las bandas de delincuentes constituyen el eslabón último de una cadena que nace en medios sociales elevados, de los que depende en última instancia el entramado de la droga dura y a los que se encauzan los enormes beneficios de ese negocio. La comprobación de que la heroína disponible en el mercado negro español combina sus precios astronómicos con la mezcla de sustancias más nocivas incluso para la salud que la propia droga muestra la catadura moral de esos mercaderes de la muerte.

Ni que decir tiene que es preciso prevenir y reprimir los atracos y robos realizados por jóvenes en busca de dinero para adquirir drogas duras. Pero la sociedad no puede resignarse a lanzar para siempre a los infiernos de la marginación, las cárceles y la delincuencia profesional a los muchachos que han quedado aprisionados por la dependencia de la heroína. El programa electoral del PSOE prometió hace año y medio que "la drogadicción se entenderá esencialmente como un problema de salud pública", de forma tal que "el Estado, a través de sus instrumentos de política sanitaria, dispondrá de los medios necesarios para la desintoxicación y reinserción social del toxicómano". Resultaría inimaginable que la única respuesta del Gobierno ante el crecimiento combinado de la delincuencia juvenil y la dependencia de la droga, sobre el trasfondo de un desempleo generalizado, fuera simplemente el endurecimiento de las penas y el hacinamiento de las cárceles. Si la Constitución ordena que "las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y la reinserción social", con mayor razón todavía hay que exigir centros de desintoxicación para los drogadictos.

El nerviosismo que se ha apoderado del Gobierno las últimas semanas hace temer que la dirección de sus esfuerzos no se dirija hacia la solución de las causas del problema, sino hacia el aplastamiento sin más de sus efectos coyunturales. A las tentativas de resucitar la ley de Peligrosidad Social se ha sumado una comunicación del ministro de Sanidad al fiscal general del Estado para proponerle una reinterpretación del artículo 344 del Código Penal a fin de que los productos derivados del cannabis, como la marihuana y el hachís, pasen a ser considerados como "sustancias que causan grave daño a la salud". De aceptarse esa sugerencia desaparecería la distinción entre las drogas duras -"sustancias que causan grave daño a la salud"- y los productos derivados del cannabis, denominados en ocasiones drogas blandas, aunque no presentan ninguna de las características propias de las sustancias adictivas. Y los propósitos de la exposición de motivos de la ley de 25 de junio de 1983 ("la necesidad de disponer de un margen punitivo que dé respuesta diversa a lo que sea diferente") resultarían desvirtuados por una simple circular de la fiscalía.

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Que un ministro culto como Ernest Lluch haya entrado en el atemorizado vértigo promovido por Barrionuevo no es el aspecto menos preocupante de ese grotesco informe enviado al fiscal, que contradice la extensísima literatura científica producida sobre el cannabis en el mundo entero. Pero peor es que la rastra de insensateces de la comunicación del Ministerio de Sanidad contribuya a desviar la atención del único problema que podría plantear hoy el consumo de marihuana en España; esto es, el aprovechamiento de los circuitos comerciales clandestinos de productos derivados del cannabis para hacer circular por ellos droga dura, como directa consecuencia de una política represiva indiscriminada. Los informes de los expertos en Estados Unidos coinciden en afirmar que la única forma de evitar que el cannabis -cuyos perjuicios para la salud son en no pocos casos menores que el alcohol, que merece en cambio la atención protectora de algunos Gobiernos- se convierta en problema es conseguir que la cultura occidental genere hábitos de consumo correctos. Empeñarse en seguir tratando a un muchacho que fuma un porro como un delincuente a secas es ayudarle a convertirse en delincuente. La despenalización de la droga blanda no es nada espectacular. Lo espectacular es el fracaso de los servicios aduaneros de la Guardia Civil y de la policía en la represión del contrabando y tráfico de heroína, cuando tanta gente sabe en Madrid, Barcelona, San Sebastián o Sevilla en qué esquinas se sitúan los camellos vendiendo muerte.

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