El día después y el día antes
Ha llegado a España la película sobre los horrores de la guerra nuclear. Es de suponer que despertará entre nosotros numerosos comentarios, al igual que ha ocurrido en otros países. Es bueno que así sea. El tema no es baladí: es, quizá, el más importante para la mayor parte de la humanidad. Y si bien no es cierto el dicho fordiano de que la historia no sirve para nada (History is bunk), podría ocurrir que así fuera si la guerra nuclear llegara a materializarse. En consecuencia, parece lógico que los historiadores -sobre todo los contemporaneístas- y los economistas -el maestro Viner ya lo hizo- nos convirtamos, bien que mal, en teorizantes del sistema de relaciones nucleares.Desde esta perspectiva, ¿qué es y no es El día después? Es, ante todo, un estudio de caso: el microcosmos, brutalmente alterado, de un pequeño pueblo norteamericano a consecuencia de un ataque nuclear a una gran ciudad próxima, Kansas City. Las imágenes estremecedoras de la destrucción de esta última son el pórtico de la vida ulterior: existencias destrozadas, inadecuación de las medidas de defensa civil, exposición de la población a la radioaetividad, las enfermedades y la muerte, insuficiencia de medios sanitarios, colapso de la ley y del orden, dificultades de la recuperación. Se atisba una sociedad deshecha más allá de los confines de Kansas y del pueblecito, gracias al discurso, huero, del presidente norteamericano, que reflexiona sobre cómo Estados Unidos ha encajado el golpe, ha abierte, negociaciones de paz y vuelve a estar en condiciones de seguir siendo bastión de la libertad.
La comparación entre las escenas, sobrecogedoras, que provoca el aterrizaje de los misiles y la casi total ausencia de datos políticos y de contexto que explicarían el estallido de las hostilidades es, a la vez, el punto fuerte y débil de la película. Ésta, en efecto, ejemplifica una aplicación posible de la lógica del sistema de disuasión. Hay (no se sabe por qué) un bloqueo de Berlín que desencadena la crisis: confrontada con un desmoronamiento de los niveles de defensa convencional en Europa, la OTAN decide lanzar varios proyectiles nucleares sobre las fuerzas agresoras del Pacto de Varsovia. La represalia soviética aniquila el cuartel general en Bélgica, y rápidamente se produce la escalada, que involucra a los misiles intercontinentales de ambos bandos. Europa, desde luego, ha sido la primera en sufrir las consecuencias.
Éste es uno de los múltiples escenarios pensables, y si no recibe en la película más atención es porque sus realizadores han preferido concentrarse en el microcosmos provinciano próximo a Kansas City.
Los estudios realizados por varios organismos oficiales y diversas entidades universitarias en Estados Unidos (no conozco otros de procedencia soviética) hacen pensar que los daños plasmados en la película pecan por defecto. Ciertamente, no es lo mismo leer centenares de páginas técnicas que ver horripilantes imágenes en pantalla. Pero los estudios son conocidos y han aumentado en número y calidad. Su análisis es inexcusable para los políticos, diplomáticos y militares con peso en las decisiones de estrategia y táctica nucleares. La política no revela, pues, nada nuevo. Lo que ya se ha pensado y apuntalado, más o menos científicamente, es incomparablemente peor.
Esto nos lleva al día antes. ¿Cómo evitar que se produzca una apertura de hostilidades que empuje a la escalada nuclear? Convencionalmente, se afirma que ésta es la responsabilidad histórica de la teoría y de la política de la disuasión, concepto vago y multiforme si los hay. Además, entre las declaraciones y el oscuro mundo de las realidades tecnológicas se ha abierto un foso cada vez más amplio: la doctrina de la destrucción mutua asegurada se ha visto socavada por el desarrollo de nuevos y sofisticados sistemas nucleares de alta precisión, cuyo papel estriba en rescatar la posibilidad de guerra, paralizando estructuras vitales del adversario; por teorizaciones de guerras nucleares controladas o limitadas y por el mantenimiento de definiciones estratégicas que, en las nuevas condiciones de la tecnología, resultan cada vez menos creíbles.
En tal evolución participan tanto los norteamericanos como los soviéticos. Ambos buscan hacer verosímil la guerra nuclear para, se afirma, reforzar la disuasión. Cómo reconceptualizar y re
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configurar ésta es uno de los grandes desafíos de nuestra época.
Al comienzo de los años sesenta, el entonces secretario de Defensa norteamericano, Robert S. McNamara, consideró que un número de misiles equivalentes a 400 megatones (es decir, con la capacidad destructiva de, 400 millones de toneladas de TNT: a efectos de comparación, los explosivos lanzados durante la seg,unda guerra mundial no pasaron de tres millones de toneladas) podría aniquilar entre el 50% y el 65% de la capacidad industrial soviética y matar a unos 75 millones de habitantes de la URSS. Serían suficientes para infligir un daño inaceptable para ésta. Aumentar los arsenales provocaría rápidamente rendimientos decrecientes.
En la actualidad, el megatonaje equivalente de las armas nueleares existentes se estima en torno a los 16.000 millones de torieladas. Hay, pues, un abrumaelor excedente de capacidad destructiva: el llamado overkill.
¿Qué significa esto en términos de la sacrosanta doctrina de la disuasión? Según un estudio de la Arms Control and Disarmament Agency norteamericana, del año 1978, un ataque soviético contra Estados Unidos (el famoso primer golpe) que tuviera éxito podría suponer la pérdida de una gran parte de los misiles intercontinentales, de la totalidad de las armas nucleares a bordo de submarinos en puerto (40%-50% de la fuerza) y de todos los bombarderos que no estuvieran en estado de alerta (70% de la fuerza). No cabe afirmar que el daño hubiese sido escaso.
Pues bien, suponiendo una cota del 30% de supervivencia para los misiles intercontinentales, todavía se dispondría de más de 4.000 armas nucleares, con las que Estados Unidos estaría en condiciones de tomar represalias. Su lanzamiento implicaría porcentajes de destrucción varios, según que las fuerzas norteamericanas se encontraran previamente en estado de alerta normal o incrementada. En el primer caso, las pérdidas soviéticas estimadas ascenderían a un 65%-70% de la capacidad productiva atacada directamente, y a un 60% de la que no fuese blanco directo. En el segundo caso, los porcentajes serían del orden del 85% y del 80%, respectivamente. Es decir, después de un primer ataque soviético, durísimo, contra Estados Unidos la respuesta de éstos dejaría hecha añicos a la URSS como sociedad organizada.
Otro estudio del Office of Technology Assessment sugiere que 10 misiles destruirían el 75% de la capacidad soviética de refinación de petróleo, paralizando la industria y la agricultura del país.
¿Para qué se necesita, pues, acumular incesantemente nuevos ingenios de destrucción si los niveles de disuasión razonables están infinitamente sobrepasados y la espiral nuclear no ha cesado de crecer? La respuesta es que la disuasión no es, esencialmente, un concepto militar, sino una valoración política. Son las dimensiones no militares -económicas, psicológicas, perceptuales, etcétera- las que definen sus modalidades, dejando el campo libre a la tumultuosa pulsación tecnológica. La argumentación militar en que se basa (y que, ciertamente, es indispensable) resulta esotérica, pero recubre malamente una total falta de imaginación y de voluntad políticas.
Son estas últimas, pues, las que deben ser incentivadas para redefinir las nuevas modalidades necesarias de la disuasión y su puesta en práctica. Es difícil pensar que el estímulo para ello proceda del establishment militar o tecnológico. Son los políticos y una opinión pública cada vez más informada y crítica ante las vacas sagradas de la disuasión que conocemos los que deben promover el cambio.
Habría que explicar por qué personas por encima de toda sospecha (y no vendidas precisamente al oro moscovita), como Robert McNamara, George Kennan, Gerard Smith, etcétera, replantean la disuasión al uso.
Ellos y otros han sugerido múltiples propuestas de cambio: renuncia al primer empleo de armas nucleares (lo que conlleva toda una reestructuración en profundidad de doctrina, estrategia, organización de fuerzas, dotación de medios, etcétera) con elevación de los niveles de defensa convencional o no nuclear (lo que implica detraer recursos de otras utilizaciones); congelación de los arsenales nucleares, reducción -negociada o no- de éstos, etcétera.
Éste es el día antes: cortar o reconducir una evolución a la que rusos y norteamericanos se entregan con fruición y a la que los europeos y el resto de la humanidad asistimos impotentes.
Llamar la atención sobre el día después no está mal. Pero si ello no ampara un poderoso movimiento político que inicie el cambio en los esquemas habituales de la disuasión, tal y como ha venido practicándose hasta ahora, no servirá para nada.
Es una muestra de la fortaleza del mundo occidental el que sea en él precisamente en donde haya comenzado el debate. Lo que le conviene (nos conviene a todos) no es necesariamente lo que pasa por ortodoxia en el Pentágono o en el Kremlin, que parecen haber dejado que la política se convierta en una mera función del avance de la tecnología bélica.
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