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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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Nacionalismos pasados, presentes y futuros

En el comienzo mismo de la modernidad, y sobre una base implícitamente nacional, en tanto que constituido en un territorio y con soberanía sobre unos súbditos, el Estado se afirmó como el ámbito de institucionalización del poder y como el aparato de la Administración burocrática. La política, el asunto de la vida pública, se ejercía o representaba en el escenario de la corte. La cour, y no la ville. La cour, en la corte por excelencia, la de Versalles, estaba incluso geográficamente separada de la ville, la cual, en cambio, fue, y cada vez más, el locus del cambio social de la burguesía y de la afirmación de su nuevo poder económico. En España, tras la decadencia mercantilista de Sevilla, y a punto ya de producirse la de Cádiz, Barcelona fue la ciudad por antonomasia como capitalidad del desarrollo económico, y entre cilla y Cádiz se extendían el campo y la semirruralidad. La ciudad por excelencia, muchísimo más alejada de la corte de lo que París lo estaba de Versalles.Los nuevos sujetos históricos de la modernidad, los Estados, empezaron a actuar como tales sujetos gracias, precisamente, a su poderosa base económica. Génova y Venecia, repúblicas constituidas bajo la forma renacentista -es decir, mimética- de las antiguas ciudades-Estados, venían cultivando desde hacía tiempo el gran comercio de ultramar; luego, España y Portugal, descubridoras y colonizadoras de América, monopolizaron el comercio de las riquezas del nuevo continente; después, los Países Bajos e Inglaterra hicieron otro tanto con la parte noreste de aquél, y entraron en competencia con los Estados peninsulares para el dominio del océano y, en fin, Inglaterra logró el indiscutido imperio del mundo a partir de su revolución industrial. La historia del poder de los Estados occidentales es inseparable de la historia de su poder económico: mercantilista, primero; de capitalismo mercantil, más tarde, y, finalmente, de capitalismo industrial-mercantil.

Tendencia a la totalidad

Sobre esa base económica -es inviable un nacionalismo de la modernidad separado de su base económica- se fundan los Estados soberanos de la Edad Moderna, Estados absolutistas, primero, pero ya nacionalistas también, aun cuando de un modo paternalista. Implícito todavía, o explícito ya, el nacionalismo tiende a ser total y, por tanto, religioso no menos que político. En Alemania, y merced a Lutero, el nacionalismo religioso se adelanta en siglos al político; en los Países Bajos, Holanda abraza su calvinismo en lucha contra España; Inglaterra se dota de su confesión religiosa anglicana, y el catolicismo latino adquiere en cada Estado sus fuertes tintes nacionalistas.

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A partir del siglo XVIII, la nación empieza a pretender primacía sobre su superestructura o Estado, y así, Adam Smith, el primer teórico del capitalismo, ya no habla, more mercantilista, de la riqueza de los Estados, sino de La riqueza de las naciones, y la Revolución Francesa proclamará el dogma del Estado nacional, independiente, soberano y sujeto de la historia. Es ahora la nación la unidad fundamental, de tal modo que el ejército, en tanto que nacional, no será sino "la nación en armas", y la guerra, la nación "en pie de guerra". Se ve, pues, que sin exageración puede decirse aquello de que la nación -y no sólo, ni siquiera principalmente, para entonces la muy decaída España-, la nación del nacionalismo, es el sujeto histórico de la modernidad. Justamente lo que han querido ser todas las naciones en el día y en la víspera de su gloria.

Soberanía y representación

Con la revolución, el Estado absolutista se convierte en el Estado nacional, y el soberano deja de ser el rey para ser titulado como tal el pueblo o nación, del que los parlamentarios son sus diputados, delegados y representantes. El ámbito o espacio político pasa a ser ahora, al menos nominalmente, el territorio nacional. Pero la miniaturización efectiva de ese espacio, su representación -también desde el punto de vista escénico-, lo constituye el espacio físico del edificio de las Cortes. ("De la corte a las Cortes" es expresión que puede valer como resumen semántico-espacial de aquello en lo que consistió la revolución del nuevo régimen.)

La soberanía nacional convierte a los súbditos en soberanos. En el límite, en el ideal, "político" y "ciudadano" significarían lo mismo: todos y cada uno de los ciudadanos españoles -en el caso de nuestro Estado-nación- seríamos, en tanto que tales, auténtica y continuamente políticos. Los ciudadanos-políticos, a través de la voluntad general -que harían todos suya-se funden en la unidad cuasimística de la nación como sujeto de la vida pública, del poder político y del poder militar, como dijimos, también.

El romanticismo, historicista-pasadista, vio en las naciones unas realidades orgánicas, unos seres vivos e históricos enraizados en una tradición y poseedores de una identidad. Y, por lo mismo, clamó contra el hecho de que algunas naciones permaneciesen irredentas; así, la Grecia por cuya liberación de los turcos luchó Byron o la Polonia cuyo irredentismo es un fantasma que recorre el siglo XIX. Y a imagen de estas naciones que parecen serlo inequívocamente, pero que yacen desprovistas de autodeterminación y Estado, surge un micronacionalismo meramente cultural (lingüístico y literario) en el Mediodía francés, el de la langue d'Oc, y en seguida, pero pronto con carga política, en la Cataluña española.

Gradaciones nacionales

Durante el siglo XIX, el nacionalismo ha sido la creencia -en el sentido orteguiano- de los europeos. Y por ello, los Estados nacionales eran vistos también como los actores de la política internacional, aun cuando en verdad no todos, sino sólo las grandes potencias. Se daba así una gradación en tres -o cuatro- planos: grandes potencias, Estados nacionales, naciones irredentas y micronacionalismo, por entonces puramente cultural. Y en el sistema liberal, a la dívisión de poderes dentro de cada Estado correspondía el principio del balance of power en el plano internacional.

Un primer enfriamiento de la mística de la nación y el Estado-nación lo constituyó la concepción, de origen inglés (Locke), del Estado-empresa (macroempresa), dentro del cual hay los empresarios o propietarios, que tienen hecha una inversión en ella (fundamento del sufragio censitario), y unos proletarios u obreros, integrados en ella, pero simples subordinados o empleados. El burgués, dentro de esta concepción, no es propiamente citoyen que elige sus diputados representantes, sino accionista que delega en consejo de administración (partidos, Parlamento, Gobierno). Sigue siendo, sí, ciudadano, en tanto que, cada vez más, habitante en las ciudades; ciudades que, como Londres o París, son, a la vez, capitales políticas de la nación y capitales culturales del mundo; ciudades surgidas de nueva planta como puras ciudades industriales (así, Manchester), y ciudades que a su importancia administrativa y cultural agregan su capitalidad industrial (así, Milán, Barcelona y, más tarde, Bilbao y otras). De este modo, acontece un giro desde el nacionalismo foralista-tradicionalista hasta el nacionalismo ciudadano- urbano, de urbes todas ellas total o parcialmente industriales.

Si la concepción burguesa empresarial destruyó la mística nacionalista del citoyen, su réplica, la concepción marxista, la reemplazó por otra, supranacionalista: la del proletariado como clase mundial, por encima de las fronteras nacionales. Mas también aquí el proletariado, a partir de Lenin, es representado por el partido, y éste, por el Soviet Supremo.

Cataluña y Euskadi

Se ha dicho va que los nacionalismos modernos surgieron sustentándose sobre una base económica y nutriéndose de religiosidad, bien auténtica, bien sucedánea, o, por el contrario, de un "buen sentido" que distingue y separa lo político de lo religioso. Veamos lo que ocurre con estos caracteres en nuestros dos nacionalismos intraestatales clásicos: el de Euskadi y el de Cataluña o Catalunya. Es evidente que ambas comunidades adoptaron antes, y mucho más plenamente que el resto de las que integran el Estado español, la nueva moral de la acción secular y la nueva economía capitalista. También que el País Vasco ha sido, junto con Navarra, el país con más elevado índice de práctica religiosa. País supercatólico, por decirlo así, y, a la vez, el poseedor de un máximo sentido religioso de su propia comunidad o nacionalidad. En cambio, Cataluña, con su seny, lo más parecido en Europa al common sense, acusa muy pronto su comunitario sentido empresarial de la vida -en tanto que el empresariado fue en Euskadi, en principio, minoritario-, fácilmente transferible a la empresa nacional de la Generalitat. Es verdad que hubo un obispo, Torras y Bages, para quien Cataluña habría de ser católica o no llegaría nunca a ser Cataluña; pero esta concepción tradicionalista del nacionalismo siempre ha sido minoritaria en Cataluña, en tanto que en el País Vasco no ha habido solución plena de continuidad entre el tradicionalismo y el nacionalismo.

La nación desbordada

¿Qué quiere decir con esto? Que nuestros dos nacionalismos clásicos, justamente por haber surgido en una época que lo era todavía del nacionalismo, reiteran a su escala -el vasco, aún muy irredentistamente; el catalán, desprendiéndose paulatinamente de él- el modelo macronacionalista del Estado nacional en la era de su esplendor, que ya pasó. Y que pasó especialmente para los naclonalismos sustentados sobre el desarrollo económico con su consiguiente poder, lo que fue el caso de Cataluña y el País Vasco. La situación de crisis de las industrias procedentes de la primera revolución industrial y, la necesidad de esa reconversión -de la que tanto se habla hoy, sin que se diga concretamente a qué se va a reconvertir- ahorra mayores comentarios.

El nacionalismo como macronacionalismo es una realidad histórica que está tocando a su fin, desbordada la nación, como sujeto histórico, por arriba y por abajo, por encima y por debajo de ella. Por arriba o encima, porque está aconteciendo o ha acontecido ya el tránsito del sistema de los Estados nacionales al sistema de los dos grandes bloques, encabezados por EE UU y URSS. Todos los países del Este son satélites de la URSS, pero los de Occidente, nos guste o no, somos satélites de Estados Unidos. La verdadera política de un país, que es siempre la política internacional, es dictada desde Washington o. Moscú. La defensa de las naciones, materializada a través de la OTAN o el Pacto de Varsovia. La economía nacional, reemplazada por la de las empresas multinacionales o, mejor -como dicen en Latinoamérica-, transnacionales. Y financieramente todas las naciones occidentales son acreedores de Estados Unidos.

El sistema de las naciones se disuelve también por abajo: las macronaciones del nacionalismo se fragmentan en micronaciones; en el caso español, y en su etapa actual, las del Estado de las autonomías. Éstas, inexorablemente, irán perdiendo el pathos macronacionalista, heredado de las ya constituidas naciones, pretendidos sujetos de la historia universal; abandonando el cultivo de los símbolos y liturgias, transferidos del ámbito de lo religioso, y abandonando también la dramatización bélico-nacionalista, en el estilo de la ETA, que anacrónicamente multiplica el dramatismo nacionalista por el marxista. El porvenir de las llamadas autonomías, de las micronaciones en general -y pronto no habrá sino micronaciones-, es, sin duda, el de un nacionalismo crítico (Jaume Lorés), agnóstico (Eugenio Trias) y no secularizadamente religioso, definido no artificialmente, sino sobre la base de una comunidad cultural y una voluntad colectiva de autodeterminación y autogobierno.

Enfriar lo político

Las naciones del futuro, micronaciones todas, conservarán la significación política. Quiero decir con ello que no constituirán un conjunto de comunidades meramente descentralizadas en el plano administrativo; pero es menester -será menester- enfriar y desdramatizar ese término, político, que, como el de nación, se ha entendido rodeado de un halo cuasirreligioso de soberanía y protagonismo histórico. Por de pronto, y como ya hemos visto, la dimensión de decisiones políticas internacionales, que son las que verdaderamente cuentan, les ha sido sustraída ya a todas las naciones. Y tal vez lo que quiero decir se entendería mejor sustituyendo la palabra política por la palabra Administración, no en su sentido castellano, sino en el norteamericano, según el cual se denomina así al complejo del aparato político constitucional, al aparato de distribución del poder político. En cual quier caso, el modelo político nación o Estado nacional se ha tornado ya irreal y se mantiene como una ficción, por lo que las nuevas naciones o micronaciones no deben ser repensadas a partir de él.

Nuestras micronaciones occidentales pueden ser visualizadas, para un porvenir más o menos remoto, independizadas de Estados Unidos (la República Imperial Americana, como la llamó Raymond Aron) y constituyendo un tercer bloque Europa como unidad política confederada, que sería una garantía frente al peligro de un atroz enfrentamiento bélico nuclear de los dos bloques actuales. Un cuarto bloque, islámico, encabezado hoy por hoy por Irán, y un quinto bloque en el Extremo Oriente se dibujan en el horizonte político mundial. Y cabe pensar, como ya se ha dicho, que tras la cultura del Mediterráneo, hegemónica durante las edades Antigua y Media, y la cultura del Atlántico, que ha señoreado la Edad Moderna, una cultura del Pacífico, con la decadencia de la Europa del norte y Occidente, tras la decadencia de la Europa meridional, trasladaría el centro de gravedad político mundial muy lejos de este pequeño rincón euroasiático. Pero ésta es ya otra historia, muy alejada -en el espacio y en el tiempo- de nuestro tema: el del tránsito de los macronacio nalismos a los micronacionalismos.

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