La cuestión soviética
Con su habitual pesimismo, mi buen amigo Eduardo Haro Tecglen comentaba en estas mismas páginas la muerte de Andropov, subrayando su fracaso no ya en resolver sino, al menos, frenar la agravación de los males más evidentes que afectan al régimen y a la sociedad de la Unión Soviética. A su juicio, ese fracaso no se debe tanto a la brevedad de su poder como a la inexistencia de poder efectivo, tanto en el secretario general -centro teórico de todo poder- como en "los Gobiernos, el partido o el Ejército, y mucho menos en el pueblo". El verdadero poder, inlocalizable, sería "como un gigantesco robot", que "actúa por antiguas programaciones". Esta imagen de ficción científica, Haro la ve materializada no sólo en la URSS sino en todas las sociedades "más o menos evolucionadas". Paralelismo bastante discutible, a mi parecer, por cuanto si tendencias de ese tipo existen en las democracias occidentales, la posibilidad de tomar conciencia del fenómeno y de oponerse a él no es nada desdeñable. Mientras, en el régimen soviético esa dialéctica está condenada, puesta fuera de la ley, como atentatoria a las esencias mismas del sistema, constituye la médula misma de la democracia occidental. El resultado final del conflicto entre las tendencias a la robotización y la acción consciente de los sujetos sociales interesados en el desarrollo y la autenticidad de la democracia no está inscrito fatalmente en el futuro que nos aguarda.El discurso marxista-leninista que rige ideológicamente la vida de la URSS nos anuncia, en cambio, que la marcha de la historia conducirá ineluctablemente al triunfo mundial del socialismo. Entendiendo por socialismo el sistema soviético, con unas u otras variantes que, sin alterar sus estructuras básicas -dictadura del partido único, estatalización de la economía, la política y la cultura, integración en la comunidad socialista regida por Moscú- den una coloración nacional al modelo en cada nuevo país socialista. Sería un craso error pensar que ese discurso es pura cáscara ideológica sin ningún efecto práctico. De Lenin a Andropov, lo más notable es la continuidad de los objetivos definidos en él, tanto en el plano interior como internacional. Según la coyuntura, se modificaron estrategias y tácticas, pero las metas permanecieron. Es la ideología cristalizada en el gran robot soviético, su programación invariable. Un conocido investigador de la economía soviética señalaba la paradoja de que, apareciendo como la más planificada es, en realidad, la que se desarrolla más espontáneamente de todas las economías conocidas. Los sucesivos planes quinquenales han ido siendo cada vez más el producto inevitable de la inercia acumulada, difícilmente modificable, por las planificaciones anteriores, y cualquiera que haya estudiado el punto de partida, los primeros planes quinquenales de Stalin, sabe hasta qué punto su programación descansaba en un colosal voluntarismo político del grupo que ejercía la dictadura. De ahí que para imponerlos fuera necesario un terror masivo contra la sociedad y contra el propio partido que formalmente tenía el poder. A esa inercia económica correspondía la inercia ideológica. Cada una expresaba la otra. Y así hasta hoy.
Sin embargo, conviene relativizar la imagen del robot. Ni siquiera el robot soviético ha podido eliminar contradicciones y tensiones internas. La antiutopía -si por utopía entendemos el ideal de una sociedad mejor concebida por Orwell, no se ha realizado, aunque la siniestra advertencia que contiene sea hoy más actual que cuando se publicó 1984. La construcción del cuerpo robotizado soviético -del socialismo real, en la terminología del Kremlin- ha engendrado sus propios anticuerpos. A la ineficaz economía planificada burocráticamente se oponen las más diversas economías sumergidas, no por ilegales menos reales. El gigantesco mercado negro soviético no tiene parangón, ni por su diversidad ni por su extensión, englobando el consumo, la distribución, el empleo, la administración, etcétera. Sin estos circuitos económicos ¡legales se correría el peligro de la parálisis total. De ahí que haya una tolerancia tácita y se repriman sólo sus manifestaciones más escandalosas, siempre ligadas, como las más elementales, a esa corrupción generalizada que caracteriza a la vida soviética. Privados de sindicatos independientes que defiendan sus intereses, los obreros y empleados recurren al absentismo, trabajan lo menos posible, atentan a la propiedad socialista, robando lo que pueden para intercambiarlo en los circuitos extraoficiales. Los campesinos siguen resistiendo a una colectivización que se les impuso por mano militar hace 50 años, y el rendimiento agrario es tercermundista. Incluso el industrial es varias veces inferior al de los países capitalistas desarrollados. El mundo de la cultura ha resistido siempre a los cánones del realismo socialista y a los dictados ideológicos de marxismo-leninismo. Según las circunstancias, esta resistencia aflora más o menos claramente, pero ni siquiera ,en los peores tiempos de Stalin pudo ser aplastada definitivamente. Y lo mismo podría decirse de los nacionalismos periféricos, que resisten al nacionalismo gran-ruso. Los sucesivos grupos intelectuales u obreros que, a lo largo de los años, han intentado organizarse abiertamente como oposición abierta al régimen, acabando una y otra vez. en los campos de concentración, los asilos psiquiátricos o el exilio, son tan sólo la parte visible de un iceberg cuya parte sumergida se ramifica inasiblemente en toda la sociedad soviética.
El gran interrogante reside en si esas múltiples formas de resistencia encontrarán, finalmente, los caminos para abrirse paso e iniciar un proceso de democratización política, de liberación social y nacional. Es uno de los interrogantes más decisivos en este fin de siglo, tan cargado de otros no menos inquietantes o apocalípticos. Allí, en ese inmenso mundo euroasiático, que tan escasa atención merece a la opinión pública española y a nuestros intelectuales (como pudimos comprobar en el reciente simposio organizado por la Fundación
Pablo Iglesias para analizar el sistema soviético), se encuentra una de las claves principales del futuro mundial, de que la paz y el socialismo se conviertan en perspectivas más creíbles o, por el contrario, se aproximen la robotización y el holocausto. Está muy bien nuestra sensibilidad latinoamericana, nuestra identificación con el entorno europeo occidental, nuestra simpatía por los pueblos del Tercer Mundo y nuestra tradicional animosidad contra políticas imperialistas de la Casa Blanca que desvirtúan a la democracia norteamericana, pero no deberíamos seguir de espaldas a la cuestión soviética. La liberación política y social de los pueblos encerrados en el imperio soviético debería ser también una preocupación relevante de la democracia española y reflejarse en su política, en sus solidaridades.
Creo que la posibilidad de esa liberación existe. La gravedad de la crisis económica y moral que afecta a la sociedad soviética es tal que los sucesores de Andropov pueden verse imperativamente obligados a ciertas reformas, como ya sucedió en el período de Jruschov. Con el propósito, evidentemente, de conservar lo fundamental del sistema, y todo dependería de que la presión social convirtiera esas reformas en un proceso democratizador. Algo de eso sucedió después de Stalin, pero la sociedad soviética estaba entonces demasiado traumatizada por el terror. Hoy entran en escena generaciones que no vivieron aquella época y dirigentes, cuadros intermedios, que no estuvieron comprometidos en las represiones estalinistas. El análisis de estas nuevas posibilidades no cabe en el espacio del presente artículo, pero, a mi juicio, hay algunas razones para un moderado optimismo.
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