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Tribuna:La situación en Oriente PróximoANÁLISIS
Tribuna
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La responsabilidad de Reagan

¿Hay algo en la historia reciente de la política exterior norteamericana que iguale la absoluta insensatez de la actuación de Ronald Reagan en Líbano? A este complicado problema el presidente ha aportado ignorancia ineptitud, autoengaño y un militarismo sin causa. El resultado es el desastre, y no hay indicios de que haya aprendido la lección.Comencemos por el final: hace una semana, en una entrevista concedida al Wall Street Journal, el presidente fue preguntado sobre el llamamiento hecho por el presidente de la Cámara de -Representantes, Thomas O'Neill, para retirar a los marines de Líbano. "Tal vez él esté dispuesto a rendirse, pero yo no", respondió Reagan.

Cuando realizó este detestable comentario, su administración ya estaba haciendo los primeros tanteos para retirar a los marines. ¿Ignoraba lo que estaba ocurriendo? ¿O lo sabía y decidió que la mejor manera de hacer frente a las críticas contra su frustrada política era un golpe macartista?

Cuando llegó el momento de anunciar efectivamente que los marines serían retirados, se produjo otra manifestación del auténtico carácter de Reagan. Se marchó a pasar unas cortas vacaciones y utilizó un simple comunicado de Prensa para anunciar una retirada- de la que la semana anterior había dicho que significaría "un resultado realmente desastroso para nosotros a nivel mundial". Ningún presidente serio, ni ninguna persona, se hubiera evadido tan cobardemente de sus responsabilidades.

La responsabilidad de Reagan por su fracaso en Líbano se remonta al momento inmediatamente anterior a la invasión de Israel de junio de 1982. El Gobierno norteamericano conocía lo que Israel planeaba y no hizo nada por detener lo que después se convertiría en un trágico error de graves consecuencias no sólo para Israel, sino también para Líbano y Estados Unidos.El hombre que planeó la invasión, el general Ariel Sharon, pensaba no únicamente que expulsaría a la OLP, sino que haría de Líbano un Estado unitario aliado de Israel y bajo el control de la minoría cristiana maronita. Se trataba de una ilusión en la que ni la persona menos familiarizada con ese complicado país podía creer. Pero Ronald Reagan lo hizo, o actuó como si lo hiciese.En septiembre de 1982, cuando Amín Gemayel fue elegido presidente en un Beirut sometido a los bombardeos, se abrió la ventana a la oportunidad de fundir a todas las sectas de Líbano en un mismo Gobierno. Gemayel disfrutaba entonces de cierta popularidad entre los musulmanes. El problema era cómo conseguir una fórmula de poder compartido que diese a todas las partes la sensación de imparcialidad del sistema.El apoyo norteamericano para conseguir ese objetivo era crucial. Gemayel necesitaba apoyo para enfrentarse a los duros de su propio pueblo, la Falange Cristiana, y precisaba de la ayuda norteamericana para hablar con los sirios, factor indispensable para cualquier arreglo en Líbano.Reagan y sus diplomáticos no tomaron, en aquel oportuno momento, la iniciativa en el problema esencial del reparto de poder. Ignoraron completamente a Siria: un error fatal, porque se sabe que por encima de todo los sirios insisten en ser consultados cuando sus intereses están en juego. En lugar de ello, Estados Unidos consagró todos sus esfuerzos políticos a conseguir un acuerdo entre Gemayel e Israel y aseguró a ambas partes que Siria se retiraría de Líbano si Israel así lo hacía: una garantía descabellada.

El acuerdo israelo-libanés firmado el pasado 17 de mayo fue denunciado por Siria y, por algunos partidos del Líbano como un indecoroso premio a Israel por la invasión y tuvo como efecto una sacudida de las tensiones internas del país.

La invasión provocó también un extraordinario y no pretendido efecto sobre las sectas políticas de Líbano. Los musulmanes chiitas, el sector de la población más numeroso, eran, sin embargo, los más débiles políticamente. La invasión empujo a muchos de los chiitas hacia Beirut; otros, que se quedaron en el sur, se enfrentaron a las fuerzas israelíes ocupantes. El resultado fue la radicalización de los chíitas, lo que les llevó a ocupar un papel prominente en la política libanesa y les ha hecho más permeables a la influencia revolucionaria del ayatollah Jomeini.

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Al final, tanto Reagan como su pueblo ignoraban esas realidades. El presidente hablaba de Líbano como si se tratase de un conflicto Este-Oeste, en lugar de un marasmo de sectas. Presionó a los israelíes para que mantuvieran sus posiciones, aunque éstos conocían el problema mucho mejor. Sus inflexibles palabras animaron a los hombres duros que se encontraban a la sombra de Amín Gemayel. Sus bravatas de la semana pasada probablemente indujeron a esos hombres a cometer su último error: que el Ejército libanés atacase los barrios chiitas. Lo que sucedió es que el Ejército se desintegró.

Existen todavía algunas posibilidades de que Estados Unidos sea útil en Líbano. Pero políticamente, no soñando que se puede provocar un cambio por la fuerza militar, se puede hablar con los dirigentes drusos y chiitas: lo que piden aun ahora es sólo una parte del poder, no todo él.

Pero es prácticamente inútil hablar de tal posibilidad mientras Ronald Reagan sea presidente. Su idea de lo que es la influencia norteamericana consiste en tener al acorazado New Jersey disparando sus cañones contra los pueblos de la montaña libanesa. No puede haber una política norteamericana razonable mientras tengamos un presidente inflexible, ignorante e irresponsable.

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