La pasión por el retorno
Arturo Duperier, que acaba sus carreras de Física y Química con las notas más brillantes de licenciatura y doctorado, comienza sus trabajos en el Instituto Rockefeller con el profesor Cabrera, y simultáneamente inicia sus trabajos de investigador del cosmos en el observatorio meteorológico, dando comienzo a sus publicaciones numerosísimas sobre estas materias y en cuanto fue posible institucionalmente ganó su cátedra de Geofísica en la Universidad Central. En la plenitud de su trabajo se interrumpió la posibilidad de hacerlo en Madrid por circunstancias que no hace falta recordar, pero cuya consecuencia fue el ser reclamado por la universidad de Manchester para que pudiera seguir las investigaciones de que ya se tenían noticias universalmente. Trabajó en sus instalaciones en el Reino Unido creando numerosos instrumentos que le permitieron ampliar sus noticias respecto del mundo exterior y de la influencia cósmica sobre la tierra que habitamos.De su personalidad, que ya me era conocida en gran parte, aunque no como especialista en la materia a que él se dedicaba con tanto éxito, tuve un conocimiento más amplio y adquirido por mis diálogos con el propio Duperier en los contactos personales a que dio lugar alguno de mis viajes a las clínicas londinenses con motivo de congresos internacionales de cirugía.
De ese modo, y después de conocer su hogar en Londres, muy próximo a Hyde Park, nos dimos paseos por aquel parque, en los que la pasión de Duperier por la materia en que estaba enfrascado me permitió instruirme y entusiasmarme de cuanto hacía y del porvenir que le esperaba a él mismo probablemente en relación algún día con la Academia Nobel de Estocolmo.
Admirable esfuerzo
Cuando regresó Duperier a España y fue a instalarse con su esposa, Ana María, y su incipiente Mary Jenny en un cubículo del menor número de habitaciones, posible, en una casa enclavada en una calle con nombre de virgen, en el barrio de la Concepción, me di cuenta del admirable esfuerzo y de la pasión que la tierra natal le había impuesto y que él había aceptado de corazón y con el mayor desprendimiento.
Del esfuerzo se puede tener idea cuando al devolverle su cátedra se veía obligado cuatro veces cada día a recorrer a pie y en vehículos de distinta denominación: metro, autobuses y tranvías, por la extraordinaria distancia que cualquiera que conozca Madrid sabe que existe entre el barrio de la Concepción y la facultad de Ciencias de la Ciudad Universitaria.
Puede constar como anécdota que el hecho de los cuatro viajes en lugar de los dos que podían esperarse se debía a que el profesor Duperier solicitó dar clases por la tarde para añadir algunas pesetas a su corto sueldo.
Para final de estas consideraciones que me sugiere la petición que me honra de escribir algunas palabras como amigo y testimonio, no quiero suprimir la sensación de asombro que me produjo el saber que al gesto elegante de la universidad inglesa, aquí pudimos ver cómo los aparatos que se le enviaron desde Londres para seguir sus trabajos permanecieron durante años encajonados y sin poder ser utilizados por el sabio, que ya no pudo esperar más, porque murió tan prematuramente, a los 62 años de su gloriosa carrera, que acabó definitivamente fatigado.
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