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Tramontana mortal

Cadaqués no es sólo uno de los pueblos más bellos de la Costa Brava -en Cataluña-, sino también uno de los mejor conservados. Esto se debe en gran parte a que la carretera que comunica con la autopista es una serpentina estrecha y retorcida: una cornisa abismal sin pavimento, donde se necesita tener el alma muy bien puesta en su almario para conducir a más de 50 kilómetros por hora. Sus casas son, blancas y bajas, de acuerdo con el estilo tradicional de las aldeas de pescadores del Mediterráneo, y las casas nuevas, construidas por arquitectos de renombre, no han roto la armonía del conjunto, como ha ocurrido en la casi totalidad de los otros pueblos de esa orilla hasta la punta de Cádiz. En verano, cuando el calor parece venir de los desiertos africanos de la acera de enfrente, Cadaqués se convierte en una torre de Babel infernal, con turistas procedentes de toda Europa, que le disputan por tres meses su paraíso a los nativos y a los forasteros que tuvieron la suerte de comprar una casa a buen precio cuando todavía era posible. Sin embargo, en primavera y otoño -que es la época en que Cadaqués resulta más apetecible- un fantasma amenaza a la población: la tramontana, un viento despiadado y tenaz que, según piensan algunos nativos, lleva consigo los gérmenes de la locura.Yo también lo creo. Hace unos 15 años yo era uno de los visitantes más entusiastas de Cadaqués. Ahora hay una autopista a la altura de las mejores de Europa, que continúa sin interrupciones hasta París. Pero en aquella época la carretera a Francia era estrecha y difícil y había que contar unas cuatro horas desde Barcelona hasta la población de Rosas. Allí se toma a la derecha el ramal para Cadaqués que, por fortuna para este lugar inolvidable, sigue siendo tan primitivo y peligroso como siempre. El viaje, para mi familia, tenía un atractivo adicional. En Rosas, o en La Pertuz, ya del lado francés, nuestro lamentado amigo Juanito Durán tertía sendos restaurantes donde siempre nos sorprendía con dos especialidades que siempre me parecieron dos disparates geniales de la cocina catalana: el pollo con langosta y el conejo con caracoles. La primera vez que oí hablar de esos dos platos me parecieron conjunciones incompatibles, agua y aceite. En teoría parecían una imposibilidad metafísica. En la práctica son dos hallazgos que sólo se les podía ocurrir a inventores lunáticos, como lo son los catalanes, y desde que los gustamos por primera vez tuvimos un segundo motivo para ir a Cadaqués durante los fines de semana. Poco después surgió un tercer motivo: el cine en Perpiñán. Los españoles, aun después de que el franquismo entró en barrena, seguían viendo películas inocuas, cortadas a criterio del censor y con un recurso que sólo se les podía ocurrir a las mentes más retrógradas: los censores aprovechaban el doblaje de las películas extranjeras para convertir a los amantes en hermanos, mediante cambios en los diálogos, aunque después resultaba todo aquello más inmoral y disparatado, pues se veía a las claras que los supuestos hermanos mantenían relaciones de cama y que, a veces, tenían hijos comunes. De modo que el buen cine había que verlo en Perpiñán, en cuyas salas muchas películas se sostenían más tiempo que en París gracias a la clientela española. La apoteosis de aquellas excursiones cinema tográficas, que a veces se convertían en aventuras más emocio nantes que las propias películas, fue El último tango en París, de Bernardo Bertolucci. A las agencias de turismo de Barcelona se les ocurrió hacer programas completos a precio fijo, en el cual se incluía el valor del viaje de ida y regreso, la comida en Perpiñán y el boleto para El último tango... A veces había embotellamientos interminables en la frontera, de automovilistas ansiosos de comprobar con sus propios ojos qué era lo que Marlon Brando le hacía a la María Schneider con media libra de mantequilla. Las películas de Perpiñán, sumadas al pollo con langosta de Juanito Durán y a las tertulias de amigos en el bar El Maritim, de Cadaqués, daban como resultado unos fines de semana inolvidables.

Todo iba muy bien hasta que apareció la tramontana en nuestras vidas. Es un fenómeno que se presiente de pronto, sin ninguna explicación racional; uno siente que se le baja el ánimo, que se entristece sin motivo y, que los amigos más amados asumen una expresión hostil. Luego empieza a escucharse un silbido que se va haciendo cada vez más agudo, más intenso, y uno empieza a cambiar de emisora en la radio, creyendo que se trata de una interferencia. Por último, el viento empieza a soplar en ráfagas espaciadas, que se van haciendo cada vez más frecuentes, hasta que llega una que se queda para siempre, sin un alivio, sin una pausa, con una intensidad y una perseverancia que tienen algo de sobrenatural. Al principio uno cree que no es más que un viento como tantos, e intenta, inclusive salir a la calle para reconocerlo. Nosotros lo hicimos la primera vez, de puro inocentes, y en la primera esquina tuvimos que abrazarnos como náufragos para no ser arrastrados hasta el mar por la potencia del viento. Entonces nos dimos cuenta de que no nos quedaba más recurso que permanecer encerrados en el cuarto, con las puertas y las ventanas aseguradas por dentro, como en los ciclones del Caribe, hasta que Dios quisiera que pasará la tramontana. Y nadie tiene nunca la menor idea de cuándo Dios lo va a querer.

Al cabo de 24 horas, uno tiene la impresión de que aquel viento Pasa a la página 12 Viene de la página 11 pavoroso no es un fenómeno meteorológico, sino un asunto personal: es algo que alguien está haciendo contra uno, y sólo contra uno. Por lo general, aquel tormento dura tres días, y uno experimenta un alivio que sólo puede compararse con una resurrección. Cuando cesa de pronto se siente demasiado el silencio, y el mar parece un remanso bajo el cielo transparente. Pero no es extraño que se repita a los pocos días, como sucedió en aquellos que tuvimos por última vez en Cadaqués. Y entonces no duró 72 horas, sino que se prolongó sin clemencia durante una semana. Cuando terminó, un portero anciano de una casa cercana a la nuestra se había colgado con una cuerda en un poste del alumbrado público, tal vez enloquecido por el delirio alucinante de la tramontana. No sin dolor, y con un sentimiento de nostalgia anticipada, salí aquella vez del pueblo con la decisión irrevocable de no volver jamás. Pensaba en García Lorca, y lo entendí en carne propia: "Aunque sepa los caminos, yo nunca llegaré a Córdoba, porque la muerte me espera entre los muros de Córdoba".

Años después de que tomé la decisión de no volver, un amigo me contó la historia de alguien que había tomado la misma decisión después de vivir la terrible experiencia de la tramontana. Sólo que su temor iba más lejos: estaba convencido de que si volvía a Cadaqués, con tramontana o sin ella, no volvería a salir con vida. Cometió el error de contarla en una fiesta de locos en Barcelona, y a la media noche, al calor de los duros vinos catalanes que siembran en el corazón tantas ideas desaforadas, sus amigos decidieron llevarlo a Cadaqués a la fuerza para conjurar de una vez por todas su tonta superstición. A pesar de su resistencia, lo metieron en un coche de borrachos y emprendieron a esa hora el largo viaje hacia Cadaqués. No: el coche no se precipitó en uno de los tantos abismos del último tramo, como hubiera podido ocurrir en el desenlace de un cuento malo. Lo que sucedió fue que el amigo, aterrorizado ante la proximidad de una muerte que creía segura, aprovechó un descuido de sus compañeros y se lanzó del coche en marcha. El cuerpo sólo fue rescatado al día siguiente, en una hondonada profunda que se encuentra en la última curva de la carretera.

Copyright 1984. Gabriel García Márquez - ACI.

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