_
_
_
_
Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Comprender Cataluña

De tarde en tarde, alguien, desde la meseta, intenta comprender Cataluña. Nosotros, los valencianos, indica el autor de este artículo, y los de las Baleares, a veces entramos en la comprensión y a veces se nos mantiene en la indiferencia habitual, más veces lo segundo que lo primero, tal vez porque si el problema se circunscribe a la Cataluña estricta es más pequeño, menos problema y, por tanto, resulta más manejable, más dominable, con perdón de la expresión. Aunque tampoco haya que descartar el hecho de que generarnos más indiferencia que preocupación. Por no ser, no somos casi ni problema.

Que el problema, como tal, es menos sentido en la Comunidad Valenciana y en las Baleares que en la Cataluña originaria, no se puede negar. ¿Por qué habría de hacerse? Pero tampoco es verdad que no exista. Aunque sólo fuera porque existe en Cataluña, ya existiría en toda el área lingüística del idioma común, y es muy difícil, por tanto, limitar lo que nos es común a la lengua estrictamente. ¿Por qué, si no fuera así, habría convertido la derecha en problema, tan empecinadamente como lo hace, una cuestión que, filológica e históricamente hablando, no existe? Han de sobrevivir muchas cosas además de la lengua para que sobreviva una lengua hasta llegar a la normalidad. Habría de sobrevivir, por ejemplo, un Estado. Y ya estamos metidos en el problema al que ha tenido que ir a parar de alguna manera Juan Luis Cebrián al hablar en Barcelona de la digamos que decadencia de Barcelona. Se trataba de analizar por qué ha dejado de ser, en los últimos años, capital de la cultura peninsular, o por lo menos hispánica. Cebrián asegura que lo fue bajo el franquismo, ya en cierto modo decadente de los años sesenta, y mucho más decadente en los setenta, tanto como para resistir y superar la comparación con lo que por aquellas fechas se cocía en Madrid. Resisto la tentación de comentar esa inercia centralista, que todo lo refiere a las dos ciudades y, más todavía, a sus centros urbanos. En cambio, me gustaría corresponder con franqueza a la franqueza de Juan Luis Cebrián señalando que en sus argumentos no intenta -y hay que agradecérselo-, como es habitual cuando se practican ejercicios de comprensión, digamos que retenernos. Hay en ese querer que no nos vayamos una cierta paradoja, porque de lo que tratamos es de conseguir, echándole mucha esperanza a la cosa, podemos quedar en nuestra casa, poder estar en ella como en la propia, poder ser lo que somos. Juan Luis Cebrián parte de la base de que existe una inamovible situación dada, según la cual hay una casa común en la que, eso sí, cada cual puede tener su piso autónomo. Pero la casa para él es común. Y común el idioma y la cultura, etcétera. ¿Qué hacer entonces con la otra, la histórica, la propia? ¿Aparcarla en la historia o normalizarla entera y verdaderamente? Para entrar en el terna por derecho -es decir, directamente y con el derecho que nos debería asistir-, dejaré a un lado el terna de la capitalidad cultural que Barcelona habría perdido. Es muy tentador, pero, como conduce también al de fondo, prefiero entrar directamente en él. Juan Luis Cebrián tampoco ha podido limitarse a la cuestión barcelonesa, y el impedimento le ha llevado a decir, más o menos, que la acentuación partidaria, del nacionalismo desuniversaliza, por expresarlo rápidamente. Yo creo que ni en los años de que habla Cebrián era tanta la universalidad cultural de Cataluña ni tan poca la de Madrid, y viceversa. Puede que la periferia sea, por naturaleza, menos castiza que la Villa y Corte, lo cual sigue ocurriendo a pesar de que el casticismo nacionalista se haya hecho, con la democracia, tan partidario y competitivo. Eso de ser liberal es muy difícil, y lo sabían bien aquellos ilustrados que creyeron ver en la expansión napoleónica una salida al absolutismo intransigente, nacionalista y castizo. Y lo sigue siendo ahora cuando, a pesar de la dosis de liberalismo insertado por la democracia en la vida social, hay muchos temas que continúan vedados a las conveniencias. Mi amigo Juan Luis Cebrián, que dirige un periódico tan importante -tan necesario-, lo sabe bien. Por ejemplo, éste, del que él puede hablar con desembarazo mientras yo he de hacerlo con cautelas. Porque a él no le cuesta ningún trabajo, todo lo contrario, hablar de España como la cosa más natural del mundo, mientras que yo no veo cómo podría hacerlo con un mínimo de sinceridad para que podamos entendernos. Son cosas de la vida. O son cosas de la historia y no la culpa de Cebrián. Creo que si fuera por él no habría el menor obstáculo para decir nada. Estoy convencido de eso y este periódico lo demuestra tanto como es posible.Pastor lusitano

Sin embargo, esas cosas de la vida y de la historia, de las que tan cautelosamente he de hablar, no han sido siempre iguales. En absoluto trato de sacar a relucir la querella histórica. No tendría s entido. El problema, para los que lo vivimos, se plantea hoy, y en todo el ámbito del Estado, y no hace 250 años después de la batalla de Almansa. Sin embargo, yo creo que el problema de base es justamente haber explicado mal la historia. Haberla presentado interesadamente, claro, sin solución de continuidad. Como si desde aquello tan primario de Viriato, pastor lusitano, todo hubiera ido como una seda, ininterrumpidamente, sucediéndose amablemente hasta llegar a nuestros días. Claro, que más allá de los manuales se ha discutido y se discute, pero sin apartarse gran cosa -apenas nada- de la idea de una España indivisa desde el origen de los tiempos o, en todo caso, una España cuyas partes no hacían más historia que la consistente en caminar hacia la unidad. Ni siquiera el hecho portugués embaraza demasiado a los historiadores unitaristas, y las diferencias entre los don Américo y los don Claudio se refieren más a las preponderancias de los moros o de los judíos que a las posibilidades de que el mismo destino portugués se hubiera dado en la corona de Aragón, o sea, con los Países Catalanes y Aragón, lo cual, vamos a imaginar, habría partido la Península por gala en dos: la atlántica y la mediterránea. Con dos Estados dándose la espalda, como ocurre ahora con el otro Estado peninsular. Quiero decir que en la decisiva historia que se enseña a los niños y a los adolescentes -la mayor parte de los cuales no pasa nunca a la universidad, y pasaba menos aún hace 10, 20, 40 años- jamás les ha planteado los datos como son, sino que se ha explicado toda desde los resultados finales. ¿Y qué ha ocurrido? Pues que unos se han identificado con ella -los que viven en el área desde la cual se ha escrito de esa manera- y otros la han tomado como lo que era para ellos, como una asignatura, y después, en todo caso, como una respuesta que no satisface su perplejidad. No han corrido mejor suerte -al menos hasta hace bien pocos años- los que, llegados a las enseñanzas superiores, han tenido que profundizar más. Cuestión de especialistas, por tanto, y por tanto, cuestión limitada, que no llega a los discursos políticos cuando truenan, por ejemplo, contra el separatismo -porque siguen tronando las voces de entonces, a las que se han unido, desde la digamos que izquierda, las de los jóvenes nacionalistas de ahora- ni mucho menos a la Constitución, tan obsesionada por la unidad y la integridad de la patria que uno piensa, si se me admite la broma, en la erosión como causa política de condena. Ponerse de acuerdo, discutiéndolo todo, sin dejar nada en áreasintocables, no es precisamente la costumbre. Pero ponernos de acuerdo, ¿quiénes? Si pudiera contemplarse la hipótesis -absurda, desde luego- de un referéndum sobre los que quieren y los que no quieren la unidad de la patria se obtendría, me temo -porque espero tener el derecho a la sinceridad de decir que lo temo- un resultado sorprendente para los que pasan la vida alimentando el temor de que esta o la otra parte del mundo peninsular hispánico quiera separase tanto como para quienes lo consideran posible. La gran mayoría, incluso en donde menos podría esperarse, se pronuciarían por la unidad. Pero eso no cambiaría las cosas. Eso demostraría la eficacia del sistema educativo en lo que se refiere a imponer una versión de la Historia perfectamente unilateral, el condicionamiento de la inercia del Estado y de su administración -la de Hacienda, la de Justicia, etcétera-, la existencia coactiva, inevitablemente coactiva por propia naturaleza, del Ejército, de las fuerzas encargadas del orden público, que prolongan el Ejército a la vida civil, etcétera.

La hipótesis es absurda, repito, y, por tanto, las sorpresas nos serán ahorradas a unos y otros porque esa unidad no es discutible sino sagrada. Ya sé que para Juan Luis Cebrián no es sagrada, sino pura y simplemente existente, con una instalación lo suficientemente larga en el tiempo y, por tanto, sólida como para que renunciar a ella sea un atraso, un regreso, una pérdida de tiempo histórico. Tampoco es que los otros nacionalismos defensivos quieran regresar a situaciones superadas. Nadie desea volver al anacronismo del ancien regime, pero si hubiera de darse una hipótesis, nada absurda, aunque sin duda imposible, de llegar a entenderse, no por hábito, costumbre o inercia escolar, sino por convicción y con conciencia, los pueblos diferentes, reconocidos como tales por Juan Luis Cebríán y los liberales como él, habría que ir a un nuevo planteamiento de la convivencia. Ya no se podrá nunca partir de cero, pero habría que encontrar la fórmula más parecida al cero. No bastaría intentar la modificación de un solo Estado -de cosas-, porque ese Estado siempre tendrá la LOAPA en una mano y las autonomías en la otra, sino de organizar una suma de Estados para que no sea posible aquel estado de cosas que dominan las loapas. Es decir, para que no haya que defender ningún sagrado porque haya desaparecido la metafísica de las formulaciones y no exista, por tanto, la coacción física en la realidad histórica de cada día. Para que no haya ninguna eterna metafísica de España en la que enmascarar intereses, que van desde los económicos hasta los de los escalafones, pasando por los fervores multitudinarios en las victorias deportivas, etcétera.

No habría de tratarse, por tanto, de un proyecto de vida en común, sino de la convivencia sin primus interpares entre proyectos de vida diferentes.

Mi propia historia

Todo esto que digo sólo es, naturalmente, hablar por no callar. Mi respuesta y la conferencia de Juan Luis Cebrián en Barcelona apenas puede ser otra cosa. En todo caso y, por mi parte, lo confieso, se trata de hacerle el juego, que es el único juego posible, bien mirado, vistas las cosas, desde la perspectiva que me es propia. Y espero que no vea en esta afirmación Juan Luis Cebrián una actitud victimaria, de la que se nos suele acusar a los que nunca sabremos renunciar a nuestra identidad. Me parece que se trata de una situación real. Para hacerme entender mejor, recurriré, sin embargo, al método de la parábola, contando una historia nada fantástica, bien sencilla y real. La historia es mi propia historia. La historia de un niño que nace en un hogar de padres catalanohablantes. Mi padre y mi madre jamás cruzaron entre sí una palabra en castellano, a pesar de que mi padre era de una comarca más castellanohablante, yo diría que aragonesahablante. Había vivido, sin embargo, desde niño en Valencia y casó con mi madre, que era de Almassora y que impuso, naturalmente, su idioma, quizá por aquello de que el idioma vernáculo es el de la madre. Sin embargo, a los hijos nos hablaron en castellano, en su castellano de andar por casa -una casa valenciana-, puesto que se trataba de dos trabajadores que no pasaron de la enseñanza primaria, apenas si llegaron. En la calle, sin embargo, donde pasaba la mayor parte del día, nunca hablé castellano. Era el catalán, en su dialecto valenciano, el que hablaba con mis amigos allí donde pasaba la mayor parte de mis horas de niño y de joven. Y ése era mi idioma. Desde tal posición díferenciada, donde un inmigrante, entonces había pocos, casi ninguno, era un foraster o un castellá -denominaciones que no cognotaban desdén, sino pura descripción de una situación de hecho-, ¿cómo podía recibir las pocas enseñanzas que recibí durante mi enseñanza primaria? Nada de aquello me era propio. Se trataba, simplemente, de algo que estaba obligado a aprender. Claro que todo esto lo veo en la memoria. No tenía entonces la conciencia que tengo ahora. Me limitaba a jugar, ir a la escuela, guardarme de las habituales severidades domésticas y hacerme un lío. Me parece que no será necesario hablar de la identidad, que en cambio le era posible a un niño de mi misma edad y circunstancias para el cual, la lengua en la que le enseñaban era la propia, la que oía en su casa, en la calle, en todas partes. Claro que existía la solución adoptada por quienes estábamos en el mismo caso: aprender. Tanto da que se tratara de niños que llegaron a la universidad como de los que no llegamos. Todos, unos más, otros menos, tuvimos que aprender el castellano y aprendido lo escribimos y lo utilizamos. Y hemos aprendido así también cualquier otra materia, que si se trata de ciencias, por ejemplo, no cambia más que en la mayor o menor rapidez y perfección del entendimiento, pero que no es lo mismo si se refiere a lo que es sustantivo de una lengua como, por ejemplo, su literatura y su historia. Supongo que se entiende lo que he querido explicar con esta experiencia tan sencilla y repetida que es la mía y la de la mayor parte de los catalanohablantes del País Valenciano, de las Baleares, de Cataluña esctricta, e incluso, en mayor o menor cantidad y con mayor o menor intensidad de conciencia, porque en unos casos esta situación se ha vivido dentro de un contexto de perplejidad o de indiferencia, y en otros de militantes resistencia.

Siempre, de todos modos, distanciada de lo que se nos enseñaba como ajeno que era y que por tanto había que aprender. La lengua, sobre todo, ajena, a pesar de que se daba por sentado que era tan propia para nosotros como para un niño de Burgos. Que después, niños como Azorín o Gabriel Miró la aprendieran tanto y la escribieran tan bien que no pareciera de ellos, es otro tema.

Me gustaría poder creer que estas elementales cuestiones de base son entendidas. Me gustaría, pero no lo veo probable. Alguna vez hemos hablado bis a bis sobre estos temas Juan Luis Cebrián y yo tal vez lo seguiremos hablando Dios sabe cuántas más. Al fin y al cabo, a nosotros, ¡qué, remedio nos queda! Intentar hacernos comprender más allá de lo que están dispuestos a comprendernos. Intentar hacer comprender que no estamos sólo ante un problema cultural. Que es, desgraciadamente, y ya nos gustaría no tener que perder energías con ese punto de partida básico, ni vernos enredados en sus diversas maneras de vivirlo, tantas veces incompartibles, un problema nacional, entendiendo por nacional un problema de identidad global y no sólo cultural, de formas de vida, de manera de entenderla, etcétera. Y hablar de nacionalidad sin hablar de libertad es música celestial. Pero cabe preguntarse -y acabo- si no hay manera de hablar, de empezar a hablar, al menos, sobre cómo podría convivirse desde las diferencias mutuamente admitidas y, por tanto, no para amortizarlas todas en favor de una, sino para que crezcan juntas desde la fuerza de cada una de ellas. Porque lo que no sea eso es la condena de las más débiles en manos de las más fuertes. Y eso no parece demasiado liberal.

Vicent Ventura es escritor y periodista.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_