La UGT y el sector público
EL FRACASO de las negociaciones entre las organizaciones patronales y las centrales sindicales, tras cinco años de éxitos finales en la concertación social, para fijar el acuerdo-marco de los convenios de 1984 ha encendido la mecha de las primeras crispaciones sociales. El enfrentamiento de la UGT con el Gobierno a propósito del tratamiento de los excedentes de plantillas en la reconversión industrial se agrava ahora con la postura adoptada por el sindicato socialista respecto a las renovaciones de los convenios en las empresas estatales. La exigencia de UGT de un incremento salarial del 8% contradice las instrucciones recogidas en la ley de Presupuestos, según la cual la masa salarial en las administraciones públicas y en las sociedad estatales experimentaría un incremento global máximo del 6,5%, incluyéndose en dicho porcentaje los deslizamientos producidos por antiguedad o reclasificación. La postura de la central socialista queda matizada por la aceptación de eventuales rebajas en aquellas empresas públicas que hayan registrado pérdidas o que ofrezcan contrapartidas. Sin embargo, esa disposición a negociar por debajo de la inflación anunciada para 1984 en determinados casos deja a un lado la referencia del 6,5% esta blecida en la ley de Presupuestos.La apuesta de los economistas a favor de un ajuste de las rentas salariales sin necesidad de un acuerdo-marco de referencia probablemente deja de lado aspectos de la realidad que los sociólogos, en cambio, suelen tomar en consideración. El marco de las relaciones laborales en España es todavía lo suficientemente frágil como para no poder resistir quizás una oleada de conflictos y de huelgas que fuera desencadenada por factores ajenos a la estricta racionalidad económica. Tal vez el Gobierno, preocupado con la coherencia interna de los cuadros macroeconómicos y confiado en la capacidad de ajuste del mercado, haya infravalorado los costes sociales y la conflictividad potencial que podrían derivarse de la ausencia, para 1984, de ese marco general acordado por las organizaciones empresariales y las centrales sindicales como pauta de los convenios sectoriales. Era previsible que el distanciamiento de UGT figurase entre las consecuencias implicadas en la falta de ese acuerdo global. La central socialista podría dar la batalla para de fender el cumplimiento de un pacto en cuya elaboración y aprobación hubiese intervenido, pese a los peligros de desbordamiento derivados de la competencia de CCOO y de las reivindicaciones de quienes ven descender sus ingresos reales. La solidaridad con los desempleados, la obvia evidencia de que la economía española tienen que luchar por su competitividad en los mercados interna cionales y la necesidad de relanzar la inversión constituyen argumentos racionales lo bastante sólidos como para sobreponerse a la retórica demagógica.
Quizás fuera demasiado pedir a UGT que, tras el fracaso de unas negociaciones a las que había acudido con espíritu constructivo, renunciase por entero a desempeñar las funciones y las tareas que definen a una central sindical. Sin embargo, resulta ya menos admisible que su combatividad tome como blanco el sector estatal de la economía. Si en las empresas públicas, caracterizadas durante muchos años por la ineficiente gestión y el abundante despilfarro, las indicaciones contenidas en la ley de presupuestos saltasen por los aires, las consecuencias financieras de esas alzas repercutirían de manera inmediata en los bolsillos de los contribuyentes y servirían de efecto demostración para el sector privado. Los motivos que llevan al sindicato socialista a ponerse a la cabeza de la manifestación no pueden hacer olvidar a sus dirigentes, sin embargo, que otras centrales puja rán al alza en la subasta demagógica y que los efectos sobre la economía española- de las subidas salariales en las empresas públicas, -algunas de ellas en vísperas de ser reconvertidas- serán desastrosas. En el sector privado, el tope para los aumentos se halla fijado por la viabilidad de las empresas y por la actitud de sus gesto res en las negociaciones. Pero en el sector estatal, en cambio, las quiebras no existen, dado que los presupuestos sufragados por los contribuyentes siempre van en ayuda de los números rojos de las cuentas de resultados, y la tendencia a la irresponsabilidad funcionarial priva de eficacia a las resistencias de los administradores. UGT está en su derecho para considerar que el fracaso del acuerdo-marco ha lesionado gravemente su capacidad para luchar por un pacto social que concilie los intereses de los trabajadores y la racionalidad del sistema económico. Sin embargo, se equivoca al desviar contra el Gobierno la entera carga de los reproches y al poner en cuestión, semanas después de ser promulgada la ley de presupuestos, la indicación del incremento salarial del 6,5% para el sector público. Porque, en última instancia, ese dato, sobradamente conocido, fue la base que sirvió para fijar las posiciones de las centrales sindicales y de las organizaciones empresariales al comienzo de sus fracasadas negociaciones. Que el acuerdo-marco para el sector privado no haya sido firmado es un argumento incongruente con las tentativas de levantar el te cho salarial en el sector público.
Por último, una reflexión política: fueron los sindicatos británicos, base del partiodo laborista, quienes consiguieron desbancar a dicho partido del Gobierno oponiéndose frontalmente a una política económica cuya eventual dureza ha sido superada con creces por la de la señora Thatcher. UGT y CC OO no deben sustraerse al análisis, quizá irritante, pero en cualquier caso obvio, de adónde nos puede llevar en España una actitud similar a la de las unions británicas.
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