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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El futuro de nuestras universidades

LA ELECCIÓN de los claustros constituyentes en varias universidades españolas ha puesto en marcha el proceso de renovación y cambio de los centros de enseñanza superior, cuyas grandes líneas fueron trazadas por la ley de Reforma Universitaria (LRU). La designación del rector, que se presenta como especialmente polémica en la Complutense, cede en importancia ante la tarea primordial de los claustros constituyentes, que es la elaboración y aprobación de los estatutos de cada universidad, auténtica norma básica de la que dependerá en buena medida su futuro.Uno de los aspectos positivos de la LRU fue crear las condiciones para la autonomía de los centros de enseñanza superior, ahogados hasta ahora por el minucioso intervencionismo de la Administración. El Ministerio de Educación tiene pendiente todavía la promulgación de los desarrollos reglamentarios de la LAU (entre otros, la organización de las pruebas de idoneidad para los profesores titulares, los perfiles genéricos de los departamentos, la configuración del tercer ciclo y el estatuto del profesorado). Pero la discrecionalidad para elaborar sus propios estatutos, dentro de ese marco básico legal y reglamentario, y el reconocimiento del derecho a la diferencia de cada centro, que permitirá la ruptura de las inercias uniformistas, enfrenta ahora a cada claustro constituyente con la responsabilidad de su propio futuro. Desde ahora, la discusión sobre la Universidad será más matizada y compleja, al tener que referirse a las universidades que formarán, con sus propias peculiaridades, la constelación de nuestra enseñanza superior.

La crisis universitaria, nacida tras la guerra civil con el exilio de los viejos maestros y las restricciones a la libertad de cátedra (todavía en 1965 fueron expulsados del escalafón los catedráticos Aranguren, Tierno y García Calvo), se agravó hasta límites insoportables a lo largo de los tres últimos lustros como consecuencia de un espectacular crecimiento del alumnado, que no fue compensado ni por el aumento paralelo de personal docente permanente (lo que dio lugar al envenenado conflicto de los PNN) ni por las asignaciones imprescindibles de gasto público. La reforma de las estructuras universitarias tenía que comenzar, así, con una solución razonable -como la que intenta la LRU- del aparatoso desequilibrio existente entre el reducido porcentaje de personal docente fijo y las cifras de profesores no numerarios. Pero los problemas del profesorado, desde las formas de acceso hasta la lucha contra el absentismo, pasando por las normas de incompatibilidad (cuestión que preocupa sobre todo a los docentes de Derecho y Medicina), no pueden reclamar el monopolio de la atención en el debate universitario. Porque nuestro sistema educativo superior está aquejado también de muchos otros males que ,contribuyen a condenar a la enseñanza universitaria española al anquilosamiento, el empobrecimiento y el atraso.

Los claustros constituyentes de las universidades, a las que la autonomía permitirá emprender un nuevo camino, tienen ahora la oportunidad, con la elaboración de los estatutos y la elección del equipo rectoral, de comenzar a dar una respuesta positiva a esos problemas que vienen del pasado y que han deteriorado la calidad de la docencia y de la investigación. Sin duda, uno de los grandes obstáculos que impiden a nuestra enseñanza superior salir de su marasmo es la falta de recursos. En el futuro, la financiación de las universidades dependerá (una vez realizadas las transferencias pendientes) de las comunidades autónomas, en cuyas manos estará la posibilidad de promover o de boicotear los centros bajo su competencia, pero también de una política razonable de tasas estudiantiles y de los ingresos procedentes de los contratos suscritos con empresas privadas o instituciones públicas para realizar trabajos de investigación o impartir cursos especiales, tal y como el artículo 11 de la LRU prevé.

Los polos del debate pueden coincidir tal vez con fidelidades electorales o militancias partidistas, pero en realidad se definen por las posiciones conservadoras o innovadoras que defienden. Nuestro mundo universitario se halla en buena medida a espaldas de la modernidad y de la sociedad. Una parte del sistema educativo superior se alimenta a sí mismo, creando licenciados que sólo pueden aspirar a ser profesores, o se limita a expedir títulos que habilitan para ingresar en la Administración pública. Tal vez fuera preciso encontrar los procedimientos para hacer compatibles las vocaciones individuales de los estudiantes que concluyen el bachillerato con las necesidades de la sociedad y los requerimientos del mercado laboral. No parece demasiado razonable que haya más estudiantes españoles en las facultades de Geografía e Historia que en las facultades politécnicas o que los alumnos de ciencias constituyan un bajo porcentaje de la población universitaria española. Los débiles nexos con las demandas sociales se ponen también de manifiesto en la baja proporción de alumnado en las escuelas universitarias de ciclo corto.

La rigidez de los actuales planes de estudio impide a los alumnos escoger, dentro de marcos razonables que establezcan mínimos obligatorios, las asignaturas que respondan a sus propios campos de interés. La LRU permite a las universidades abrir esos espacios electivos, compatibles con las disciplinas troncales y las optativas obligatorias. El uniformismo de las carreras ha sido hasta ahora el mayor obstáculo para las especializaciones de segundo ciclo, las cuales, sin embargo, vienen exigidas por el desarrollo tecnológico y la creciente complejidad de la vida social. Y esa rigidez también ha impedido que los titulados en una facultad puedan incorporar a su currículo asignaturas genéricas de otros ámbitos de conocimiento que enriquezcan su formación interdisciplinaria.

Además de flexibilizar los planes de estudio de las carreras ya existentes, los centros superiores podrán crear otras cualificaciones, ya que se les permitirá expedir, junto a los títulos homologados que reflejan las experiencias del pasado, títulos no homologados que recojan las inquietudes del presente y posiblemente las necesidades del futuro. Las nuevas universidades autónomas podrían plantearse incluso la desaparición de algunas facultades innecesarias (transformándolas en estudios de segundo ciclo), y dispondrán de un amplio margen para la configuración de los departamentos. También tendrán atribuciones para fijar sus prioridades en los ámbitos, no necesariamente complementarios, de la investigación y la docencia. Los estatutos de cada universidad establecerán, finalmente, su propio modelo de organización institucional, que oscilará entre la dispersión del poder académico o su concentración autoritaria en manos del rector. El combate contra el escandaloso absentismo en algunas facultades, donde las cátedras y el ejercicio de la profesión o el desempeño de un cargo público han sido anormalmente compatibles, correrá a cargo de las autoridades académicas, cuyo mayor pecado pudiera ser ceder ante las tentaciones del corporativismo.

A los claustros constituyentes aguarda, así pues, una tarea mucho más importante que la designación del equipo de gobierno. De la elaboración de los nuevos estatutos dependerá en buena medida que se abran o que se cierren las prometedoras posibilidades que la autonomía ha creado. Reducir los problemas de la Universidad al régimen de incompatibilidades de médicos o juristas, a las diferencias de rango entre catedráticos y profesores titulares o al cumplimiento de los deberes docentes sería empequeñecer un debate sobre la calidad y la utilidad de la enseñanza que incumbe a toda la sociedad y de cuyo desarrollo depende que la España del siglo XXI sea un país con altos niveles de investigación y docencia o una nación que haya perdido para siempre la carrera de la modernidad y la innovación.

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