Vídeo
El Tribunal Supremo de Estados Unidos ha declarado que es legal la grabación doméstica de programas en vídeo. Naturalmente que es legal la grabación doméstica de programas en vídeo. No sólo es legal, es que es de ley. Lo que pasa en la casa de uno -eso parece- no le compete a tribunal alguno. La cosa doméstica, frente a la cosa pública, es el alveolo cerrado a todas las miradas, a salvo de la escabrosa uña de la ley. Lo de la casa, se sobreentiende, es de uno, inseparablemente. Una misma y única unidad celada.En la intimidad perfecta no hay resquicio para lo extraño. El programa de televisión emerge en el cuarto de estar, pero no, desde luego, como una invasión forastera. Se equivocan los locutores e incluso los grandes mandatarios cuando nos piden excusas por entrar en nuestros hogares a través del aparato. En nuestros hogares no entra nadie. Sería preciso para ello contar con nuestra benevolencia. Los programas de la televisión, esa sucesión de sombras y colores que se mueven haciendo ruidos sobre la superficie del aparato, son meras excrecencias de un soporte que nos pertenece previamente. Es decir, los paisajes, las personas, los objetos que emite la pantalla son, en todo caso, como los pedúnculos y nuevas hojas de nuestro ficus benjamina. Derivaciones, al cabo, de una propiedad matriz y cuya descendencia por ley natural también nos corresponde. De modo que ¿cómo dudar de nuestro legítimo derecho sobre esos sonidos e imágenes que se mezclan espontáneamente con los niños, el polvo de la alfombra y el acosante olor a Ponds de la señora? Nada. Una vez el televisor en casa, lo que produce es como una renta del capital, un zumo del fruto y un jugo del animal que nos pertenecen. Más aún: sus maculaturas nos decoran el hogar, sus espasmos se hacen sitio entre las mantas. Todo lo que dé el televisor es nuestro. Privativamente nuestro y, como tal, podrá hacerse de ello cualquier uso. Por ejemplo, el de grabar cualquiera de sus mensajes y hacerlo repetir y repetir hasta el martirio. Antes del vídeo nuestro poder como dueños del televisor era absoluto, pero ahora, además, gracias al vídeo y su lealtad repetida, podemos contemplarnos como amos inmortales de nosotros mismos.
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