Boxeo, cebollas, puñetas
Joan Miró, que fue árbitro de los combates de boxeo de Ernest Hemingway y pintó las más entrañables escenas de amor de la pintura dibujada que ha contemplado este siglo, era tan humilde en su contacto diario con la verborreica debilidad estética española que una tarde reciente, en que los contertulios esperaban de él un análisis pormenorizado de los símbolos oníricos de su pintura etérea y risueña, sorprendió a ésos conversadores contándolos cómo están diseñadas las cebollas.¿Perfección estética?, se preguntaba Miró, con los ojos en los que la sorpresa parecía un verbo sin declinaciones. No existe mayor perfección estética, decía el autor de los paisajes gatunos de un siglo malhadado, que la simetría absoluta de las cebollas.
Entonces, Miró, que hablaba con los codos, pero jamás habló por los codos, explicaba la textura perfecta de las cebollas de su huerta mallorquina y situaba por encima de las cabezas de sus contertulios ese sonido germinal de la voz de quien se oyen los zarpazos de la escrituras, ajeno por completo a la voz habitual de la vida sociable.
Otra vez, este genio sonriente y callado como un río sin afluentes recibió en Mallorca la visita leve de otro personaje de su propia historia, el canarió Eduardo Westerdahl, que le dio cabida en Gaceta de arte cuando ser surrealista era un delito malvado que el mundo sobrellevaba con la cínica perplejidad de la ignorancia.
Le preguntó Westerdahl, en la época en que regresaba el Guernica de Pablo Picasso a España, su opinión sobre el cuadro documental del artista malagueño. Le miró Miró a "Westerdahl, aleteó los codos como solía y respondió con la contundencia estética de las cebollas:
"-¿El Guernica? Punyetas... ¿El Guernica? Punyetas".
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