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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El Parlamento y la seguridad de los transportes

LAS DOS catástrofes aéreas en Barajas, los recientes choques y descarrilamientos ferroviarios y el último accidente producido en el metro madrileño han puesto de relieve la frágil seguridad de nuestro sistema de transportes. Si a esta cadena de sucesos se añaden los déficit de las empresas públicas suministradoras de esos servicios, la crisis de la Marina Mercante y los graves problemas del transporte por carretera, cobra pleno sentido la general inquietud de la opinión pública. El sistema de transportes es, además, un componente crítico de la infraestructura de un país y uno de los factores principales para su modernización. Sin buenas comunicaciones, el crecimiento económico puede verse frenado. En España nos encontramos con una red insegura, cara, protegida y dependiente de los presupuestos del Estado o de prácticas monopolísticas para garantizar su supervivencia a costa de los usuarios.El programa electoral del PSOE reservaba al transporte un importante papel en la política de reactivación industrial, creación de empleo y desarrollo territorial. Entre otras ambiciosas medidas, el programa incluía el compromiso de crear una Junta General de Seguridad del Transporte, a la que se atribuía la misión de controlar e investigar los accidentes. Al año de la victoria socialista ese organismo brilla por su ausencia, pero desconocemos los obstáculos para su creación que no dependan exclusivamente de la voluntad política.

La colisión producida el 7 de diciembre en Barajas está siendo objeto de diligencias judiciales, a fin de deslindar las responsabilidades y determinar las causas de la catástrofe. La apasionada y nada ejemplar pugna iniciada entre la Administración y los pilotos a raíz del accidente abrió, sin embargo, la investigación a efectos prácticos y puso ante la opinión pública un conjunto de hechos e interpretaciones cuya aclaración resulta inaplazable. El artículo 76 de la Constitución prevé que el Congreso y el Senado y, en su caso, ambas Cámaras conjuntamente, "podrán nombrar comisiones de investigación sobre cualquier asunto de interés público", cuyas conclusiones no serán vinculantes para los tribunales ni afectarán a las resoluciones judiciales. La repercusión que han tenido en la sociedad española las dos catástrofes aéreas y las versiones dadas por la Administración y el Sindicato Español de Pilotos de Líneas Aéreas (SEPLA) justifican sobradamente la formación de esa comisión palamentaria para esclarecer, con independencia de las diligencias judiciales, las condiciones de seguridad de nuestros aeropuertos y, más generalmente, de nuestro sistema de transportes.

Esa medida resulta especialmente necesaria por la decepcionante reacción del ministro de Transportes ante esos trágicos sucesos. El descontrol y la irreflexión de sus primeras declaraciones, cuando los servicios de rescate buscaban los cadáveres de los pasajeros entre los restos humeantes del Boeing 727 de Iberia y del DC-9 de Aviaco, podían esgrimir como atenuante, circunstancia difícil de admitir en un político profesional, la emoción de esos momentos. Pero comenzó a resultar ya inaceptable -y un tanto histriónico- que Barón se convirtiera en el protagonista del duelo al solicitar la conmiseración pública por el envejecimiento que le habían producido los accidentes y al anunciar que su sensibilidad no resistiría una tercera catástrofe. Ignoramos por qué ha resistido las dos primeras. Por lo demás, esa patética invocación al destino ha marchado en paralelo con mecanismos exculpatorios, que nadie solicitaba, sobre el número de muertos en carretera los fines de semana, los comportamientos irregulares de los pilotos en el espacio aéreo internacional y la imposibilidad de que una "dotación indiscriminada, de equipos" impida los errores humanos. El comportamiento defensivo y las innecesarias disculpas de Enrique Barón, que lleva en el cargo sólo 12 meses, adquieren dimensiones grotescas cuando se recuerda que las causas de la eventual inseguridad de nuestros aeropuertos se remontarían a Administraciones anteriores y cuando se advierte que los errores o deficiencias de nuestros pilotos tienen también un antiguo origen. Pero en el momento en que el ministro Barón recomienda, ni más ni menos, a los periodistas que no vayan al lugar del suceso cuando sucedan estas catástrofes y sí, en cambio, a las ruedas de prensa para obtener una correcta información, es preciso llegar a la conclusión de que no es cierto que su equilibrio mental haya resistido los dos primeros accidentes, contra lo que él mismo piensa. Quienes señalaban que Barón estaba jugando aquí el papel del Sancho Rof de la colza, pero que aún no había dicho lo del bichito, habrán ahora de reconocer que en realidad ha dicho cosas más chuscas. Nuevamente, como en el caso del aceite envenenado, sólo el recuerdo de las víctimas impide la carcajada ante tanta bienintencionada incapacidad.

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Es evidente que un ministro de Transportes no es responsable directo de que los aviones lleguen felizmente a destino o sufran desgraciados accidentes; su misión se limita a coordinar la actividad del departamento, realizar los nombramientos adecuados y asignar con eficacia los recursos. Es también probable que el SEPLA esté utilizan do, en provecho de sus intereses corporativistas, las emociones suscitadas por el accidente. Pero la reacción del ministro rebasa lo imaginable. Mientras él hace estas declaraciones, Barajas, que nosotros sepamos, sigue en manos y bajo la autoridad de los mismos responsables del aeropuerto bajo cuya dirección sucedieron las catástrofes. Y aunque sea molesto para alguien reconocerlo, quizá haya una campaña contra la Administración, pero la ver dad de la buena es que Barajas ha sido escenario de un accidente que no sólo se ha debido al ya casi indudable fallo humano del piloto, sino también al caos y a la desorganización de un aeropuerto que ha ocupado desde tiempo atrás lugares de honor en los motivos de irritación de los ciudadanos. Cuando los socialistas acudan a las hemerotecas, siguiendo los recientes consejos del propio presidente del Gobierno, se encontrarán con la nada sorprendente noticia de que, estando ellos en la oposición, pidieron la dimisión o el cese de varios ministros por razones menos graves que ésta que nos ocupa.

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