Ramón Carande, hermosamente anciano
A los 96 años, un testigo excepcional del siglo vislumbra desde Sevilla el incierto futuro de los hombres
La vida es para él un trago largo un trago bueno del que ha gustado todos los sabores. Haber nacido en el siglo XIX es una más de las travesuras de Ramón Carande: te la echa encima con cordialidad cuando le preguntas, a él, que tanto sabe de esta materia que fue la suya como enseñante, sobre la economía del mundo actual: "Je, je, je. Hija mía. Tuve que dejarla porque conforme pasan los años hay muchas cosas que no entiendo". Y añade -la salsa de las respuestas de don Ramón suele estar en sus añadidos- que "cómo las voy a entender si no hay un economista que piense lo mismo que otro. Ahora dicen que la economía es una ciencia. Para que haya ciencia tienen que existir genios. Y genios hubo pocos: se llamaban Keynes, Marx, Smith, y alguno más. Ciencias empresariales, dicen ahora. Que me perdone mi buen amigo Fuentes Quintana, pero si son empresariales, no pueden ser ciencias. Je, je, je".'El ser humano no tiene remedio'
Cuando se ríe -es decir, se mofa-, saca la lengua abarquillada a pasear. Dice de la historia, esa disciplina en la que es maestro, que le divierte mucho. Y, naturalmente, a esta afirmación le sigue una maldad: "Porque demuestra que el ser humano no tiene remedio. Je, je. Es que no tenemos solución. El hombre es un ser despreciable. Yo creo que las hormigas nos desprecian, y con razón, porque no nos sale nada a derecho. Tenemos la mejor intención, pero somos inválidos".
¿Y ese escepticismo? "Cuando se tienen tantísimos años, necesariamente tiene uno que ser escéptico, porque los años acaban con las ilusiones, con las esperanzas, con todo. Es que no os dais cuenta. La vejez es una cosa estragadora y terrible. Virgilio supo definirla muy bien. La llamó enemiga. Y, sin duda, es eso".
"Ay, hija", dice de repente, cogiéndome la mano. "Qué pena que no os interesarais por mí cuando tenía 20 o 30 años. Me lo hubiera pasado mucho mejor". Si tiene usted una vejez envidiable, don Ramón. "Es que yo no recuerdo haberme aburrido nunca, y eso, que es muy importante, se lo debo a mi abuela, que era una mujer sapientísima. Recuerdo cuando íbamos a verla, y lo decía siempre: 'Que no me entere de que os aburrís en la vida'. Y ése es un gran consejo porque, claro, si no te gusta mentir ni matar ni robar, algo tienes que inventar para combatir el aburrimiento".
Don Ramón se inventó una densa vida de historiador, de hurgador en aventuras ajenas, de observador a distancia. Los tres tomo de Carlos V y sus banqueros, el espléndido resultado de muchos años de encierro, de ininterrumpida investigación.
Pero, además del encierro, ama la vida. Para comer pide verduras, porque raramente le atrae la carne, y palmotea cuando le sirven un plato combinado en bello colores: "Qué bonito. Es como comerse un Van Gogh". También le gusta contar cuentos procaces -a ser posible, de monjas- y hablar de España, de los españoles: "Que somos tremendos, tenemos lo más bueno y lo más malo, pero no podemos prescindir de lo último, porque sería como una amputación".
"A mí siempre me preguntaban cómo podía ser amigo del cardenal, Segura, y yo respondía que porque me gusta conocer a todo tipo de españoles. ¿Franco? Sí, a Franco le vi una vez, porque después de la guerra, sin comerlo ni beberlo, me encontré nombrado consejero, nacional de FET y de las JONS. ¡Yo! Y entonces le pregunté a un amigo que estaba con el régimen, y me dijo que era un paraguas por si alguna vez caía un chaparrón. Bueno, pues lo cogí por si llovía.
"Y el día que Franco recibió a todos los consejeros les iba dando la mano con entusiasmo, y cuando me llegó el turno la dejó así, fláccida, y yo pensé: menos mal que sabe quién soy".
'Estamos al borde de la catástrofe'
Le nombraron consejero, pero le mantuvieron separado de la cátedra: "No eran tontos; sabían que desde la enseñanza sí podía influir". No volvió a ver a Franco, aunque sabe que, cuando le propusieron para la medalla de oro del Trabajo, el ministro de turno le dijo: "Excelencia, éste es un hombre nacido para trabajar". Y Franco, con la profundidad de pensamiento que le caracterizaba, contestó: "Debe ser catalán".
De todas formas, Ramón Carande dejó aquello y se retiró a investigar, a escribir. La historia fue su refugio. Y este hombre que ha visto tantas guerras, que ha sido testigo de tantos momentos conflictivos, tensos, está ahora desanimado ante el despliegue nuclear. "Estoy muy asustado, estamos al borde de la catástrofe. Es que esto de. que hayan hecho presidente de Estados Unidos a un cómico que todo el mundo sabe que era malo... Yo no tengo nada de comunista, pero pienso que un pueblo tan poderoso como el ruso, si se ve instigado, acorralado, puede armar el tinglado padre. Este bárbaro, Reagan, es capaz de asustar al más pintado, y lo peor es que tiene una resistencia enorme".
Hubo un tiempo en que don Ramón albergó esperanzas en el género humano. "Había tres hombres, Kennedy, Jruschov y Juan XXIII, que eran tres personas nobles, independientes. Pero ahora lo veo muy mal". Cuando murió el papa Juan, dice Carande que lloró como un niño. El Papa actual no le gusta: "Es un hombre muy contradictorio. Su único patrimonio es la fe y, claro, la cultiva a fondo. Pero es un hombre muy limitado, muy corto de alcances. Hay que tener en cuenta que, hasta que fue elegido Papa, estuvo encerrado en Polonia y, naturalmente, en cuanto ha podido ha montado estos viajes disparatados, anticristianos. Hay algo de actor en él, indudablemente".
Vivaz, informado, piensa que el Gobierno socialista "lo está haciendo bastante bien, aunque en ocasiones no acierte. Pero no hay Gobierno mejor que éste, no lo hay. Cuando pienso que hay gente que cree que don Manuel Fraga lo haría mejor... Brrrr. Lo peor de este país es que no hay existencias para que esto mejore. Por tanto,
Ramón Carande, hermosamente anciano
Viene de la página anteriorhay que resignarse y, en cierto modo, colaborar para ver cómo salimos del atolladero. Esto me parece evidente, aunque yo no tengo ninguna filiación política y, además, la etiqueta de socialista nunca me ha gustado, porque yo propendo más a la anarquía".
De este país que engloba lo muy bueno y lo muy malo, "y que uno aprende a amar cuando está fuera", dice que sólo se arreglará con educación. "Sí, educación y educación. Necesitamos civismo, saber comportarnos con los demás. Pero es difícil. Yo, que en Sevilla he sido uno de los grandes luchadores en la campaña contra la pena de muerte, cuando asesinan a uno de esos inocentes estrangularía con mis manos al matador. Y es que es algo que llevamos dentro".
'A Sevilla me ató la enorme cultura del pueblo andaluz'
Sevilla. Ciudad a la que llegó este hombre nacido en Palencia cuando tenía 29 años. "Y me quedé por tres razones fundamentales. Porque yo he sido siempre un gran caminante, y Sevilla es plana como la palma de la mano. Vamos, que el punto más alto sobre el nivel del mar tiene 14 metros. Luego, que en aquel tiempo la alta sociedad sevillana era muy hermética. El marido se largaba a golfear, la mujer se quedaba sola, encerrada, y no se recibían visitas, lo cual, como no había compromisos sociales que cumplir, te daba mucho tiempo para estudiar. Y tercer punto, pero el más importante, lo que me ató aquí es la inmensa generosidad del pueblo andaluz, que no tienen una peseta ni la echan en falta, que te lo dan todo sin tener nada. Y esa enorme cultura natural del pueblo llano, ese estar de vuelta de todo, esa tremenda educación".
Le abruma la mediocridad de nuestra época. "Las cumbres han descendido mucho. Es el precio que ha habido que pagar para que las clases más necesitadas alcanzaran un nivel de vida más alto. Pero han desaparecido los genios. Mi maestro, José María Soltura, cada vez que moría un Nietzche, un Goethe, decía: 'Ay, ay, ay, ay, se van los grandes locos, se van los grandes locos'. Y es verdad. Se han quedado los cuerdos mediocres".
Acabada la comida, don Ramón reemprende el trotecillo: "Corro tanto porque en casa me espera la pipa. Ay, hija, sí, fumo en pipa, y estoy deseando encenderla". No se Ie han apagado los deseos a Ramón Carande, que se relame mientras se despide, como un viejo gato que saborea sin amargura sus secretos.
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