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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Escalada Líbano

LA INTERVENCIÓN militar directa de Estados Unidos en Líbano ha dado un paso más en su escalada con el reciente bombardeo de las posiciones sirias y los repetidos intercambios de fuego de artillería entre los marines y las baterías de Damasco. La situación tiene algo de calco a escala de lo que ocurrió en los años sesenta en Vietnam: una intervención, primero larvada, cuya presión no deja de acrecentarse y que produce un seguro efecto de bumerán. Hacer que se recrudezca la decisión del contrario a resistir en lugar de procurar su desmoronamiento.Se dijo con ocasión de la contienda de Indochina, y se está repitiendo ahora, que lo que cuenta es un ataque decisivo, con el recurso a toda la fuerza que parezca necesaria, para, entonces, plantearse la posibilidad de soluciones diplomáticas. La táctica de Reagan en este caso no se diferencia, básicamente, de la de Johnson y Nixon en Vietnam: la creencia de que las operaciones de castigo o de represalia son las que pueden forzar esa negociación a su medida. Es algo más que una repetición histórica: es una doctrina firme, una especie de dogma americano, que es el mismo planteamiento político al que Washington recurre en sus relaciones con la URSS y en la controversia sobre la instalación de los misiles en Europa.

El próximo comienzo del año electoral en Estados Unidos hace pensar que no va a haber marcha atrás y que toda la campaña se va a jugar en este terreno del forcejeo mundial entre las dos superpotencias, y de manera muy especial en zonas del máximo interés estratégico como Oriente Próximo y Centroamérica. En el caso de Líbano la escalada es evidente. Las justificaciones del tipo del recurso a la defensa propia o a la represalia inevitable que hace suyas Estados Unidos, producen respuestas igual de inevitablemente adversas, reciban o no el calificativo de acciones terroristas.

El riesgo de que se llegue al enfrentamiento directo es grande. Y ante ello, Reagan trata de rehuir la eventual presión de su propia opinión pública. El presidente norteamericano procura limitar en estos momentos el número de reuniones del Consejo de Seguridad Nacional, soslaya el debate generalizado en el Congreso e incluso se esfuerza por patentar una sensación de normalidad de la vida política (con su tendencia a pasar los fines de semana en el campo, donde, por otra parte, se aloja en un auténtico cuartel general) para evitar cualquier dramatización de la actualidad. Táctica ésta difícilmente sostenible bajo el fuego graneado de la Prensa y de las declaraciones de políticos tan poco sospechosos de pacifismo como el republicano superconservador Barry Goldwater, que ha advertido al país que se va de cabeza a una guerra sin razón, a menos que los marines se retiren sin más dilación de Líbano. Queda, también, la opinión pública, que difícilmente puede desligar lo que se le presenta como una coyuntural acción de policía en Líbano del pánico creciente ante el riesgo de guerra nuclear. Y, por fin, los aliados europeos: el Reino Unido encoge en los refugios a sus soldados de la fuerza de paz; Italia debate la posibilidad de retirarlos definitivamente, y el prestigio francés no está saliendo indemne, de su intervención en el embrollo libanés.

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Toda la laboriosa política de aproximación a los países árabes se viene, por otra parte, abajo. Los gobernantes de esos países no tienen suficiente fuerza de convicción para explicar a sus pueblos que Estados Unidos y Francia bombardean por el bien de sus correligionarios musulmanes. Oriente Próximo es un polvorín cuyo estallido lleva mucho tiempo demorándose.

Un polvorín, por otra parte, donde se hallan frente a frente soviéticos y americanos. No se sabe si alguno de los misiles que derribaron a los aviones americanos ha sido directamente manejado por especialistas soviéticos, de los, quizá, 7.000 que hay en Siria, como tampoco puede establecerse si alguno de estos militares soviéticos ha sido o puede ser alcanzado por los bombardeos americanos. Es decir, que surge de nuevo el espectro de la posibilidad de enfrentamientos directos entre soviéticos y americanos, lo cual daría un carácter ominoso a la escalada.

La eventualidad de que el conflicto se reduzca en sí mismo, o se resuelva por vías de acuerdo, parece cada vez más remota. Sin embargo, el juego de Reagan no puede consistir en otra cosa: demostrar que su fuerza es suficiente -ahí, en Centroamérica, o en cualquier lugar del mundo-, respondiendo a su idea de enfrentamiento planetario, y de que la energía y el riesgo siempre compensan en el terreno electoral. En cualquier caso, esa ruleta rusa a la que juega el presidente norteamericano coloca a Estados Unidos en una situación de tan precario como difícil manejo sin que Europa Occidental quiera o pueda encauzar la vehemencia del amigo americano.

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