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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El valor educativo de la democracia formal

Según el autor, la incultura jurídica y política del español medio es manifiesta, y, en estas condiciones, la enseñanza de los valores formales de la democracia en los centros educativos puede ser algo mucho más formativo para los futuros ciudadanos que la insistencia en batallas ideológicas o guerras de pensamiento.

En la tradición ideológica de la izquierda, la democracia formal tiene una cierta carga peyorativa. Su invención se atribuye a la _burguesía, y sus principios básicos de igualdad jurídica y libertad individual se consideran no más que una tapadera ideológica para justificar y consolidar la desigualdad social y la explotación económica. Frente a ella se enarbola la bandera de la democracia real, cuya esencia es la participación directa de los ciudadanos en. la adopción de decisiones que afecten a la vida pública, y cuya base es la igualdad económica social y cultural.Desde esta óptica, la democracia formal y representativa,. con toda su parafernalia jurídica y electoral, se ve simplemente como un medio Provisional para conseguir un fin más noble, como una simple etapa o incluso como un pequeño obstáculo que hay que superar para llegar al verdadero objetivo de la transformación radical de la sociedad. Pero, aun sin entrar a fondo, sí se pueden señalar, al menos, dos puntos que están exigiendo la revisión de esa doctrina pesimista.

El primero concierne a la naturaleza del Estado democrático de derecho. Hace ya tiempo que el Estado dejó de ser un mero vigilante del orden establecido o un guardia de la circulación que regula el tráfico de intereses de los diversos grupos sociales. En lugar de ello, el propio Estado se ha convertido en un agente social, y por cierto uno de los más poderosos.

Todo esto hace pensar que el Estado de derecho, lejos de ser un simple instrumento que se tira después de usarlo, adquiere cada vez más el carácter de un componente intrínseco de la vida social. Y ello, no se olvide, a través de mecanismos característicos de la democracia formal, como es la celebración de elecciones de representantes políticos, la elaboración de leyes en el Parlamento, la sanción de los delitos por los tribunales y jurados, el control parlamentario de la acción de Gobierno.

Una sociedad igualitaria

El otro punto concierne a la función racionalizadora de la democracia formal. Es patrimonio común de la izquierda el ideal ético de una sociedad igualitaria y justa. Pero nadie tiene la receta infalible para conseguir sin injusticias una sociedad justa. La única forma razonable de realizar un ideal ético para una sociedad es a través del juego democrático, que garantiza el contraste de opiniones, ideales e intereses, la búsqueda de acuerdos, la adopción de decisiones por mayoría y el respeto a las opciones de las minorías. Para ello es imprescindible una regulación rígida de los mecanismos de participa ción democrática; es imprescindible también el imperio de la ley y del derecho.

Todo esto viene a cuento de un problema educativo que se le plantea a la sociedad de nuestro tiempo. Dicho en términos escuetos, la cuestión es la siguiente: ¿en qué debe consistir la educación moral de los niños en una sociedad democrática? Pienso que uno de los motivos de fondo de la llamada guerra escolar reside en un mal enfoque de las posibles respuestas a esta pregunta fundamental. La derecha más conservadora no concibe una educación-moral que no sea una transmisión de determinados contenidos, ideales y doctrinas morales de corte- tradicional, religioso, etcétera. Frente a ella, un buen sector de la izquierda propone su alternativa: a los niños hay que inculcarles una moral abierta, progresista, respetuosa con los nuevos valores de la cultura moderna. Pero me parece que ni una ni otra constituyen una respuesta válida a la cuestión planteada. Es cierto que desde una moral progresista parece más fácil encontrar un lugar para el pluralismo y para el respeto a la discrepancia, que son valores fundamentales de cualquier sistema democrático. Pero en cualquier caso debería quedar claro que, si lo que buscamos son las pautas de lo que debe ser la educación moral de los niños en la escuela, la respuesta no puede consistir en una moral concreta, sea ésta de derechas o de izquierdas, conservadora o progresista.

Nuestra sociedad es suficientemente pluralista como para que resulte un hecho natural que cada niño, a través de su ambiente familiar, a través de los innumerables y constantes estímulos culturales y contenidos informativos o ideológicos que recibe a lo largo de su vida, disponga de un cúmulo de valoraciones e ideales morales, a veces contrapuestos, pero en todo caso diversos y cambiantes. Se insiste mucho en el poder uniformador de los medios de comunicación y de la cultura de masas. En realidad, sin embargo, en las sociedades desarrolladas de nuestro tiempo hay mucha mayor variedad de opiniones, opciones morales y formas de concebir el mundo y la vida que en cualquier otro modelo social del pasado. Ante esta situación, pretender que la escuela puede ser transmisora de una doctrina moral o de un determinado código de conducta no deja de ser una vana ilusión, reflejo de hábitos que tuvieron su sentido en sociedades más cerradas y homogéneas.

El uso de los mecanismos

Desde el punto de vista del interés social, cabe decir que lo esencial de la moral cívica no reside tanto en la doctrina cuanto en la forma de contrastar los diversos valores morales que se nos ofrecen en la vida social. Lo esencial de la educación moral de los niños en un sistema democrático no consiste tanto en transmitirles una determinada moral cuanto en entrenarlos para el uso de esos mecanismos de la democracia formal, que sirven para contrastar, valorar y asumir libremente las diversas opciones morales que se le presentan al ciudadano,

Es lamentable, por ejemplo, que nuestros niños oigan hablar una y otra vez de las grandes doctrinas morales, que se les enseñe la doctrina social de la Iglesia o el catecismo de Marx, y que, en cambio, nadie les explique el funcionamiento del derecho y que no sepan realizar una discusión democrática ordenada ni entender cuáles son las reglas del juego necesarias para poder tomar decisiones de forma racional.

La, incultura jurídica y política del ciudadano medio español es colosal. El derecho se considera como asunto de picapleitos y la política como campo de batalla para unos cuantos señores vanidosos o aprovechados. Mientras tanto, en las escuelas unos se dedican a sostener viva la llama de la tradición católica y otros a predicar el evangelio de la revolución. Pero pocos se quieren ocupar en seno de la única cosa importante para la educación moral de los niños en una democracia: enseñarles las formas de la democracia, entrenarlos en el ejercicio de la discusión pública y razonada de las propias opiniones, en el acuerdo, el consenso y la adopción de decisiones de forma reglamentada a través de votaciones libres.

En definitiva, pocos parecen tomarse en serio el valor educativo de la democracia formal. Y así nos va.

es catedrático de Filosofía en la universidad de Salamanca y senador del PSOE.

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