Atenas y el ingreso de España en el Mercado Común
LA PETICIÓN española de ingreso en la Comunidad Económica Europea (CEE) ha perseguido desde siempre un doble objetivo, político y económico. La búsqueda de una homologación institucional con las grandes democracias europeas marcha, de esta forma, en la misma dirección que la integración de nuestra economía en un amplio mercado de países desarrollados. Esa integración estimularía a la industria española, elevando su nivel de competitividad y arrinconando sus reflejos proteccionistas o reglamentistas, y permitiría a nuestra agricultura desarrollar todo su potencial, limitado en la actualidad por la propia dimensión del mercado interior.El anterior régimen intentó con ahínco el reconocimiento político europeo, pero no podía ofrecer a cambio la contrapartida exigida de una apertura democrática. Aunque el franquismo trató de confundir a la opinión pública con la falsa idea de que la negativa de la CEE a nuestro ingreso en las instituciones comunitarias era en aquella época esencialmente económica, la diplomacia española se afanó, sin demasiado recato, por obtener a todo trance la codiciada homologación política. Entre tanto, los intereses económicos quedaban relegados, en el nivel oficial, a un segundo plano. En aquellos años, sin embargo, el único obstáculo en la negociación era la incapacidad del franquismo para cumplir los requisitos políticos requeridos. De haber podido ser superada esa condición, nada habría existido, en el nivel propiamente económico, que hubiera trabado o impedido la adhesión de España a la CEE.
Una vez restablecida la democracia en España, nada impedía ya, en el terreno institucional, que la CEE atendiera con solicitud y presteza la petición española. Pero si los tiempos políticos resultaban ahora claramente favorables, los tiempos económicos eran, en cambio, adversos. La pujanza y la cooperación europea del pasado habían sido sustituidas por la recesión económica y la formación de pequeñas costras nacionalistas. Por una ironía de la historia, a finales de los setenta y comienzos de los ochenta el cumplimiento del requisito político, satisfecho a la perfección por nuestra Monarquía constitucional, resultaba insuficiente, ya que la crisis mundial, el neoproteccionismo y los conflictos interiores de la CEE habían creado nuevos obstáculos, esta vez estrictamente económicos, para nuestro ingreso.
En vísperas de la cumbre de Atenas, el panorama comunitario no es precisamente brillante. Las arcas de la CEE muestran alarmantes síntomas de insuficiencia para afrontar los gastos presupuestarios. Los países miembros no parecen demasiado dispuestos a aumentar su contribución a los presupuestos comunes sin conocer antes la contrapartida de beneficios obtenibles. Con la entrada en la CEE de España y Portugal, sería muy posible, que países como la República Federal de Alemania y el Reino Unido, que aportan al presupuesto comunitario más de lo que reciben, se vieran acompañados, en su papel de contribuyentes netos, por Francia e incluso por Italia. El Reino Unido discute la redistribución de los fondos de la CEE y plantea, de este modo, la posibilidad de supervivencia de la actual política agraria común, que acapara más de las dos terceras partes de los recursos comunitarios. Francia, a su vez, presiente el peligro de que esos recursos, cada vez más escasos, no permitan que se pueda seguir garantizando los precios. de sus productos agrícolas en cantidades ilimitadas. Los alemanes, finalmente, temen que un rebrote del proteccionismo francés comprometa el futuro de su industria, muy dependiente de la exportación hacia el mercado común.
Todas estas dificultades específicas reflejan un malestar de carácter más profundo. Las esperanzas de una vuelta a la prosperidad con pleno empleo no son para mañana; entretanto, el objetivo de la CEE de constituir una potencia económica, militar y financiera entre los Estados Unidos y la Unión Soviética se va desvaneciendo. Hoy por hoy, el Mercado Común se reduce prácticamente a una agricultura fuertemente protegida, en beneficio, sobre todo, de Francia. La integración industrial no ha conseguido unificar los distintos monopolios nacionales, incapaces de competir en un mercado abierto con las grandes compañías japonesas y norteamericanas. Todas estas debilidades, unidas al difícil momento por el que atraviesan las relaciones entre las superpotencias y a los problemas creados por la instalación de los misiles en Europa, constituyen una poderosa razón para no ahondar en las diferencias e intentar conseguir que la reunión de Atenas, aunque sin llegar a constituir un éxito, no desemboque al menos en el fracaso.
Un mínimo entendimiento en la próxima cumbre de Atenas beneficiaría las posibilidades de España y Portugal para ingresar en la CEE. No sería entonces totalmente descartable -aunque continuaría siendo enormemente difícil- que nuestra entrada pudiera firmarse en la segunda mitad del próximo año, cuando la presidencia pase de manos de Francia a Irlanda. Aunque para Mitterrand resultaría electoralmente duro apadrinar durante su mandato nuestra candidatura, la presión moral de los otros miembros y la mala conciencia francesa podrían contribuir, cada uno a su estilo, a facilitar la fase decisiva de nuestra candidatura de ingreso.
Naturalmente, queda pendiente el arduo problema del fondo: las condiciones de nuestra adhesión al Tratado de Roma. Las actuales dificultades económicas europeas presagian dureza negociadora por parte de las autoridades comunitarias, sobre todo en los temas agrarios y en aquellos sectores industriales españoles que -a juicio de la CEE- no hayan reducido satisfactoriamente sus potenciales excedentes de producción. También se producirán pesados tiras y aflojas en las discusiones del calendario del período transitorio y en el rápido desmochamiento de nuestras crestas proteccionistas. Hay otros temas menores pero significativos; por ejemplo, la exigencia comunitaria de apertura de nuestro mercado a los productos japoneses en condiciones análogas a las de la CEE.
En cualquier caso, el punto clave de la negociación serán las mayores o menores facilidades de acceso de nuestros productos agrícolas a la totalidad de los mercados de la Comunidad. Es posible que, a la hora de discutir este renglón, nos encontremos con condiciones muy exigentes o; alternativamente, con el compromiso de acomodar bilateralmente un entendimiento de buena vecindad con la agricultura francesa. Casi todas las posiciones son defendibles en el mundo de los negocios y, en los forcejeos para alcanzar acuerdos, hay límites y restricciones que España no podría aceptar. El conjunto de los condicionantes comunitarios en ningún caso debería colocarnos en una situación más desfavorable que la actual.
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