Entre la pintura madrileña y el topico andalucista
El programa doble de zarzuela dirigido por Adolfo Marsillach obtuvo anteayer un singular éxito en el teatro de la Zarzuela. Se trataba de dos piezas imprescindibles en cualquier antología del género: La Gran Vía, de Pérez y González, Chueca y Valverde, y La Tempranica, de Julián Romea y Gerónimo Giménez (que así, con dos ges, gustaba firmar y no veo razón para contrariar sus gustos).La Tempranica se apoya en un libreto muy mediocre, localista y pinturero, con su buena dosis de sentimentalismo barato. Estrenada en 1900, supone un claro antecendente de La vida breve, incluso argumentalmente, pero sobre todo por su estupenda partitura musical. Es dato sobre el que he insistido muchas veces y nada extraño, por otra parte, ya que Falla admiraba muy sinceramente al compositor sevillano gaditanizado. Tan es así, que cuando la ciudad de Cádiz ofreció a don Manuel el homenaje de una plaza y un teatro con su nombre, Falla respondió por escrito solicitando que una u otro debían ostentar el de Gerónimo Gimenez.
La Tempranica, de J
Romea y Giménez.La Gran Vía, de Pérez y González, Chueca y Valverde. Director musical: Ruiz Laorden. Director escénico: A. Marsillach. Coreografía: Lorca y Martinsen. Escenarios: Cytrinowsky. Teatro de la Zarzuela, Madrid. 26 de noviembre de 1983.
El nacionalismo musical español, como todo, supuso un proceso evolutivo y, con todo lo que tuvo de sorpresiva aparición, Manuel de Falla no venía de la nada, ni tan sólo de las enseñanzas de Felipe Pedrell, aunque, como él dijo, y es cierto, le fueran muy valiosas las orientaciones del maestro catalán. La Tempranica, ciertas obras de Chapí o, antes, el mejor Barbieri fueron trazando el camino que superara Falla a partir de La vida breve hasta instalar nuestra música a la altura de la Europa de su tiempo.
Giménez huía de complicaciones, pero escribía y orquestaba con perfección; en casi todas sus partituras advertimos ese sello de natural elegancia, entre culta y popular, estilizado durante sus estudios parisienses, que brilla en La Tempranica, en los Luis Alonso, en Enseñanza libre o en el breve poema que dirigiera a la RTVE Igor Markevitch.
Si quitamos algunos números muy concretos, el material de La Tempranica se ciñe a un popularismo de escasas citas directas, aunquie una de ellas, la nana, se eleve a calidades ya verdaderamente fallescas. Los intérpretes musicales de: esta ocasión se mueven dentro de unos límites de calidad, pero por lo general quedan por debajo de lo que exige la partitura de Giménez, a nesar del bello timbre de Emelina López, la impostación de Javier Alaba o la gracia de Juan Reyes en Grabié. Muy bien la orquesta y mejor los coros y los bailes.
Todo me pareció mucho más adecuado y feliz en La Gran Vía, un boom de 1886, en el que Felipe Pérez y González, Chueca y Valverde, llevaron la zarzuela por los caminos de la revista, que, a la sazón, tenía más de crítica política que de sicalítica, como se decía entonces. Si en La Tempranica, Marsillach ha peinado con acierto el texto, otro tanto debió hacer con La Gran Vía para que, sin perder su valor de testimonio irónico de un tiempo que fue, opere con eficacia sobre el gusto de las gentes de hoy.
La combinación de artistas procedentes del género lírico (ópera y zarzuela) y de la revista cuajó en un acierto o sucesión de ellos, y aún resultará todo mejor si el director modera un tanto la caricaturización de los personajes. Del Real, Irene Daina, Ángel de Andrés, Natalia Duarte y, para la apoteosis del Elíseo madrileño, Ángeles Chamorro hicieron una estupenda labor, a la que hay que sumar al conjunto del interminable reparto.
Recibimos con gusto la presencia del maestro bilbaíno Urbano Ruiz Laorden, director en el que lo musical adquire finos matices expresivos. El teatro de la calle de Jovellanos recibirá mucho público mientras duren las representaciones de La Tempranica y La Gran Vía.
Babelia
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