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Pintado en México

El próximo jueves, 3 de noviembre, en la madrileña sala de exposiciones del Banco Exterior de España, se inaugura una muestra de pintura mexicana actual. Bajo el título de Pintado en México, ocho pintores contemporáneos presentan sus obras: Gunther Gerzso (1915), Juan Soriano (1920), Manuel Felguérez (1928), Alberto Gironella (1929), Vicente Rojo (1932), Roger von Gunten (1933), José Luis Cuevas (1934) y Francisco Toledo (1940). El conjunto arroja un reflejo aclaratorio sobre el poderoso quehacer plástico del presente en un país del que sólo estamos acostumbrados a recordar el muralismo de la revolución y la figura aislada de Rufino Tamayo. El poeta mexicano Octavio Paz, que asistirá al acto inaugural, ha escrito este texto de presentación.

Hay expresiones engañosas. Por ejemplo, pintura moderna: tiene la edad del siglo. Otra denominación ambigua: Escuela de París. No fue realmente una escuela, sino una sucesión de tendencias y maneras, un conjunto de movimientos en los que participaron decisivamente grandes pintores de distintos países: españoles, italianos, holandeses, alemanes, rusos. El carácter cosmopolita de la Escuela de París subraya, precisamente, su modernidad. Mejor dicho, subraya su carácter paneuropeo: la pintura moderna nació, casi simultáneamente, en París y en Munich, en Milán y en Petrogrado, para citar sólo a los centros de irradiación más conocidos. Fue una de las últimas expresiones de esa Europa que nació en el siglo XVIII y que, no sin desgarramientos, sobrevivió hasta 1914 sólo para ser destruida por los nacionalismos imperialistas. Después de la primera guerra, uno a uno se apagaron los focos del arte moderno, salvo el de París. Aunque es un fenómeno que no ha sido estudiado todavía, es razonable atribuir la extinción de esos movimientos a la combinación de dos circunstancias adversas. La primera: entre todas las ciudades en donde surgieron movimientos artísticos de importancia, la única verdaderamente internacional era París; la segunda: las revoluciones y contrarrevoluciones que triunfaron en Rusia, Italia y Alemania eran enemigas consustanciales del arte moderno y; sobre todo, de dos de sus principales cardinales: el internacionalismo y la libertad de creación, No es extraño, así, que las distintas y contradictorias tendencias que habían hecho del arte moderno un todo vivo emigrasen y se concentrasen en París. Era la única gran ciudad europea libre y que, desde el principio del siglo, a diferencia de Londres, estaba abierta a todos los vientos del arte. La segunda guerra acabó con París como centro mundial; fue el fin del período puramente europeo del arte del siglo XX.

La primera vanguardia

El movimiento artístico moderno nació en Europa, pero pronto conquistó a los otros continentes. La expansión comenzó en América: en 1913 se celebró en Nueva York una gran exposición (Armory Show), en la que los artistas europeos de vanguardia mostraron sus obras por primera vez fuera del viejo continente. Sin embargo, hubo que esperar más de 30 años para que el arte norteamericano se desprendiese del europeo y dejase de ser un mero reflejo provincial. Lo mismo sucedió en otras partes. La excepción fue México: aquí surgio, hacia 1920, un arte moderno con caracteres propios e inconfundibles. Entre 1920 y 1940, el arte mexicano combinó, no pocas veces con fortuna, dos elementos en apariencia irreductibles: un vocabulario estético internacional y una inspiración nativa. Los artistas mexicanos adoptaron y recrearon ciertas tendencias del arte de esa época, especialmente el fauvismo y el expresionismo. La reelaboración de esas tendencias fue muchas veces poderosa y original: más que un trasplante fue una metamorfosis. La fusión fue fecunda porque el elemento natural, el suelo y el cielo en que crecieron esos estilos, fue no tanto una naturaleza como una historia. Quiero decir: una naturaleza -gentes, cosas, formas, colores, paisajes, atmósféra- vista y vivida a través de una historia singular e irreductible a la historia europea. Conjunción de dos descubrimientos: los artistas mexicanos descubrieron el arte moderno al mismo tiempo en que, por obra de la revolución de México, descubrían la realidad oculta, pero viva, de su propio país. Sin ese doble descubrimiento no habría existido el movimiento pictórico mexicano. La revolución reveló a los mexicanos la realidad de su tierra y su historia; el arte moderno enseñó a los artistas a ver con ojos nuevos esa realidad.

En su mejor momento, la pintura mexicana fue una vertiente original del arte de la primera mitad del siglo. Hacia 1930 alcanzó su mediodía; después, como todos los movimientos, comenzó a declinar, aunque no sin antes haber influido en varios conocidos pintores norteamericanos que más tarde abrazarían el expresionismo abstracto. La pintura mexicana fue víctima de una doble infección, dos supersticiones que fueron dos prisiones: la ideología y el nacionalismo. La primera cegó la fuente de la renovación interior: la libertad y la crítica; la segunda cerró las puertas de la comunicación. con el exterior. Esclerosis y repetición: los pintores comenzaron a imitarse a sí mismos. Hacia 1940, un grupo de artistas notables rompió el aislamiento, renunció a la retórica ideológica y decidió explorar por su cuenta dos mundos: el de la pintura universal y el suyo propio. Estos artistas no sólo cambiaron y renovaron el arte mexicano, sino que a ellos les deberes algunas de sus obras mejores.

Al mismo tiempo, en Nueva York, el arte norteamericano, representado por poderosas personalidades, apareció como el heredero directo de la vanguardia europea. Continuidad y, asimismo, ruptura: el expresionismo abstracto se presentó como una síntesis y una superación del automatismo pasional surrealista y de las geometrías neoplatónicas de la pintura abstracta. Al expresionismo abstracto sucedió una tendencia menos vigorosa, el pop-art, que en su desenfado recordó a Dadá, aunque aligerada de pasión metafísica y ya sin fáscinación ante la muerte.

El lugar de París

Durante esos años, Nueva York ocupó el lugar central que París había tenido antes de la segunda guerra. Sin embargo, las diferencias eran (y son) enormes. En realidad, desde hace ya bastante tiempo, Nueva York ha sido antes que nada el teatro -o más exactamente: el circo- de la descomposición de la vanguardia. En menos de 30 años, después de convertirse en una academia, es decir, en procedimiento y manera, la vanguardia se ha transformado en moda. El arte como objeto, a un tiempo, de uso y de especulación financiera. Nueva York sigue siendo un centro, pero no hay que confundir la hegemonía del mercado con la fertilidad, la imaginación y la facultad de creación.

La verdad es que debe renunciarse a la superstición de los centros: la creación artística, en todas las épocas, ha sido rebelde lo mismo a la uniformidad que a la centralización. Los mejores períodos artísticos han sido los, de la coexistencia de diversos focos de creación; los estilos locales son siempre vivaces, mientras que en los imperiales triunfa la máscara sobre el rostro vivo. Desde hace más de 20 años hemos sido testigos del renacimiento de escuelas, movimientos, tendencias y personalidades que pertenecen a una nación o una ciudad, no a un centro mundial. Es un fenómeno que se despliega en dirección contraria al proceso de centralización que ha terminado por esterilizar a los artistas y uniformar a sus creaciones. La existencia simultánea de distintos focos nacionales, verdaderos ejes en relación unos con otros, pero autónomos, es un movimiento análogo al que se advierte en otros campos: la política, la religión, la cultura. Más que un regreso es una resurrección. Estos movimientos, probablemente, le devolverán la salud al arte moderno. La salud: la diversidad, la espontaneidad, la auténtica originalidad, que es algo muy distinto a la engañosa novedad. Es alentador que uno de los primeros sitios en que se ha manifestado esta saludable reacción haya sido, justamente, España.

La situación de México no es radicalmente distinta a la que he descrito en forma sumaria. Nuestros artistas han sufrido, como todos, la fascinación y el vértigo del centro mundial, pero, en general han sabido ser fieles a sí mismos. Las tradiciones propias, que en el caso de México dan una suerte de gravedad espiritual al país, han sido un factor de equilibrio. Equidistantes de la seducción del mercado mundial, que da dinero y fama, pero seca el alma, y de la fácil complacencia del provinciano que se cree el ombligo del mundo, nuestros pintores deben, al mismo tiempo y sin contradicción, conservar su herencia y cambiarla, exponerse a todos los vientos y no cesar de ser ellos mismos. Es un desafío al que se enfrenta cada generación y al que todas responden de una manera distinta.

Los ocho artistas que hoy exponen en Madrid, en un recinto del Banco Exterior de España, representan sin duda la porción central de nuestra pintura contemporánea. Gracias a ellos, el arte mexicano de esta década posee carácter y diversidad, osadía y madurez. Tal vez faltan, para mi gusto, dos o tres nombres, pero no sobra ninguno: la exposición reúne a un conjunto de artistas que en sus obras nos muestran no sólo lo que es hoy la pintura mexicana, sino lo que, en algunos casos, será mañana. Aunque las disyuntivas estéticas han sido y son las mismas para todos, las obras de cada uno de estos artistas expresan una visión individual del mundo y de la realidad. En contra de mis deseos, no puedo referirme a ninguno de ellos en particular: el objeto de estas páginas es, más bien, situarlos en su contexto histórico y dentro de la perspectiva contemporánea. Por otra parte, he escrito varios estudios y poemas sobre casi todos ellos. Así, sólo debo repetir lo que he dicho varias veces: si se quiere saber lo que es la pintura viva de México hay que ver las obras de estos pintores. Agrego que entre ellas se encuentran algunas que son centrales en el arte contemporáneo de América Latina.

Los artistas mexicanos que hoy presentan sus obras en España tuvieron, primero, que apropiarse el lenguaje de la pintura contemporánea y, después, hacerlo suyo. En esto procedieron como todos los artistas jóvenes del mundo. Además, han tenido que hacer frente a una circunstancia singular: son hombres de la segunda mitad del siglo XX, pero pintan en un país en el que el pasado milenario es todavía un presente vivo (apenas si necesito recordar, por ejemplo, la persistencia y la vitalidad de las artes populares). ¿Se puede ser un artista de su tiempo y de su país cuando ese país es México? La respuesta a esta pregunta no es unívoca. Cada una de las obras de los ocho artistas es una respuesta, cada respuesta es distinta y cada una es válida. La pluralidad y aun el carácter contradictorio de esas respuestas no les quita validez. Tampoco, invalida a la pregunta. Cada respuesta la cambia y, sin anularla, la transfigura. La pregunta es la misma siempre y, no obstante, en cada caso es distinta. En verdad, la pregunta no es sino un punto de partida: responderla es internarse en lo desconocido, descubrir una realidad enterrada o descubrirnos a nosotros mismos.

Por más diversas y desemejantes que sean las obras con que estos pintores responden a la informulada pregunta que les hace la realidad mexicana, hay un elemento que los une y que, en cierto modo, es una contestación que los engloba a todos: el arte no es una nacionalidad, pero, asimismo, no es un desarraigo. El arte es irreductible a la tierra, al pueblo y al momento que lo producen; no obstante, es inseparable de ellos. El arte escapa de la historia, pero está marcado por ella. La obra es una forma que se desprende del suelo y no ocupa lugar en el espacio: es una imagen. Sólo que la imagen cobra cuerpo porque está atada a un suelo y a un momento: cuatro chopos que se elevan del cielo de un charco, una ola desnuda que nace de un espejo, un poco de agua o de luz que escurre entre los dedos de una mano, la reconciliación de un triángulo verde y un círculo naranja. La obra de arte nos deja entrever, por un instante, el allá en el aquí, el siempre en el ahora.

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