Distintas maneras de entender las cosas
Carlos González 5 en 1. Tete Montoliu All Stars. Cecil Taylor Unit and Dance.
IV Festival de Jazz de Madrid. Palacio de Deportes.
27 de octubre de 1983.
Fue, como se dice, una noche de contrastes. Empezó con Carlos Gonzálbez, que es, para mí, el mejor guitarrista de jazz de España. Trajo consigo a Aldo Cavigia, buen profesional de la batería, y a unos chicos jóvenes prometedores y bien orientados. Lo malo que pasa con los guitarristas de jazz es que, desde que en los sesenta llegaron los rockeros con lo de Clapton es Dios, parece que un guitarrista debe tener, sobre todo, imagen.
Tete Montoliu dice siempre que es negro, y oyéndole con los acompañantes que le han buscado hay que darle la razón. John Heard es un bajo con toda la técnica y afinación del mundo. Es, además, un músico exultante, que disfruta con, lo que toca y que tiene el detalle de buen jazzman de cantarse los solos por lo bajo. Roy McCurdy, como buen batería, no hizo solos, sino cambios de compases, y ratificó que cuando tiene que ser imaginativo un batería es cuando acompaña. El solista, al saxo tenor, fue Harold Land. Como segundo, lo ha hecho todo bien desde sus tiempos con Max Roach y Clifford Brown. Cuando, como esta vez, le dejan ser primero, contradice todo lo que se afirma de los tenores tejanos.
Tiene sonido, pero no insiste en él, y se va lejísimos de las melodías originales. Sus improvisaciones tienen un curioso aire evasivo, que, a la postre, resulta la mar de poético. Interpretó un tema suyo, Worldpeace, bastante más sinuoso de lo que el título hace suponer. El resto fueron composiciones de repertorio: Old folks, Invitation, Oleo... los lemas en que nos gusta oír a Tete.
Para finalizar, Cecil Taylor organizó o desorganizó su particular celebración africanista con unos bailarines de técnica sorprendente, una cantante de gran aplomo y un grupo, donde, bueno, estaba el saxo, Jimmy Lyons, pero no importaba lo que hacía: todo el trabajo iba para los percusionistas. Pero el más percusivo fue Cecil Taylor, especie de hechicero de atavío imposible, que dio un monton de saltos y gritos antes de decidirse a sacarle al pobre piano las armonías más descabelladas, en las que jamás pudo soñar su creador.
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