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Reportaje:

La sabiduría silenciosa del pintor Fernando Zóbel

Dentro de la notable línea expositiva que suele distinguir a la Obra Cultural del Monte de Piedad de Sevilla, se ha organizado una muestra antológica de Fernando Zóbel, que no dudo en calificar como excepcional. Abierta al público desde el pasado día 4 de octubre, debe ser así considerada, porque en ella se contiene, por primera vez, una retrospectiva de este pintor, sin duda uno de los más relevantes del arte español contemporáneo.La exposición consta de más de medio centenar de cuadros, fechados entre los años sesenta y la actualidad, pero cuyo orden en el montaje obedece a criterios temáticos: series sobre el color en Cuenca, en Madrid y en Sevilla, o las tituladas Diálogos-pinturas, Diálogos-música, El río (1970-1980) y Serie blanca-gestos. Diseñada con excelente buen gusto, esta muestra posee además el aliciente de contar con los cuadernos de apuntes de Zóbel, tan instructivos sobre su forma de trabajar como hermosos.

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Tres ciudades en la vida del artista

Nacido en Manila el año 1924 y formado - artísticamente en Norteamérica, donde también se doctoró en Letras por la universidad de Harvard, la trayectoria de Zóbel como pintor, coleccionista y filántropo es ya de sobra conocida entre nosotros,. incluso por quienes no tienen una información muy puntual sobre lo que ha ocurrido en el panorama artístico español, pues es dificil imaginar que no haya llegado hasta ellos la noticia de la creación del Museo de Arte Abstracto de Cuenca, cuyo patrocinio le correspondió a él, así como la generosa donación- del mismo a la Fundación Juan March, que asumió su gestión desde 1981.

Pero no voy a insistir sobre los muchos méritos y honores que concurren en este refinado artista, que desde 1946 no ha dejado nunca de pintar, como puede comprobarse siguiendo el ritmo cronológico de sus más importantes exposiciones individuales, la primera de las cuales tuvo lugar en Manila el año 1953, y la última, en Madrid, la ciudad donde lo viene haciendo más regularmente, en 1982. Con todo, hasta el momento presente, tal y como advertí, Zóbel no había hecho ninguna muestra retrospectiva, aunque no precisamente por falta de oportunidades.Pintor ensimismado en la pintura, animado por sensaciones sutiles y sentimientos delicados, más propios del alma panteísta de un oriental, Zóbel posee una sabiduría silenciosa: que no se deja atropellar por los acontecimientos. No ha sido nunca, en consecuencia, un artista de espectaculares cambios que sacudan la memoria del espectador. Antes, por el contrario, se le recuerda por un no sé qué, quizá indefinible al principio,

pero que nos ha calado hondo. Se nos viene encima a través de alguna sensación penetrante, cuyo minúsculo pormenor -jamás habríamos pensado que tuviera tal fuerza desencadenante.De Zóbel uno arrastra la impregnación aromática de un color inolvidable, una atmósfera de luminosidad palpitante, determinado ángulo de visión, un gesto fugaz, un ritmo compositivo vibrante, un modo de sentir la naturaleza, una lección de pintura, un pensamiento melancólico, cierta explosión sensual...

Memoria de las cosas

En fin, que recordando a Zóbel vienen a la memoria demasiadas cosas como para que, aislándolas una por una, no se tenga la incómoda sensación de estar amputando algo irreparable. Y esto es lo que hace particularmente comprometido volver la mirada sobre él según el patrón rígido de una exposición retrospectiva, muy eficaz en el tipo de artista de progreso lineal, de aquel que sigue rígidamente una trayectoria y tiene, por así decirlo, los, cambios cantados. Mas, ¿cómo en Zábel? En él, el discurrir del tiempo tiene secuencias cíclicas, consiste más que nada en el constante retorno de, mágicos ritmos circulares; no hay progresos, sino fugas, evasiones perpendiculares, elevaciones, recogimientos; en definitiva, más quietud que inquietudes. -Para enseñar por dónde ha-pasado artísticamente Zóbel hay, pues, que haberle cogido antes el aire. Desde este punto de vista no puede haber resultado mejor este ensayo general, que ahora se nos muestra en Sevilla y que ha demostrado cómo hacer viable todo intento futuro de revisión retrospectiva. En esta exposición, los ritmos temporales quedan supeditados a los ciclos recurrentes de las series temáticas, y cada tema, por su parte, a la orquestación sinfónica de una escenificación que deviene autónoma, una obra más, la obra de las -obras. En medio de este clima somos testigos de una contemplación inesperada: está presente este Zábel profuso y difuso, evocador de una sensación de sensaciones, confirmando el sentido unitario que cabía presentir en toda su obra, pero también, más sorprendentemente, ese otro con una obra concebida desde los registros más diversos. Más aún: líneas con crescendos de intensidad envolventes, a veces embriagadores, por los flujos y reflujos de mareas de colores, siempre renovándose. Y lo más emocionante y artísticamente definitivo: todo el mejor Zóbel en el último Zóbel, más libre y apasionado que nunca. Desde el más etéreo celaje a la nota más atrevidamente sensual, el recuerdo de esta exposición queda grabado en la piel y tiene un mapa de señales muy precisas, que, en mi caso, se llaman Pequeña primavera: Monteverdi, Triosonata III, Palacio de cristal, Mediodía. Madrid, Invierno anticipado, Hocinos, Otoño con brillo, Diálogo con Degas, In memoriam: Manolo Millares, Patio de vírgenes, Marismas o Cosas de Sevilla.

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