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Un cristiano ante el dilema 'comunismo o guerra'

Las Iglesias cristianas pertenecientes a los países del llamado bloque occidental (Estados Unidos, Alemania y recientemente España) parecen, en estos últimos años, ir adquiriendo conciencia del chantaje con el que los poderes interesados intentan empujar a Occidente a un insensato rearme nuclear (cuando, según se dice, ya están almacenadas en los arsenales armas capaces de destruir 15 veces la vida de la Tierra), en el que se gastan los recursos económicos que podrían resolver los problemas del hambre y la ignorancia en el mundo. Pero ese chantaje no se nos plantea en los crudos términos reales de los intereses económicos y neocoloniales de cada uno de los dos bloques, sino bajo un enmascaramiento ideológico. A los occidentales, en concreto, se nos viene a presentar en estos términos: o creciente rearme nuclear o comunismo.Ninguna cuestión más urgente que esta. Ante ella palidecen todas las demás divergencias y discusiones. El mundo prepara y bordea de continuo la posibilidad de un acto cuya trascendencia no tiene equivalente en la historia: destruir en pocos instantes millones de vidas, someter a terribles tormentos cancerosos a otros millones por el resto de su existencia y comprometer toda la herencia fisiólogica y cultural de la humanidad. Muchos hombres se preguntan si, en esta encrucijada decisiva, los cristianos vamos a refugiarnos en las usuales evasivas y medias palabras.

Frente a esa terrible opción que los políticos occidentales más significativos del momento plantean a sus pueblos y a todos los pueblos (o gastar sumas ingentes y cada vez mayores en un armamento atómico que nunca se considera suficientemente superior al de los contrarios; 9 resignarse a imposiciones creciebtes por parte de las potencias comunistas respaldadas por la amenaza de desencadenar la hecatombe atómica), la tesis de este artículo utópico es simple: primero, la guerra tómica no sería en ningún caso un medio adecuado para frenar la expansión del comunismo totalitario; segundo, aun en el caso de que lo fuera, no podría, ser utilizada por un cristiano o por un país cuya población se considere mayoritariamente cristiana.

Una guerra a escala mundial, en efecto, en la que se utilizara todo el poder destructor del armamento nuclear, no solamente no serviría para evitar a la humanidad las amenazas ideológicas que encierra la posible instauración de regímenes comunistas totalitarios, sino que las haría más agudas -e inevitables. Aldous Huxley, entre otros muchos, lo ha mostrado convincentemente en su subrecogedora parábola Mono y esencia. Pues, por una parte, sin duda, la humanidad superviviente, si la hubiera, para enfrentarse con la total destrucción de la infraestructura económica y social y para evitar la repetición de conflictos bélicos, tendría que unificarse bajo una autoridad mucho más absoluta, implacable y colectivizadora que la de los sistemas comunistas vigentes. Y, por otra parte, los hombres que quedaran dificilmente podrían resistirse a la más terrible de las tentaciones que amenazan nuestro equilibrio psiquíco: la convicción de que el thanatos triunfa sobre el eros, de que la muerte y el dolor son las realidades supremas; de que, el único dios que puede ser adorado es Shiva, el Destructor; de que ser es un mal.

Pero es que, aun en el quimérico supuesto de que la guerra atómica fuera un medio adecuado para frenar la expansión de un sistema totalitario, materialista y cerrado a toda esperanza tras cendente, su utilización seguiría siendo moralmente inaceptable. Ante todo, porque el ataque nuclear es intrínsecamente malo, y no puede quedar justificado por ningún fin que con él se persiga. En efecto: un acto que produciría con certeza atroces sufrimientos y la muerte de una inmensa multitud de seres inocentes y no directamente participantes en el conflicto es un acto intrínsecamente inmoral. Porque si, de acuerdo con la famosa parábola de Bergson, sería éticamente inaceptable aceptar el progreso y el bien de la humanidad a cambio de que un inocente fuera torturado, ¿cómo admitir el mantenimiento, inverosímil por otra parte como ya se ha dicho, de la democracia política a cambio del tormento y el asesinato en masa de tantos inocentes torturados como la guerra atómica produciría?

Y es que, por aterradora que sea la perspectiva de la implantación de un sistema comunista totalitario a escala mundial, hay que considerarla como menos espantable que la de una conflagración atómica. En cuanto a los daños en personas y cosas, ningún número de checas y campos de concentración en el mundo entero es capaz de producir las víctimas que originarían unas horas de bombardeo nuclear. Y en cuanto a los daños morales, una guerra atómica provocaría, como ya se ha indicado, tal cantidad de odios, de angustias y de desesperación que sería muy difícil para el hombre seguir creyendo en la posibilidad del bien. Por mucho que pueda parecer inaceptable, el comunismo es, al fin y al cabo , un fenóme no humano que, como todos en la historia, irá perdiendo virulencia ideológica, y será digerido y asimilado por la humanidad misma. Mientras que, por el contrario, la desintegración atómica es un fenómeno cósmico inasimilable por los seres humanos.

Pero es que, además, ni el comunismo ni ningún otro poder sobre la Tierra pueden destruir los valores que tienen su sede en la conciencia humana: si se está dispuesto a morir colectivamente para defenderlos en un conflicto nuclear, ¿por qué no estar dispuestos a morir ante el paredón singularmente si llegara a plantearse el dilema supremo? Tampoco el comunismo podría hacer más que quitarnos la vida del cuerpo. Por otra parte, ¿cabe

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Miguel Benzo Mestre es catedrático de Antropología Teológica en la universidad Pontificia de Salamanca.

Un cristiano ante el dilema 'comunismo o guerra'

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pensar que un régimen comunista extendido a toda la Tierra sería capaz a la larga de ahogar la nostalgia de libertad y de renunciar a las ventajas económicas de una cierta competencia? ¿No sería pronto el comunismo totalitario el que iría transformándose desde dentro?

Añadamos a todo lo dicho que, sin duda, la humanidad superviviente de una lucha atómica rechazaría con horror cualquier ideología que se hubiera aducido como pretexto para desencadenarla. Si los creyentes permitiéramos que la defensa de la civilización cristiana" fuera invocada para justificar su estallido, provocaríamos en los supervivientes el más definitivo o insuperable de los escáncialos.

A tales argumentos se opone ciertamente una poderosa objeción: entonces, ¿los países democráticos deberían entregarse inermes al permanente chantaje que podrían ejercer sobre ellos las potencias comunistas amenazando con una lluvia de bombas de hidrógeno? A tan angustiosa pregunta creo que es preciso tener el valor de responder aplicando a la conducta colectiva las mismas normas morales que gobiernan la individual. La posibilidad dé que un loco homicida haga estallar una carga de Goma 2 en un parque infantil o en un teatro lleno no puede ser completamente prevenida y evitada por ninguna policía de¡ mundo, como nos demuestra la experiencia. Y es claro que, en todo caso, el modo de proteger a la sociedad no podría ser nunca el de que la policía anunciara públicamente que, si ese hecho se produce, también ella se dedicaría a arrojar bombas en los parques o en los espectáculos a los que asistieran familiares de los terroristas. Cualquier autoridad que, por el motivo que fuere, ordene un bombardeo atómico es un loco homicida. Nada importa que las víctimas pertenezcan a tal o cual nacionalidad: serán en su mayoría hombres, mujeres y niños ajenos a las luchas políticas internacionales. La posibilidad de que esto ocurra debe ser considerada actualmente, por desgracia, como algo semejante a la de que se produzca un terremoto o una erupción volcánica.

Pienso, en conclusión, que todos los países deberían tener el valor heroico de anunciar y probar- con hechos que en ningún caso acudirán a la utilización de armas nucleares, y los que las poseen, destruir sin más dilación todo su arsenal atómico, aunque los demás no reaccionaran recíprocamente. Pero a ello habría que añadir la declaración de que en todo caso se atendrían al uso defensivo de las llamadas armas convencionales, y ello dentro de límites mucho más estrictos que los respetados en las últimas grandes guerras, especialmente en lo que se refiere al bombardeo de poblaciones civiles. Porque si en un posible conflicto se llega a destruir ciudades, aunque sea con explosivos no nucleares, el rencor engendrado por tales destrucciones justificaría subjetivamente a los atacados para acudir a la represalia.

Lo que hace más dramática la situación del hombre es que la guerra nuclear no pertenece, desgraciadamente, a un futuro hipotético, sino que es algo que ya ha ocurrido. La bomba atómica ya ha sido utilizada, ya ha producido medio millón de víctimas en el más trágico error de la historia. Y ha sido empleada por uno de los países conductores de esa cultura humanista y democrática de raíz cristiana. Ello hace muy dificil apelar en nombre de esa misma cultura a una renuncia universal al uso de las armas nucleares. La única reparación posible a este gran escándalo sería que el desarme atómico fuera encabezado y promovido, aun sin contrapartidas, por ese mismo país que ya las ha utilizado.

¿Qué ocurriría entonces? No lo sabemos. Lo único que restaría a los países nuclearmente desarmados sería esperar contra toda esperanza en el poder moral de la razón, el ejemplo y la resistencia no violenta.

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