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La playa desierta de Salvador Dalí

Hace apenas tres años se celebró en París, en el Centro Beaubourg, una importante exposición de Salvador Dalí que contó para su realización con medios inusitados. En su concepción se hacía hincapié en el período más fructífero del pintor, es decir, en aquella parte de su obra, anterior a 1945, que puede inscribirse con certeza dentro de la actividad del grupo surrealista. En una mesa redonda celebrada con tal motivo, y a la cual fuimos invitados, expusimos, algunos comentarios críticos -que luego fueron publicados en la revista de dicho centro- en los cuales expresábamos con cierta crudeza nuestra decepción. La mayor parte de las ideas entonces manifestadas nos parecen vigentes en la actualidad, especialmente dado el clima creado en Madrid y Barcelona durante una exposición cuyos debilitados restos todavía colean en el esperpéntico museo de Figueras. Esta reflexión tiene como origen el recuerdo de aquellas palabras y el confrontamiento de ambas situaciones.Nos pareció entonces que la decisión de acentuar la parte más interesante de la obra de Dalí -que de haberse podido mostrar aislada hubiera constituido una diferente y hermosa exposición a la que el pintor, naturalmente, se opuso- era peligrosa, dado que el resto de su labor, una vez aceptada la concepción antológica de la muestra, quedaba difuminada en beneficio de una indudable confusión. El hecho de que la obra realizada durante los últimos 30 años fuera relegada a segundo plano producía una impresión de manipulación y de escamoteamiento, induciendo al espectador a cometer un grave error de juicio. El compromiso de los planteamientos se filtraba solapadamente.

Había que enmascarar de algún modo la pobreza de sus concepciones recientes sin dejar por ello de mostrarlas, y la mejor forma de lograrlo era la de afirmar una época precisa y mostrar el resto como si se tratase de las diversas facetas de una actividad polimorfa desarrolladas a través del mismo prisma revolucionario, cosa evidentemente falsa.

En aquella ocasión -como en otras muchas- fueron hábilmente escamoteados aspectos bochornosos de una personalidad, de los cuales el propio interesado no solamente nunca renegó, sino que los fomentó con cinismo. Es cierto que la mayor parte de las obras de Salvador Dalí constituyen un verdadero insulto, siendo indignas de figurar en un museo de arte moderno, pero también lo es el hecho de que no es posible eludir los diversos aspectos de la obra y de la vida de un artista, en este caso tan íntimamente ligadas, si se pretende establecer un juicio valorativo y un completo análisis. No cabe duda de que, independientemente de las ideas políticas de un hombre, e incluso a pesar de un comportamiento a juicio de muchos denigrante, era preciso mostrar al público español, de la misma forma que se ha venido haciendo con otros creadores, una obra que ha marcado profundamente un momento determinado de la historia del arte.

El problema es delicado, pues si bien puede resultar aberrante e injusto el silencio mantenido alrededor de ciertos artistas de ideas marcadamente reaccionarias -así sucedió en el pasado, por ejemplo, en los casos de los escritores Celine y Ezra Pound, y todavía hoy, en ciertos medios, respecto a Borges-, también es cierto que el exceso oficial, en este caso preciso, toma aspectos grotescos de interesada y sórdida recuperación.

En realidad todo debería; objetivamente, reducirse a calibrar la importancia estética de una obra de menosprecio de la fabricada mitología, y es hacia este aspecto esencial de la apreciación artística donde deberían dirigirse fundamentalmente las miradas, al margen no solamente de la grotesca mitificación, sino también -y en el caso que nos ocupa resulta verdaderamente difícil- de las incidencias de un pensamiento ciertamente retrógrado y mixtificador.

Degradación de un artista

Cuanto ha sucedido en España durante la celebración de la exposición de Salvador Dalí no puede sorprender, dado que las mismas coordenadas se repiten de uno a otro país, si bien es cierto que en el nuestro todo haya adquirido un cariz penoso y exagerado bien propio de la presente realidad cultural. Debido a dificultades comprensibles -es cada vez más difícil organizar exposiciones de semejante envergadura- han permanecido ausentes muchas obras capitales, habiendo sido necesario insistir en los períodos en que la decadencia del artista se acentúa. El esfuerzo ha sido considerable y la exposición, al menos, ha tenido la ventaja demostrarnos la patética degradación de un artista a través de un planteamiento objetivo de su obra. No ha sido así, sin embargo, la actitud oficial, que más parece obra de caridad que reconocimiento, y la labor de seducción frente al posible botín que apreciación estética, y menos aún la actuación de los medios informativos de los que el público, una vez más, ha sido la víctima.

En realidad, cuanto ha sucedido no es más que la demostración de cómo se acomodan los espíritus cuando el mito se enracina, de cómo la beatería seudointelectual, el desconocimiento de un público apenas despertado al mundo cultural y la mala conciencia de un país que intenta tardíamente recuperar sus valores, deforma y pervierte, de forma muchas veces inconsciente, un vago deseo de afirmación nacional y una apetencia de conocimiento. La fascinación que ejerce la fabricada metodología en un pueblo culturalmente indefenso -que se nutre casi exclusivamente de escandalosa prensa rosa- puede hacer de la mediocridad, e incluso de la degradación, sujeto orgásmico de histérica popularidad.

Lo más grave en el caso de Salvador Dalí es la generalizada convicción -y no solamente entre el gran público- de la permanencia revolucionaria en toda su obra, cuando en realidad ha sido precisamente a partir del abandono de los postulados surrealistas cuando su pintura se divulga, hallando una verdadera audiencia a fuerza de continuas concesiones y de proclamaciones no siempre felices. Esta coincidencia nos parece muy significativa. En realidad la audiencia extraartística del pintor, unida a la decadencia de su trabajo y al mercantilismo de su sistema, lo cortó definitivamente, hace ya mucho tiempo, de su hermoso impulso inicial. El fenómeno de semejante dimisión no es inédito en el arte contemporáneo. Rimbaud y Chirico, y en cierta medida Duchamp, fueron, también en este dominio, precursores.

Una esperanza maltrecha

Para el joven pintor que fui, encerrado en la España gris de la posguerra, Dalí representaba, junto con Picasso y Miró, uno de los ejemplos más hermosos de la invención libertaria frente a una sociedad detestable que combatíamos y rechazábamos. Muy rápidamente, esta esperanza quedó maltrecha. Su primera aparición en público en aquella España triste y mortificada que comenzaba a asomarse al mundo fue con motivo de una conferencia -a la cual asistí- en la que, bajo apariencias divertidas, denigró a Picasso. Dalí, como lo supimos poco después, continuaba de esta forma traicionando a los que fueron sus amigos y traicionándose a sí mismo. Cada declaración suya era una ofensa a la libertad y a la ruptura que unos pocos defendíamos contra viento y marea.

La esperanza que nos traían ciertas publicaciones que nos llegaban dificultosamente se transformó bien pronto en profunda desilusión. La evolución posterior de su obra, sus concesiones cada vez más grandes, las declaraciones cada vez más débiles, todo un conjunto de actitudes cínicas y oportunistas -entre las cuales contaban penosamente sucesivos elogios al régimen franquista- no hicieron más que agravar este profundo desencanto.

En realidad, todo ello denotaba un aberrante trastrueque de signos, como obedeciendo, de forma anómala y degenerativa, a la aplicación contrahecha de un espléndido método, formulado con tanta, brillantez en sus textos juveniles, y del que se nutrió con fortuna lo mejor de su obra. El método paranoico-crítico se puso al servicio de un deliberado delirio comercial, perdiendo toda capacidad de convulsión asociativa, toda fantasmagórica y poética violencia, y hasta el humor se ausentó gradualmente hasta convertir en histriónica caricatura, en vacía y siniestra mascarada que asociaba indiferentemente las declaraciones más viles a una perpetua y vacía verborrea, un realismo de desteñida religiosidad y pretendido clasicismo a un onirismo de caseta de feria.

Vacío espacial

La obra de Dalí fue, ante todo, la memoria de una playa, el resultado de una feliz coincidencia en donde se operó la simbiosis de una cargada realidad adolescente y de un revitalizado espacio mental propicio a la cristalización de acontecimientos. A pesar de que esta idea del vacío espacial como escenario productor del misterio y de la aparición está ya presente en Giorgio de Chirico con intensidad inigualada, y en Tanguy y Miró con extremada pureza, es indiscutible -como lo demuestra la observación de la mayor parte de sus obras antiguas- que Dalí pobló sus desiertos mentales de imágenes poderosas que marcaron indefectiblemente el arte contemporáneo.

En las playas de Salvador Dalí, sin embargo, hace ya mucho tiempo que ningún verdadero acontecimiento se produce. El escenario del onírico teatro que fascinó nuestra adolescencia quedó despoblado de espectros del sex-appeal, de grandes masturbadores y de carretas fantasmagóricas, para ser sustituidas por agitaciones de otra naturaleza. Ausente la libertad, la imaginación quedó fosilizada en esquemas tradicionales, y el viento subterráneo de erotismo y morbidez desapareció para dejar lugar a una imaginería religiosa de sospechosa nostalgia y a un cientificismo de pacotilla que no sirvieron más que para enmascarar la muerte de un espíritu revolucionario. Puede afirmarse con certeza que la obra de Salvador Dalí cesó hace mucho tiempo de ser surrealista para convertirse en su propia antítesis.

Sistematización de un decorado

La evolución del pintor a partir de 1945 muestra el abandono gradual de los principios revolucionarios para ser sustituidos únicamente por los esquemas anecdóticos y debilitados de un estilo: la sistematización de un decorado, utilizado con fines estrictamente comerciales e incluso publicitarios, se aúna al ensanchamiento de las superficies pintadas y al empobrecimiento de su densidad onírica. Ningún verdadero combate con la imagen, ningún verdadero combate en el interior del cuadro. Dibujante mediocre -a pesar de una reputación que ha sido consuelo de muchos-, su trazo reblandecido y carente de grafológica invención quedó únicamente sometido al artificio de una pálida pretensión renacentista para abandonar definitivamente su capacidad de metamorfosis.

Dalí convirtió el surrealismo en un sistema simplificado, y este sistema, codificado en rudimentarias categorías, acabó empobreciéndose, perdiendo toda agresividad, contradiciendo la libertad de lenguaje propuesta por el movimiento al que perteneció. En realidad, toda su obra reciente parece no tener otro objetivo que el de hundirse en el ámbito de la seducción más vulgar, en el mercantilismo más ofensivo y en la vulgarización mal entendida.

Suplantar la calidad

Pero lo más grave, a nuestro juicio, es la idea que se hace de sí mismo, y la falsedad de la imagen que ofrece de aquello que debe de ser un artista. La apología de las fuerzas más reaccionarias, la aparente y personal liberación lograda mediante el cinismo y el poder del dinero, el empleo de los medios más bastardos y eficaces para gustar, su deliberada confusión mental, hicieron de él un bufón que la sociedad tolera por su inofensivo y divertido desliz, aceptando ser explotada para, a su vez, explotar al domado artista en su beneficio. Dalí nos ofrece la imagen más patética de un artista encerrado en el engranaje de su propio sistema, condenado a repetir su discurso, al cual se le permite decir estupideces, inmediatamente mitificadas, a condición de mantenerse dentro de un paciente, sistemático y meticuloso esfuerzo que suplanta la calidad, y en donde la intensidad, la aventura y el riesgo permanecen definitivamente ausentes.

Hace pocas semanas desapareció Luis Buñuel, dejándonos una vida y una obra sin fisuras. Quien fue su amigo y colaborador ha dejado hace mucho tiempo de ser verdadero artista para convertirse en penoso histrión de salón. La comparación es tristemente inevitable. Una sórdida y decadente teatralidad, enturbiada aún más por los ecos de una corte mercantil, acompaña oscuramente aquello que debiera de haber sido lúcido fin de fiesta. Reconozcamos que tal situación entrega al personaje un aura de realidad que nunca poseyó, induciendo a cierta conmiseración. Lejos de nuestra intención mostrar como colofón la moraleja del cuento popular, pero no puede dejar de sorprender la patética degradación de quien fue, durante un breve período de la historia, un artista fascinante.

Antonio Saura es pintor.

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