lconoclastia fallera
He sostenido públicamente, y más de una vez, que la historia de España se entendería mejor si aceptásemos la hipótesis de trabajo que proclama que nuestra izquierda es de derechas y nuestra derecha es iconoclasta. También sostengo que, entre nosotros, el único izquierdista del que se guarda memoria histórica fue el oso que mató a Favila, ya que los demás -según nos dicta la experiencia y salvo honrosas salvedades- no pasan de ser unos pardillos mansurrones y, con sospechosa frecuencia, pasados por el seminario. Pienso que algo así debe suceder y acontecer porque, para una vez que se quiebra la racha y nos rige un Gobierno socialista, éste ha de dedicarse con meritorio afán a sacar a flote las mismas leyes que Europa empezó a conocer cuando lo de la revolución burguesa, la vacuna de la Restauración y los Cien Mil Hijos de San Luis.Hay síntomas de que ahora se ofrece la posibilidad de un cambio de panorama, ya que la izquierda -¡al fin!- se decide a practicar también la iconoclastia y a entrar a saco en las más solemnes y grandilocuentes estatuas. Esto pudiera significar un cambio esencial en las estructuras de nuestro esqueleto político, aunque resta aún por ver dónde acabará de situarse, como respuesta, la derecha. Con unas briznas de imaginación pánica podría incluso reivindicar a Bakunin y la Comuna, pero quizá eso fuera pedir demasiado, y mucho me temo que acabe por limitarse a entablar la batalla en torno a las estatuas derribadas, como si en el fondo todo fuera no más que un asunto de la mera y escueta incumbencia del delegado local de Bellas Artes.
Tirar abajo una estatua es ejercicio un tanto ambiguo que goza, sin mayor riesgo también, de las ventajas del acto simbólico. Tirar abajo una estatua es práctica suficientemente barata, fácil y sencilla, al menos por comparación con lo escandalosamente complejo, oneroso y fatigante que hubiera resultado el ajustarle las cuentas al simbolizado cuando éste, en vez de fingirse en bronce, se enseñaba todavía en carne y hueso. Quemar en efigie a Reagan es sencillísimo, y cualquier manifestante con un poco de paciencia y maña puede hacerlo; cargarse un muñeco con la cara de Andropov ya cuesta más, porque el ruso hace todavía poco que sale en los telediarios y, para colmo, luce una cara de funcionario que no da demasiado pie al desarrollo del talento escarnecedor. La iconoclastia arrimada al papel, al cartón piedra y a los trapos multicolores es arte propio de quienes buscan y saben encontrar el éxito fácil. Pero ejercitarla con una estatua de bronce es ya otra cosa, porque el material pesa lo suyo y su derribo obliga a muy cuantiosas inversiones en infraestructura y mano de obra. La tala de estatuas sólo puede hacerse por la vía revolucionaria y el acopio de masas rugientes, o por el oficio administrativo y la grúa municipal. Los sociólogos, los futurólogos y los historiadores auguraban a las estatuas ecuestres del general Franco Bahamonde el fin, en cierto modo heroico, de la algarada. Ha tenido que conformarse, sin embargo, con el tufillo chatarrero de la brigada municipal; puede que eso sea más justo, en términos históricos, pero la verdad es que tampoco era para tanto. Es pasmoso que una estatua destinada a la jubilación haya tenido que desmontarse con los obreros encapuchados y con la maniobra arropada por un griterío empeñado en que las cosas sean de diferente forma de la que son. Quizá el asunto no haya merecido mayor presencia de la policía, y quizá también deba pensarse que, a lo mejor, abundan aún los estómagos agradecidos y añorantes. En cualquier caso, los obreros encapirotados prestaron al acto de desmontar la estatua una insólita imagen de riesgo y aventura, aunque, por desgracia, ni es así ni debería serlo. Los ciudadanos que increpaban a los obreros como si éstos fueran los liquidadores del régimen ido apenas se limitaban a más cosa que a ejercer el derecho al pataleo. Si hay algo que amenaza hoy a las instituciones democráticas españolas no es, en
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Viene de la página 9ningún caso, el tema de las estatuas. Y nadie olvide que los caballos peligrosos son siempre los vivos, y no los embalsamados.
Todo podría haber quedado en la discusión académica -y quizá también bizantina- de si hubiera resultado mejor el arrinconar personajes y caballos o el entender que unos y otros forman ya parte de lo que todos somos y hemos sido, mal que nos pese. Hay argumentos bastantes a favor de cualquiera de ambas posturas monumentales, la iconoclasta y la conservadora, bien entendido que ninguno de ellos es lo suficiente subyugador como para poder decidirse. Quizá fuera mejor esperar el lento y cadencioso relevo de los monumentos, salvo que algún fervoroso partidario de la añoranza poética e histórica no se dedique a boicotear cuanta estatua se levante en sustitución de las prescritas. Con Pablo Serrano, Chillida y algunos más, todos hubiéramos salido ganando, pero si en su lugar nos colocan la obra de ese artista local que tanto promete podría llegarse incluso a justificar el mantenimiento del caballista, que a los no muchos años sería tan desconocido por el paisanaje que los niños tendrían que preguntar quién era, como pasa ya -y desde tiempo- con el rey Felipe, con don Amadeo de Saboya, con Espartero y con Prim. Las estatuas no deben tirarse al suelo, sino esperar inteligentemente a que el tiempo les lime las esperanzas del inmediato recuerdo. La utópica ciudad perfecta sería la que precisase de un cicerone que fuera explicando al forastero quiénes eran y qué hicieron cada uno de los próceres, o de los fantasmas, inmortalizados en bronce. Históricamente no debe tomarse prisa jamás. Y políticamente tampoco, porque la prisa suele ser muy eficaz comburente.
Toda esta minúscula historia me recuerda el modo que tienen los valencianos de honrar, midiéndolos por igual rasero, a la gloria excelsa y la fama rastrera, y en los méritos de la institucionalización de la iconoclastia que se expresa en las fallas. Los ninots -reales o fingidos, históricos o fantásticos- son honrados, festejados y quemados, y aquí paz y después gloria, puesto que eso es todo hasta el año que viene.
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